Primitivo Lahoz en la Cuesta de Moyano
José Luis Melero
Heraldo de Aragón, 18 de marzo de 2001
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Siempre fue frecuente encontrar escritores entre quienes se han dedicado al noble oficio de comerciar con libros viejos. Generalmente los libreros de viejo (o de antiguo, de lance o de ocasión, que de todas esas formas también se les conoce) han escrito libros de investigación bibliográfica, que es naturalmente el terreno donde se sienten más cómodos. Recordemos que grandes bibliógrafos han sido en el último siglo los libreros catalanes Antonio Palau y Dulcet -autor del imprescindible Manual del Librero Hispano-Americano- y Josep Porter, el madrileño Francisco Vindel y nuestro admirado Inocencio Ruiz. También Francisco Beltrán, librero y editor de la calle del Príncipe en Madrid, que publicó entre otros una Biblioteca Bio-Bibliográfica en 1927 y su conferencia de 1931 sobre El Libro y la Imprenta. O Melchor García, que tuvo librería en la madrileña calle de San Bernardo y fue autor de El libro viejo y el librero en 1936. También han sido los libreros de viejo consumados memorialistas y a no pocos de ellos les debemos algunos de los más curiosos y sorprendentes libros de memorias que uno recuerda. Pensemos en las del valenciano Vicente Salvá (1786-1849), el aragonés Mariano Cabrerizo (1785-1868) o el burgalés Dionisio Hidalgo (1809-1866), autor también de un Diccionario General de Bibliografía Española. Y en el último siglo las de los nombrados Palau, Ruiz y Francisco Vindel, las del padre de éste, Pedro Vindel, o las de aquel extraordinario librero madrileño que se llamó Julián Barbazán. En estos últimos años ha crecido considerablemente el número de libreros escritores y, dejando aparte los casos del andaluz Abelardo Linares y de nuestro convecino y antiguo librero en el rastro zaragozano Fernando Jiménez Ocaña, que son ante todo escritores y editores ocupados por esas cosas del azar en negociar con libros viejos, han dado trabajos a las prensas Francisco Javier Asín, José Blas Vega, Luis Llera o Rodolfo Plana, entre otros muchos. Pero un caso curioso y hoy olvidado de casi todos fue el del aragonés Primitivo Lahoz, dueño de un puesto de libros en la Cuesta de Moyano en Madrid y autor él mismo de algunos que luego analizaremos. Sabemos que nació, probablemente hacia 1886, de familia humilde, y que pudo haberlo hecho "junto al Moncayo", pues así lo dejó escrito en unos de sus poemas. Apenas asistió a la escuela y fue mozo de hospital en Zaragoza y encargado de llevar los cadáveres de un lado para otro. Luego vendió libros a plazos y acabó de librero en Madrid, llegando a ser Presidente de los libreros de viejo. Murió en 1967. Cansinos Assens, que lo retrató magistralmente, nos lo describe como "un hombre bajo, recio, de aire campesino", un tanto misógino y muy parlanchín, de los que "cuando coge la palabra es difícil que la suelte pues las va lanzando en cadeneta". Tenía un alto concepto de sí mismo ("cualquier día me ve usted en la Academia", le decía al escritor sevillano José Mas) y despreciaba a los escritores "bohemios, alcohólicos y mujeriegos" que acaban en "los hospitales o las cárceles, como ese pobre Vidal y Planas", pues fue al parecer un hombre metódico y extraordinariamente ordenado en su vida privada: no fumaba ni bebía, hacía gimnasia sueca todos los días y levantaba pesas de cien kilos. En política se tenía por radical y decía de sí mismo que era más anarquista que Baroja y más heterodoxo que Unamuno. Como era moneda corriente entre los izquierdistas de la época fue también ferozmente anticlerical, aunque Cansinos no perdía ocasión de zaherirle y contaba que cuando un sacerdote le llamaba para pedirle precio por unos infolios "el librepensador cambia instantáneamente de actitud, corre allá y lo vemos inclinarse servilmente amable ante el cliente ensotanado". El bueno de don Primitivo era objeto de todo tipo de chanzas desde que en uno de sus libros, al describir el desfile por las calles de Madrid de una compañía de Dragones ecuestres formada de a ocho, escribió que "los soldados, con sus gorras de plato y sus sables colgantes, se yerguen llenos de fanfarria sobre los paquidermos, como conquistadores". Cuando le hacían irónicos comentarios sobre aquellos paquidermos, Lahoz contestaba airado y ofendido que no sólo los elefantes eran paquidermos sino que los caballos también lo eran: "solípedos y paquidermos", insistía Lahoz; y para probarlo tomaba un viejo diccionario de la Academia y allí efectivamente figuraba que los caballos eran solípedos y paquidermos. El filósofo Julián Marías, que le dedica unas líneas en sus memorias, es más amable con nuestro librero: "En la cuesta de Claudio Moyano había, en la caseta número 9, un vendedor muy culto y amable, siempre afectuoso con los chicos, con aire de persona venida a menos, a quien llamábamos por no conocer su nombre, Don Nueve. Después supe que se llamaba Primitivo Lahoz, y le compré muchos años, en una relación sumamente cordial". Tienen también un gran recuerdo de Lahoz los dos únicos libreros de la Cuesta Moyano que le conocieron entre los que hoy se encuentran en activo. Para José Fernández Berchi, una institución en el mundo del libro viejo, que ha cumplido 76 años y lleva trabajando en Moyano desde los 14, "Lahoz, que fue un gran amigo de mi padre, era un hombre extremadamente cordial. Era además muy culto y se hallaba muy vinculado al Ateneo". Alfonso Ruidavets González, el otro librero que le conoció, un clásico entre los clásicos en la Feria de Libros madrileña, de quien ha escrito páginas memorables Andrés Trapiello en sus Diarios, también le recuerda con afecto. Llegaron a trabajar juntos algunos meses y él le creía nacido en un pueblo de Teruel. Lahoz publicó en 1924 un libro de poemas titulado Oro de Ley, del que el propio autor proclamaba sin ningún rubor que se trataba de un "libro de sana poesía, a través del cual pasa un soplo de naturaleza y de virilidad (sic)". Su comienzo, para desgracia de exegetas, no podía ser más desalentador: “Salud hermanos! De los cielos del arte vengo a hablaros en nombre del amor fraternal; que mi lira mitigue vuestras luchas y aparte de vosotros los odios fervorosa y cordial; que mis versos flameen cual glorioso estandarte de un reinado de amor en un reino ideal; y a vosotras, mujeres, tan amantes y hermosas, os doy mi corazón entre un ramo de rosas”. Si éste era el poema que abría el libro (para lo que los poetas suelen elegir el que creen mejor de los suyos, con la sana intención de que el lector quede atrapado sin remedio y continúe la lectura) imagínense ustedes cómo son los restantes. Destaquemos que en su poema "Soy de Aragón" se inventó un linaje ilustre y, en pleno ataque de megalomanía, se hizo descender del Rey monje y de "un almogávar fiero que conquistó la Tracia". De 1926 data su novela La tormenta en mi jardín, narración disparatada que cuenta los amoríos entre un joven aragonés que reside en Madrid y la hija de los dueños de la pensión en que se hospeda. Su novia se quedará embarazada y morirá al nacer su hijo, aunque aún les dar tiempo a casarse in artículo mortis. Como muy bien recordaba Ruidavets en su caseta de Moyano "fue padre, esposo y viudo a la vez". Una antigua novia suya, conmovida al saberlo viudo y con un hijo recién nacido, decidirá perdonarle antiguos agravios y hacerle olvidar con prontitud la desgracia sufrida. La narración, de argumento mínimo, está llena de digresiones para hincharla de forma deliberada y convertir así en novela lo que apenas hubiera dado para un cuento breve. En este libro se anunciaba la publicación de una serie de conferencias leídas por Lahoz en Radio Ibérica, en mayo de 1926, con el título de “El libro a través de los siglos”, que no hemos llegado a ver. Publicó además unas Curiosidades matemáticas: brujerías de los números, adivinaciones, ingeniosidades, cuatro clases de multiplicación, etc. Y un Apéndice sobre la procedencia de los números misteriosos y los capicúas, cuya segunda edición, que es la que he consultado, se imprimió en 1925. De ahí que Cansinos pusiera en labios de Lahoz: "Yo hago prosa y verso... y además también cultivo la ciencia en los ratos de ocio". Cultivar la ciencia llamaba don Primitivo a escribir este pequeño libro de juegos con los números, que no es con todo el peor de los suyos. Veamos algunas de las curiosidades que nuestro librero nos enseñaba: multiplicando por 9 la cantidad 12345679 se obtienen todo unos; y multiplicando dicha cantidad por cada uno de los múltiplos de 9, o sea, 18, 27, 36, etc., hasta 81, se obtienen productos de una sola cifra repetida. Así: si multiplicamos dicha cantidad por 27 se obtienen todo treses, si la multiplicamos por 63 todo sietes, etc. O nos mostraba cómo los siguientes números, multiplicados entre sí, dan por resultado todo unos: 3 x 37= 111; 11 x 101= 1111; 41 x 271= 11111; 239 x 4649= 1111111. Duplicando, triplicando, cuadruplicando, etc., cualquiera de los dos factores, se obtienen doses, treses, cuatros, etc. Y así entre versos, prosas y modestos juegos matemáticos pasó su vida don Primitivo Lahoz, aquel librero aragonés de la Cuesta Moyano que hizo desfilar a los soldados españoles sobre rozagantes paquidermos por las calles de Madrid.
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