PRÓLOGO

Zarpazos en el Alma. Doce cuentos y el Real Zaragoza

de Emilio Gil

José Luis Melero

 

Vivimos en el Zaragoza tiempos de aflicción. Y ya se sabe desde San Ignacio de Loyola que en época de desolación nunca conviene hacer mudanza. Esto no hace falta recordárselo a Emilio Gil. Él, como tantos de nosotros, aunque en algunos momentos pueda sentir que le vencen la turbación, la oscuridad, la inquietud y hasta la falta de esperanza (cualidades que el fundador de la Compañía de Jesús atribuía a la desolación para contraponerlas a las propias de la consolación), es decir, aunque en ocasiones pueda pensar que le dominan el desconsuelo y el desaliento, nunca hará mudanza. No podría hacerlo. Emilio Gil sabe que se es del Zaragoza para siempre, en los buenos y en los malos momentos, en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza, en Primera o en Segunda, todos los días de nuestra vida. Y que la relación con nuestro equipo es como la de los matrimonios de antes: hasta que la muerte nos separe. El divorcio, desgraciadamente, no existe en el mundo del fútbol. Seríamos muy felices si pudiéramos decir: “Estoy harto de mi equipo. Lo voy a abandonar y me hago de otro”. Así, mientras las cosas fueran bien seríamos de un equipo; luego, si aquéllas se torcieran, nos haríamos de otro, y luego de otro y de otro… así hasta ocho o nueve veces si fuere preciso, como las que se casaron Elizabeth Taylor o Zsa Zsa Gabor, en una permanente y apasionada búsqueda de la felicidad. Pero en el fútbol las cosas no son así. Uno no puede cambiar de equipo como se cambia de pareja, de credo político, de religión, de coche o de lugar de veraneo. Uno es de su equipo para siempre, sin medias tintas, como si se tratara de una desdichada y fatídica condena. Te haces de él desde niño y hasta la hora final. Unas veces te llevarás mejor con él y otras peor, habrá días en que te enojarás por sus fracasos y otros en los que disfrutarás con sus éxitos, vivirás momentos rabiosamente pletóricos y otros aburridos, indignados o abiertamente tormentosos, podrás abandonarlo temporalmente…, pero nunca serás de otro equipo. Es imposible cambiar de escudo. Es como si lo lleváramos tatuado en el corazón. De ahí que Emilio Gil no se haya planteado ni por asomo hacer mudanza. Sabe que no es posible. Ni en los peores momentos de tribulación como éstos.

Es verdad que ser ahora del Zaragoza es desolador, pero no siempre ha sido así. Sería bueno recordar que el Zaragoza nos ha dado a lo largo de los años mucha felicidad y ha llenado de alegría la mayor parte de nuestras vidas. Los zaragocistas más antiguos del escalafón fuimos durante décadas unos privilegiados que vimos en La Romareda fútbol de gran calidad y que disfrutamos siempre de jugadores de altísimo nivel. Y todos, los más jóvenes y los que no lo somos tanto, podemos presumir de que nuestro equipo alberga en sus vitrinas nueve títulos oficiales (de ellos, dos europeos), cuando la mayor parte de los equipos españoles no ha ganando nunca un solo título en toda su historia. De hecho, entre los veinte equipos que hoy juegan en la Primera División española la mitad de ellos no ha ganado jamás un solo título (Alavés, Celta, Eibar, Granada, Las Palmas, Leganés, Málaga, Osasuna, Sporting y Villarreal), y de los diez equipos restantes únicamente seis (Athletic, Atlético Madrid, Barcelona, Real Madrid, Sevilla y Valencia) han ganado más títulos que nosotros, pues el Betis sólo tiene tres títulos, el Deportivo seis, el Espanyol cuatro y la Real Sociedad cinco, ninguno de ellos europeo. Somos pues el séptimo equipo español en número de títulos y el noveno en la clasificación histórica (en la que, además de los seis más laureados a los que me he referido, nos adelantan, ay, el Espanyol y la Real Sociedad, que han jugado más temporadas que nosotros en Primera División). Formamos parte, por tanto, de la aristocracia del fútbol español, y Emilio Gil sabe también muy bien que aunque hoy vivamos entre tinieblas y apenas veamos la luz, aunque estemos condenados a resistir agazapados en los sótanos de la Segunda División, hemos sido siempre un equipo luminoso y brillante al que todos respetaban y admiraban, un equipo que se educó y creció entre mayordomos con librea, entorchados, medallas, trofeos y celebraciones en la plaza del Pilar. De ahí que la lealtad a nuestro equipo sea connatural a todos los zaragocistas, pues quienes han sido tan felices con su equipo, quienes le han visto codearse siempre con los mejores de España y Europa, ni saben ni pueden abandonarlo a su suerte y dejarlo en la estacada.  

Emilio Gil sabe que ser del Zaragoza es una actitud ante la vida, una forma de estar en el mundo: es preferir al más débil antes que al poderoso, al que no gana siempre frente al que se aburre de hacerlo, al de casa frente al de fuera, al humilde frente al rico, al que representa a su tierra y lleva orgulloso el nombre y el escudo de su ciudad frente al que carece de vinculación alguna con ellas, al que apenas sale en los medios frente al que ocupa todas la portadas. Emilio Gil pertenece a la estirpe de los mejores zaragocistas, y a pesar de residir fuera de Aragón nunca ha hecho mudanza y sólo conoce una pasión y vibra con un equipo: el Zaragoza de su alma. En Barcelona, donde Emilio Gil, doctor ingeniero agrónomo, imparte clases como Profesor Titular en la Universidad Politécnica de Cataluña, le hubiera sido muy provechoso convertirse en seguidor del equipo más laureado de la ciudad: habría visto buen fútbol, habría ganado casi siempre y, a buen seguro, le habría servido para integrarse más rápidamente en la ciudad y para que ésta le reconociera sus esfuerzos por convertirse en un barcelonista más. Pero Emilio sabe de lealtades y sabe quiénes son los suyos. Como escribió Ramón J. Sender en el prólogo a Los cinco libros de Ariadna: “Para mí no existe la nación, sino el territorio y el mío es Aragón y a él me atengo”. Yo no sé si Emilio Gil cree o no en la nación, pero sí sé que cree en Aragón y que a él se atiene. El equipo hegemónico de Aragón ha sido siempre el Zaragoza y ése es el equipo de Emilio.

El Zaragoza es el equipo hegemónico de Aragón porque es el único que lo ha representado en la élite. De ahí que sea tan importante para los aragoneses. Frente a otras comunidades que han tenido a muchos de sus equipos jugando en Primera División (diez Andalucía, siete la Comunidad Valenciana, siete Cataluña, siete el País Vasco y Navarra, seis las dos Castillas, cinco la Comunidad de Madrid, cuatro Galicia, dos Asturias, dos Extremadura…), por lo que ninguno de esos equipos ha podido arrogarse en todo momento la representación exclusiva de su comunidad, Aragón sólo ha tenido al Zaragoza, y de ahí que haya sido siempre el equipo de los aragoneses. Ojalá el Huesca y el Teruel, el Monzón o el Alcañiz, hubieran estado en Primera y hubieran podido compartir con el Zaragoza la representación de Aragón en la máxima categoría del fútbol español, pero desgraciadamente no ha sido así. Sólo un equipo aragonés, el Zaragoza, ha tenido presencia en el fútbol más competitivo de España y de Europa, y de ahí que la gran mayoría de los aragoneses lo hayan visto siempre como el equipo de casa, como el equipo que llevaba por bandera el nombre de Aragón por todo el mundo.

Por ello no era raro que un día Emilio Gil (quien, entre otros muchos quehaceres, también -como el Zaragoza- ha representado a Aragón en el mundo, pues ha dirigido la Oficina de Aragón en Bruselas) escribiera un relato zaragocista, lo presentara al I Concurso de Relatos Aupazaragoza.com en 2014 y lo ganara. Ese relato, “El último remate”, y otros once relatos más conforman estos Zarpazos en el alma que pasan a engrosar la ya larga bibliografía sobre asuntos zaragocistas.

El libro está lleno de zaragocismo de la mejor ley y cargado de historias emocionantes. Y en él se recogen también muchos de los más grande hitos de nuestro equipo: el 6-1 al Real Madrid de 1975, la temporada en la que fuimos subcampeones de Liga, con los tres goles de Pablo García Castany; el 6-3 al Barcelona de la temporada 93-94; la final de la Recopa en París aquel inolvidable 10 de mayo de 1995; el 1-5 al Real Madrid en el Bernabéu, con dos goles de Milosevic, otros dos de Juanele y uno de Garitano, en diciembre de 1999; el otro 6-1 al Madrid en 2006, con cuatro goles de Diego Milito y dos de Ewerthon… De todas esas gestas se acuerda Emilio Gil en el libro y hace que se nos humedezcan los ojos y que nos demos un festín de nostalgia y melancolía. Como nos cuesta tanto aceptar el presente, llevamos unos cuantos años haciendo todos lo mismo: volver la vista atrás para encontrar aliento con el que sobrellevar esta pesadilla que parece no terminar nunca. 

Los escenarios urbanos de Zaragoza están muy presentes en el libro y lo hacen especialmente atractivo: cafés y restaurantes (el Chipre, el Levante, el Café del Criollo, Rogelios, El Foro), hoteles (Palafox, Corona de Aragón), librerías (Cálamo, Antígona, la Central, la FNAC), el Paraninfo, la plaza Paraíso, la plaza Aragón, Fernando el Católico, la plaza Emperador Carlos V, Zurita, Isaac Peral, Asín y Palacios, Miguel Servet, Cádiz, Albareda, Puerta Cinegia, Casa Jiménez… Y también el libro nos acerca hasta Huesca, Bureta, Rivas, Valareña, Fuendejalón, El Sabinar…, de manera que muchos lectores aragoneses se verán y se reconocerán en él.

El libro es, además, muy rico en matices. Hay humor, sueños, pasiones, amor, ternura, suspense, hasta ¡asesinatos!…, pero ninguna amargura. Los tiempos que nos han tocado vivir no han convertido a Emilio Gil en un desencantado ni en un resignado. Al contrario. Emilio sueña con ganar una Liga y en uno de los relatos el protagonista imagina que ese sueño se ha hecho realidad.

Los zaragocistas nos merecíamos un libro como este, un libro que nos recordara nuestro pasado y nos hiciera creer en el futuro, un libro noble y cabal que nos pusiera a todos al lado del Zaragoza y nos recordara conceptos como el amor a unos colores, la lealtad a un escudo o la pasión por un equipo y una tierra. Emilio Gil lo ha hecho posible y siempre estaremos en deuda con él.