Prólogo

José Luis Melero

 

 

Podría decirse que aprendí a leer con el Heraldo de Aragón en las manos. En casa de mis padres se recibía -y aún se recibe- el Heraldo todos los días y yo comencé a leerlo desde que era niño. Durante muchos años, el martes nos peleábamos por ser los primeros en cogerlo para leer toda la información sobre el partido del Zaragoza del domingo, pues el lunes, claro está, el Heraldo no se publicaba. Ahora todo esto parece cosa de la Edad Media, pues el mismo domingo, si por casualidad no has visto el partido de tu equipo en televisión o en el ordenador, tienes ya en internet los goles de tu equipo. En el supuesto, no frecuente en el Zaragoza de las últimas temporadas, de que los haya marcado. Algo más tarde comencé a tener mis periodistas favoritos, a los que leía con el fervor con el que sólo se lee en la adolescencia: Pascual Martín Triep, Fabio Mínimo, el gran comentarista de política internacional, a quien el Régimen había represaliado y despojado de la dirección del periódico, y Andrés Ruiz Castillo, Calpe, el eterno subdirector del Heraldo (trabajó en él hasta octubre de 1988, cumplidos los ochenta años) y el último representante del periodismo de antes de la guerra, a quien Antonio Mompeón se había llevado al periódico en 1929 y que había cubierto como enviado especial los consejos de guerra de la sublevación de Jaca y entrevistado a Luis Buñuel en 1930 tras el estreno en Zaragoza de Un perro andaluz. Casi nada. Pero también leía siempre a José María Doñate, José Vicente Lasierra Rigal, el inolvidable Javal, Alfonso Zapater, Joaquín Aranda… y, desde luego, a Juan Domínguez Lasierra, durante muchos años el hombre de la cultura en Heraldo. Cuando yo era un muchacho, a Juan el periódico lo enviaba a cubrir las conferencias. En aquellos años, si alguien significativo daba una conferencia en la ciudad, el Heraldo mandaba allí a un periodista, que al día siguiente glosaba el acto en el periódico. Ese trabajo lo hizo muchas veces Domínguez Lasierra, que también, si podía y lo dejaban, aprovechaba para entrevistar al conferenciante de turno. Guardo no pocos recortes de aquella época, entre ellos una larguísima entrevista que Juan le hizo a Dionisio Ridruejo el 16 de marzo de 1975 (con toda seguridad una de las últimas, si no la última, que el poeta concedería, pues iba a morir tres meses más tarde) y que tituló “Dionisio Ridruejo, entre literatura y política”. En ella se anunciaba que al día siguiente Ridruejo comentaría en el Ateneo su poesía, así que allí me fui yo, al salón de actos del Casino Mercantil, el día 17, a conocer a Ridruejo. Y fue el primer gran escritor al que escuché, con el que conversé y que me firmó sus libros, gracias a aquella entrevista de Juan.

Un poco más tarde, a finales de los 70, Domínguez Lasierra comenzó a publicar libros. Y le cogió tanto gusto a la cosa, que no ha parado hasta hoy. Todos sin excepción los ha dedicado a Aragón, con lo que se ha convertido, le guste o no, en uno de los escritores más aragonesistas de la historia. Ni yo, aragonesista convicto y confeso desde que tengo uso de razón, me he atrevido a tanto. Cuando una vez le pregunté a Ana María Navales por Juan, pues hacía mucho que no lo veía ni sabía de él, me contestó algo que no he olvidado nunca: “Por ahí anda, con sus baturros”. Era la época en que Juan estaba trabajando sobre las diferentes colecciones de cuentos aragoneses de finales del siglo XIX y principios del XX, y sobre autores tan olvidados como Romualdo Nogués, Alberto Casañal, Gregorio García-Arista y compañía, cosa que a la muy anglófila y “bloomsburiana” Ana María le debía de escandalizar sobremanera.

Así pues, en 1979, año en que poco más o menos se desarrollaría esa escena con Ana María, Juan, después de haber dado ya a las prensas su colección de cuentos infantiles aragoneses y su selección de relatos aragoneses de brujas, demonios y aparecidos, estaba publicando su antología de cuentos aragoneses, que tituló con gran acierto Cuentos, recontamientos y conceptillos aragoneses, que editó en dos volúmenes la benemérita “Colección Aragón” de la Librería General y que habría de conocer una reedición en el año 2010, a la que, para homenajear y dar la razón a Ana María, Juan tituló ¡Chufla, chufla…! Cuentos, recontamientos y conceptillos aragoneses. Con ese ¡Chufla, chufla…! definitivamente los baturros habían ganado la partida. Después Juan siguió publicando excelentes libros sobre Aragón: sus dos tomos sobre el Aragón legendario, en 1984 y 1986, que se reeditarían en 2009, su estudio sobre las revistas literarias aragonesas en 1987, su bibliografía jarnesiana un año más tarde, o su extraordinario trabajo sobre la literatura en Aragón y sus fuentes en 1991. En 2003 editó un libro fundamental para Zaragoza: Visión de Zaragoza (Testimonios literarios de una ciudad bimilenaria), que se complementaría con su libro sobre los viajeros por Aragón de 2014. Y así, sin pretender agotar su extensa bibliografía, siguió publicando más libros aragoneses: Los biznietos de Gracián. Las letras en Aragón (2005), El cuentacuentos aragonés para leer a los niños (2011), Aragón en el país de las maravillas (2012) o Los cisnes aragoneses. De Marcial a los penúltimos poetas (2013), una exhaustiva antología de la poesía aragonesa, en la que el poeta que no aparezca ya puede ir pensando en suicidarse. Y mientras tanto y a la vez, estudió el Pedro Saputo, en un librito precioso de la “Colección Boira”, editó a José Manuel Blecua en las “Ediciones de Heraldo de Aragón”, dedicó monografías a José García Mercadal, Julio Bravo o José Llampayas, y se encargó de la edición facsímil de la zaragozana revista Pilar. Todo, según se observa, tan aragonés como para que, a no tardar, le den el Premio Aragón, el de las Letras Aragonesas o lo hagan hijo predilecto de Zaragoza, pues nadie, casi ni su compañero en las páginas del Heraldo Luis Horno Liria, ha dedicado toda a su obra, absolutamente toda, a estudiar, siempre con el máximo rigor, asuntos aragoneses.

Su librito más raro, que a lo mejor sólo guardamos media docena, es un folletín en cuarenta y nueve entregas que publicó en Heraldo de Aragón entre julio y agosto de 2003 y que tituló Juan Palomo y el verano filosofal. Yo recorté aquellas entregas y las vestí y encuaderné con decoro para conservarlas y que tuvieran, en verdad, forma de libro. Para ser del todo feliz sólo me faltaría encontrarlo.

Ahora, Juan nos entrega este Aragón en la literatura, compendio de muchos de sus estudios anteriores, a los que completa con gran cantidad de datos nuevos o desconocidos. Es un ejercicio de erudición asombroso, en el que comparecen todos los que han hablado de nosotros en sus libros: desde el marqués de Santillana a Shakespeare, de Lope de Vega o Tirso de Molina a Víctor Hugo, de María de Zayas a José Martí, de Quevedo a Orwell, o de Clarín a García Márquez o Peter Handke. Un inventario excepcional de escritores y, en muchos casos, una antología de textos que se leen con pasión y con el interés añadido por saber qué han escrito sobre nosotros algunos de los más grandes escritores de todos los tiempos. Con pocos libros podremos disfrutar más los aragoneses amantes de nuestra historia y de nuestras letras.

No es éste un libro sólo para especialistas o filólogos. Es un libro sencillo y apasionante que interesará a todos sin distinción, y que nos cuenta, desde Marcial o el Cid Campeador hasta hoy mismo, qué se ha dicho de Aragón en la literatura, cómo vio Bécquer el Moncayo, cuándo visitó Virginia Woolf Zaragoza o qué versos inspiró el Monasterio de Piedra a Gerardo Diego. Cualquier interesado en saber qué presencia tiene lo aragonés en la literatura mundial, española o propiamente aragonesa, va a gozar con este regalo impagable que nos hace Juan Domínguez a mayor gloria de Aragón y su cultura. Y sólo alguien muy enamorado de esta tierra podía haber dedicado tantas energías a compilar todas las referencias que a ella se hacen en la literatura. Para ser una tierra “dura y salvaje”, según nos cantaba “La Bullonera”, Aragón sigue teniendo una enorme cohorte de secretos enamorados, entre los que Juan Domínguez sobresale como uno de los más perseverantes.

Cuando un maestro reconocido por todos pide a uno de sus alumnos que le prologue un libro, o el alumno ha triunfado y es hombre celebérrimo, o el maestro es de una generosidad y delicadeza fuera de lo común. El maestro Domínguez es de esta última estirpe y el discípulo Melero se siente hoy feliz como una perdiz por prologar a quien tanto empeño y talento ha puesto en fijar la presencia de Aragón en la literatura.

                                                               José Luis Melero