|
|
Este es un
libro sobre adolescentes. La adolescencia es edad propicia para tener
ídolos. Yo sólo tuve dos: José Luis Violeta Lajusticia, el León de Torrero,
el mejor libre de la historia del Zaragoza, que debutó en Pasarón y jugó
del 63 al 76, con quien di una vuelta de honor a La Romareda mientras unos
costaleros lo llevaban a hombros el día del ascenso a Primera en 1972 y de
quien acabé siendo vecino, y José Antonio Labordeta, de quien me sabía
todas sus canciones, leía todos sus libros, le hice algunas entrevistas,
entre ellas una con Chesús Bernal para uno de los primeros Roldes, y
admiraba su compromiso cívico y aragonesista. Que quien fue mi ídolo sea
hoy mi amigo y me haya pedido que le presente este libro es algo que como
pueden imaginar me llena de satisfacción y orgullo. Es algo así como si
Pelé le pidiera a Luis Carlos Cuartero que dijera unas palabras el día que
le entregan el balón de oro.
Zaragoza ha sido siempre utilizada como materia literaria. Tanto por los
escritores de fuera como por los de dentro. Entre los de fuera pensemos en
el Pedro Mata de El hombre que se reía del amor, en Felipe Sassone,
Alberto Insúa, el Max Aub de Las buenas intenciones, Pío Baroja en varios
de sus libros, por ejemplo en La sensualidad pervertida, Giménez Caballero
en su Trabalenguas sobre España, González Ruano en algunos de sus
artículos recopilados por Miguel Pardeza, Julio Llamazares, Enrique Vila
Matas, Bernardo Atxaga, y pensemos en el Hemingway de Muerte en la tarde,
en la que aparece hasta un concurso de jotas, en Somerset Maugham, en
Bryce Echenique en su cuento Dijo que se cagaba en la mar serena, en
Virginia Wolf, Borges y Bioy Casares, García Márquez, Leonardo Sciascia,
Peter Handke, Roberto Bolaño, Lobo Antunes o Cees Nooteboom. Entre los de
dentro en José María Matheu en Un rincón del Paraíso, Rafael Pamplona
Escudero en varias de sus novelas que sólo hemos leído Luis Horno Liria,
Félix Romeo y yo, Benjamín Jarnés, con su creación de Augusta, que es como
denomina a Zaragoza en sus novelas (El convidado de papel, El profesor
inútil, Escenas junto a la muerte, Lo rojo y lo azul,) el Sender de
Crónica del alba, Manuel Derqui y su Meterra, Gabriel García Badell en De
Las Armas a Montemolín o Funeral por Francia, el Manuel Alvar de El envés
de la hoja, José María Conget, Joaquín Sánchez Vallés en La ciudad junto
al río, el Jesús Moncada de La galería de las estatuas, Ramón Acín, Miguel
Mena o Félix Romeo.
Pero nunca quizá Zaragoza ha aparecido tanto en la literatura de los
escritores aragoneses como en los dos o tres últimos años: recordemos Z de
Manuel Vilas, El gobernador de Juan Bolea, El tiempo de las mujeres de
Martínez de Pisón, La infancia y sus cómplices de Fernando Sanmartín,
nuestro flamante Premio Café Bretón, Entre dos mundos y una ilusión de
Ramón Acín, Fugas de Adolfo Ayuso, La novia parapente de Cristina Grande,
Nueva California de Ismael Grasa, Manila de Santiago Gascón o Autos de
choque de Rodolfo Notivol, uno de los grandes primeros libros de los
últimos años.
Labordeta pasa a engrosar ahora esta larga lista de escritores aragoneses
que han situado sus novelas o sus cuentos en Zaragoza. En este caso en la
Zaragoza de 1946 ó 1947, pues recordemos que la acción se desarrolla un
poco antes de que el poeta Director del Centro, es decir Miguel Labordeta,
publicara su primer libro, y sabemos que Sumido 25 apareció en 1948. Los
protagonistas van creciendo y el último cuento se desarrolla ya en la
década de los cincuenta.
Labordeta hace un recorrido extraordinario por la Zaragoza de la época y
nos habla de los recitales zaragozanos de Pío Fernández Cueto o Pío
Muriedas ("el último juglar español" lo llamó Dámaso Alonso, que escribió
el prólogo a su biografía), a uno de los cuales yo también asistí en los
primeros años setenta, concretamente el miércoles 4 de abril de 1973, a
partir de las 5,30 de la tarde, en el Colegio Femenino Santo Tomás de
Aquino, al que asistieron entre otros Manuel Pinillos y José Antonio
Labordeta; del Mercado Central y del cine Fuenclara, de ese "olor agrio y
áspero" que salía de sus urinarios y que producía en los espectadores "un
mugido colectivo de asco". Ese olor lo sufrí yo mismo veinte años más
tarde, hacia mitad de la década de los sesenta. El cine estaba igual que
veinte años atrás y el olor que salía de los urinarios era igualmente
insoportable. Zaragoza, cambió tan poco en veinte años que mucho de lo que
aparece en el libro seguía exactamente igual veinte años más tarde.
Y nos habla de la Semana Santa zaragozana de la época. Y del campo de
fútbol de Torrero. Y del Ebro y de los galachos, y de Helios y de la
arboleda de Macanaz (donde Juan Pedro Barcelona y Benigno Varela se
retaron a duelo) y del SEPU, de la bodega (o cuadra) de Félix, donde se
bebía vino y se comía cacahuetes, y del quiosco de la música del parque. Y
del matadero y de la torre de San Pablo y de la entrada del arzobispo en
mula blanca, de la que se hace una descripción pormenorizada (Labordeta
describe toda la cabalgata: fanfarria de tambores y trompetas, soldados
zapadores, seminaristas con sus becas rojas, los infanticos del Pilar y
las dos Curias, la del Pilar y la de la Seo, y finalmente el arzobispo
montado en su mula, que conduce el mulero, un hortelano de un barrio
rural, que llevaba faja y alpargatas). Labordeta le hace llevar el báculo
al arzobispo. Hay unas fotografías publicadas de Gerardo Sancho -el
fotógrafo de Navarrete del Río- de las dos últimas entradas de arzobispos
en mula blanca: la de Casimiro Morcillo, que fue quien me confirmó, y la
de Cantero Cuadrado. Desde luego el arzobispo, como era de esperar, no iba
con el báculo. Así que esto del báculo, José Antonio, es sólo una licencia
literaria. Con Yanes desapareció la tradición para siempre. Esa costumbre
zaragozana de entrar los arzobispos a lomo de una mula blanca le hace
decir a uno de los chicos protagonistas: "pues llevará el culo bueno".
Describe una para mí desconocida procesión zaragozana, la de Minerva, que
llevaba a los enfermos o impedidos del barrio la comunión o la
extremaunción, con la banda de la Diputación y todo entonando la Marcha
Real, y que acaba entrando en un burdel, la casa de la Gitana (página 64),
para dar la comunión a una prostituta agonizante. La realidad, una vez
más, supera a la ficción. Y nos habla del Puente de Piedra y de la vieja
estación de Caminreal, y de Cafarnaúm, el libro de su querido Ignacio
Ciordia, el bartleby aragonés por excelencia, el escritor del no por
antonomasia de las letras aragonesas.
La guerra civil, todavía tan próxima, contada desde el lado de los
perdedores, está también muy presente en el libro. Sobre todo en dos
cuentos: "El rojo", en el que el padre de uno de los fámulos del colegio,
Gabarda, está escondido en los desvanes o falsas del Colegio y es al final
apresado por la policía que lo saca a rastras del viejo caserón que
ocupara el decapitado Lanuza; y "Tardes de sábado", en el que algunos
viejos ferroviarios cuentan sus aventuras de la guerra. En este aparece
por cierto un curioso personaje: el alférez Fatás. En estos cuentos hay un
compromiso evidente con las causas que defendieron aquellos hombres.
El humor está presente a lo largo de todo el libro. Especialmente en el
cuento de "El velatorio", en el que se vela a un muerto, que no está
muerto, se come sin parar y se cuentan chistes. Buñuelesco también, como
la procesión de Minerva. Y en el cuento de "Los del manubrio" en el que el
profesor, tras descubrir a los chicos con una revista porno, exclama
iracundo: "¡Los que se la hayan cascado que se pongan de pie!"
Las claves del libro son el humor y la ternura, mezcladas con la sordidez
de la época, tan propias de Labordeta, cuyo mejor exponente es la frase
que pronuncia Marquina, hijo de padres de la CNT asesinados en la guerra,
después de salir de un prostíbulo: "Hay que cargar con algún pecado, no
vaya a ser que de tan puros, tan puros, vayamos al cielo y nunca
coincidamos con los padres".
Escribió Foix "Me exalta lo nuevo, me enamora lo viejo". Pues eso. Nos
gusta la nueva Zaragoza de los cinturones, de PLA ZA, de la Estación de
Delicias y la Expo, multirracial y multicultural, y también la vieja
Zaragoza de San Pablo, el Mercado y la Arboleda de Macanaz. Porque no
pueden entenderse la una sin la otra.
Todo el libro es pues un canto a Zaragoza. Porque Zaragoza es una gran
ciudad, llena de grandes escritores, pintores, músicos y arquitectos, una
ciudad moderna, llena de futuro, que desmiente día a día a tantos agoreros
que repiten que Zaragoza es triste, casposa, cateta y provinciana. Yo a
éstos les aconsejaría de verdad que se fueran todos a vivir a Nueva York,
donde sin duda se hará justicia a su cosmopolitismo y a su enorme talento
y publicarán todos en el New York Times. Y que nos dejen a los zaragozanos
hacer de nuestra ciudad una gran ciudad europea y aragonesa, acogedora e
integradora. Una ciudad que José Antonio Labordeta ha inmortalizado para
siempre en uno de los mejores libros de relatos publicados en los últimos
años.
(Texto de José
Luis Melero para la presentación de Los cuentos de San Cayetano de
José Antonio Labordeta)
|
|