Reseña de La luz sepultada de Irene Vallejo Heraldo de Aragón, 3 de noviembre de 2011 José Luis Melero La radicalización absoluta a que condujo la guerra civil hizo que los dos bandos enfrentados tuvieran su propia literatura bélica y que prácticamente solo los simpatizantes de cada uno de esos bandos, presos de la vorágine totalitaria, escribieran novelas para su propio consumo interno. Ante esa radicalización apenas quedaba espacio para los no totalitarios, para los liberales, para los republicanos moderados, para los representantes de esa tercera España que no era roja ni azul. Agustí Calvet, “Gaziel”, Clara Campoamor, Chaves Nogales, Morla Lynch… no tenían cabida. La luz sepultada, la primera novela de Irene Vallejo representa el compromiso con esa tercera España que perdió la guerra sin haber cometido otros delitos que su moderación, su lealtad a la República y su afán modernizador de un país en ruinas. El protagonista de La luz sepultada, Eduardo Valbuena, es el vivo ejemplo de esa España que, sin ser fascista ni revolucionaria, voló por los aires. Valbuena fue como Azaña, como Sánchez Albornoz, como Salvador de Madariaga, un hombre que creyó que esa tercera España era posible. Por eso la novela de Irene Vallejo se entronca con la mejor de las corrientes literarias de la narrativa sobre la guerra: con aquella que trató de poner cordura, sensatez, buen juicio y sentido común en un país que había perdido la cabeza. Y esa tercera España, la que representaba mejor que ninguna la libertad, la tolerancia, el conocimiento, la luz, en definitiva, quedó arrumbada y sepultada. De ahí el título: La luz sepultada. La novela de Irene se desarrolla en Zaragoza desde junio hasta octubre de 1936, y cuenta por tanto los preparativos de la guerra y los primeros meses de ésta. El protagonista, Eduardo Valbuena, es un oficial de correos, admirador de Azaña y militante de Izquierda Republicana. Valbuena está casado con Aurora, una mujer medrosa y poco decidida, y ambos tienen una hija adolescente, Valentina, una muchacha inteligente y buena lectora que tendrá que madurar abruptamente por la fuerza de los hechos. Junto a ellos, el otro gran protagonista de la novela es el padre de Eduardo, el abuelo Vicente, maestro carpintero asalariado del ejército, que discute de política con su hijo y no le perdona a Azaña la aprobación en las Cortes del Estatuto Catalán. Todos y cada uno de estos personajes, algunos de ellos con orientaciones políticas distintas y aun contrapuestas, representan una forma diferente de entender la vida. En la novela de Irene Vallejo está presente y se respira todo el ambiente que debió de vivirse en aquellos desgraciados meses: la crispación, la tensión, las amenazas y la incertidumbre antes de la sublevación; la represión, las delaciones, las detenciones, los fusilamientos después de ella. La creación de esa atmósfera es uno de los grandes aciertos de la novela. Y como hilo conductor de ésta, el miedo, un miedo irrespirable que recorre la novela de principio a fin: miedo por el pasado, miedo al presente y miedo al futuro, un miedo que “es más fuerte, más auténtico que el amor”. Antes del golpe militar hay miedo, pues se percibe la catástrofe que puede llegar, la sublevación que todos consideran ineluctable. Tras el 18 de julio en la novela sigue vivo el miedo, ahora centrado en la nueva situación, pues una familia republicana como la de los protagonistas, por moderada que sea, sabe que no puede confiarse ni estar tranquila; y después de que se precipiten los hechos, ya en octubre de 1936, de nuevo habrá miedo, esta vez al futuro, a ese nuevo “espacio desfigurado, acechado por los fantasmas de una larga pesadilla”. A todos los personajes los cambiará la guerra. La hija adolescente, Valentina, tendrá que madurar demasiado deprisa, empujada por la fuerza de los acontecimientos, sobrecogida y sobrepasada por unos trágicos sucesos que no espera, que desde luego no desea, y que marcarán su vida para siempre. Pasa en unos pocos meses de ser una adolescente feliz y despreocupada a cargar con responsabilidades y a tomar decisiones que exceden con mucho de lo que le habría tocado vivir en otro momento histórico menos convulso. Ese desconcierto, que pesa en los protagonistas como una losa, está muy presente en la novela. El abuelo Vicente, que solo tenía dos pasiones en su vida, su hijo y el ejército, verá cómo ambas se desvanecen para siempre y le dejan sumido en un estado de desvalimiento tan hondo que le conduce prácticamente al desvarío; y Aurora, la esposa de Eduardo Valbuena, que antes se escondía siempre ante los problemas, afrontará por fin la realidad de los hechos y hará frente a una situación desesperada. Irene Vallejo narra esa metamorfosis de los personajes, ese tránsito de la luz a las tinieblas, con un estilo poético muy depurado y con una prosa limpia y clara marca de la casa. Y se centra mucho en las pequeñas cosas de cada día, en lo cotidiano, lo que hace a la novela tierna y conmovedora. La luz sepultada es la novela que ningún interesado por la guerra civil en Aragón ni por la Zaragoza de la época deberá dejar de leer.
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