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PRÓLOGO José Luis Melero El que un poeta culto como José Verón decidiera un día escribir poesía popular, coplas para el pueblo, con la misma generosidad, emoción y sentimiento que si los receptores de esos versos fueran los más empingorotados e influyentes lectores, habla bien a las claras de su condición de poeta singular y personalísimo, de su forma de ser y de estar en el mundo. Hay que andar sobrado de autoridad y carácter, hay que sentirse muy seguro de sí mismo, para cambiar la seda de la lírica elitista y minoritaria por el percal de las coplas destinadas al consumo del pueblo. Tomar esa valiente decisión, la de sustituir (o poner en riesgo, al menos) el prestigio intelectual que la poesía -cuanto más hermética, abrupta e inaccesible, mejor- concede siempre a sus oficiantes, para servir a los gustos del pueblo sin rebajar un ápice la exigencia poética, no está al alcance de todos. Los que diseñan, ordenan y miman sus “carreras” de poetas con la precisión de un orfebre y la paciencia de un maestro del origami, nunca estarían dispuestos a hacer este tipo de concesiones populares, siempre muy arriesgadas, y que en muchos círculos (sobre todo en aquellos que agrupan a los vates menos dispuestos a disminuir su nivel de exigencia, es decir, menos dispuestos a hacerse entender por la “inmensa mayoría” que diría Blas de Otero) llevan aparejadas la pérdida fulminante del pedigrí literario y acaban con la reputación de cualquiera. Si en esos ambientes la poesía de la experiencia ya se considera una perversión peligrosa, cabe imaginar cuál será su opinión sobre los cancioneros y la poesía popular. Solo quien sigue libremente su camino al margen de pautas establecidas, solo quien entiende que no hay poesía con mayúsculas y minúsculas, sino solo poesía buena y mala, está capacitado para tomar la decisión de trocar en algunos de sus libros la lírica culta por la lírica popular. Es el caso de nuestro José Verón Gormaz, uno de los poetas aragoneses más constantes, auténticos y personales. Nunca en la poesía de Verón hubo impostación, aceptación de las modas o sujeción a intereses inconfesables. Todo en Verón ha sido siempre de verdad. En Aragón, esa poesía pura que tanto reclamaba Juan Ramón Jiménez ha tenido en José Verón Gormaz a uno de sus máximos exponentes, el ejemplo perfecto de quien nunca se ha preocupado de otra cosa que no fuera escribir sus versos sin estridencias, casi en silencio, en armonía consigo mismo y con el mundo. Tal vez por eso, Verón estaba destinado a dar el salto a lo popular: porque a pesar de tener enorme respeto a su condición de poeta no se consideraba un demiurgo; porque desde la naturalidad y la sencillez que le son tan propias podía llegar fácilmente a conectar con el pueblo; porque no se consideraba inferior a nadie por escribir coplas que luego muchos aragoneses cantarían y harían suyas; y porque desde Calatayud se ven muy lejos las academias, los cenáculos y las camarillas, tan lejos que a Verón su opinión le importaba, en verdad, una higa. Había demostrado ya sobradamente su perfil de poeta culto y no tenía por qué avergonzarse ni pedir perdón por escribir las coplas que el pueblo demandaba. Y en cualquier caso, además, nada de esto era nuevo: muchos de los más grandes poetas habían escrito romances, coplas, alegrías o aleluyas populares. Verón ha cultivado todo tipo de lírica popular. Es un consumado maestro cuando escribe coplas poéticas (“Una tarde de febrero / el viento se la llevó, / y el silencio repetía / los ecos de aquel adiós” o “La mar bravía parecen / tus ojos cuando me miran, / porque son grandes y azules / y a naufragar me convidan”), amorosas (“Tú y yo sabemos muy bien / que hay dos clases de amoríos: / unos, todos los demás / y otros, el tuyo y el mío”), ingeniosas o conceptuales, tan propias siempre del acervo cultural aragonés (“Tú me dirás que anduviste / si yo te digo que andé. / ¡Anduviendo pues, sabihonda, / o perderemos el tren”) o definitorias de su personalidad (“Soy, como dijo Sender, / un aragonés cabal, / que come pan, bebe vino / y que dice la verdad”). Y uno ha disfrutado mucho de sus coplas humorísticas, ya desde aquellas espléndidas que publicó en Cantos de tierra y verso (2002): “Una mujer de mi barrio / siempre lleva la contraria: / oye menos que un pandero / y es más gorda que una tapia” o “Un concejal en un pleno / armó un lío de los grandes, / porque hablando de los burros, / siempre miraba al alcalde”. El humorismo es desde siempre un rasgo muy destacado en la poesía popular de Verón, especialmente en sus coplas de jota escritas para ser cantadas en rondas, fiestas y lifaras. Ese humorismo somarda y socarrón, siempre inteligente, tuvo en Alberto Casañal, José Iruela, Luis Sanz Ferrer, Gregorio García-Arista y, más recientemente, en Joaquín Yus a algunos de sus más grandes divulgadores. Y a ellos se sumó José Verón para gozo y disfrute de los mejores cantadores y aficionados a la jota aragonesa. Mi admiración por la poesía popular de Verón viene de lejos, y ya en aquella selección de coplas que preparé para el primer tomo de La jota ayer y hoy (2005), y que titulé “Las cuarenta principales” (pues 40 fue el número de las elegidas), ya figuraba una copla de Verón cerrando la antología: “No quise marcharme fuera / ni quise quedarme aquí; / yo nunca he querido nada / hasta que te conocí”, canta que grabó la gran Yolanda Larpa en su disco Caminico de tu casa (2009) y que ahora nuestro poeta ha incorporado de nuevo a este libro. Verón ha sido con Miguel Ángel Yusta el poeta culto que más afanes ha dedicado a la difusión de la copla en Aragón y ha jugado un papel esencial en la renovación de las cantas de jota. Todos estamos en deuda con él. Gracias a poetas como Verón hoy se escuchan nuevas coplas en festivales y certámenes y ello ha enriquecido notablemente el patrimonio cultural aragonés. Su pasión por la copla hace también honor a su condición de bilbilitano. Ninguna otra ciudad aragonesa ha tenido tal vez tanta pasión por las coplas de jota y ha dado tantos cultivadores del género: Juan Blas y Ubide, Sixto Celorrio, Joaquín Dicenta, Jacinto del Pueyo, Justo Navarro Melero, Francisco Lafuente Zabalo, Ángel Genís, Narciso Pujalá (médico zaragozano afincado en Calatayud, donde residió siempre), Pedro Montón, Juan Mendoza Nieto, José María Muñoz Callejero, Ángel Raimundo Sierra (autor de la inolvidable “De chico fui monaguillo / y de mozo, sacristán; / ahora soy el campanero: / ¡qué carrera más triunfal!”), Marcelo Catalá, María Pilar Zabalo, Lucio Manuel Sánchez, José María Malo, Ignacio Galindo del Hierro, David Júlvez, Antonio Molina Esteban, Lucas Terrer y otros muchos precedieron en el cultivo de la copla a Verón, aunque ninguno de ellos, es verdad, alcanzó nunca la calidad y la dimensión de éste. Y pocas ciudades aragonesas han dado tan grandes cantadores: Dámaso Salcedo, Hilario Gallego, Romualdo Arana (segundo premio en los Certámenes Oficiales de 1904, 1912, 1913 y 1917, este último aquel al que se presentó sin éxito Miguel Fleta), Emilio Arana, Manuel Navarro Rubio, Sara Comín, Yolanda Larpa y el incomparable Nacho del Río, ganador de cinco Premios Extraordinarios en el Certamen Oficial de Jota. Todos ellos han hecho de Calatayud una de las ciudades joteras por excelencia, con estilo propio al que ha dado su nombre y que se ha cantado tradicionalmente con una bellísima copla que ya estaba en el Cancionero de Alvira de 1895: “Derecha te estás criando / como la caña del trigo; / aquí te estoy esperando / para casarme contigo”. Un día, hace diez o doce años, José Verón me hizo de guía en Calatayud y me mostró los más bellos rincones de la ciudad. Y naturalmente me llevó a ver la casa natal de Sixto Celorrio, hoy ya desaparecida, junto al Mesón de la Dolores. En esa casa hubo colocada una placa que decía: “Aquí nació / Sixto Celorrio Guillén / Inspirado poeta popular / Amó siempre a Calatayud / Mereció lauros y gloria”. Yo había comprado un curiosísimo álbum con las fotos originales de Rodero del homenaje que la ciudad tributó a don Sixto en 1925, y quería ver si la casa estaba igual que en aquellas fotos. Pude comprobar que las cosas apenas habían cambiado hasta entonces, pero aquel día pensé que tal vez dentro de unos años los letraheridos que como yo visitaran Calatayud ya no preguntarían por la casa de Celorrio sino por la de Verón Gormaz. Ahora, convertido en flamante Premio de las Letras Aragonesas, ya no tengo ninguna duda: Verón, el mejor y más aventajado tataranieto de Marcial, se ha convertido en el más importante escritor bilbilitano de su historia reciente. Este gran libro de poesía popular lo confirma una vez más.
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