Presentación de La luz sepultada de Irene Vallejo

(Palacio de Sástago, 25, de noviembre de 2011)

José Luis Melero

La radicalización absoluta a que condujo la guerra civil hizo que los dos bandos enfrentados tuvieran su propia literatura bélica y que prácticamente solo los simpatizantes de cada uno de esos dos bandos, presos de la vorágine totalitaria, escribieran novelas para consumo interno de los mismos: por citar algunas del bando republicano, recordaremos muchas de las novelas de Max Aub, Contraataque de Sender, Acero de Madrid de José Herrera Petere o En aquella Valencia de Esteban Salazar Chapela; y entre las del bando nacional podríamos citar las novelas de Rafael García Serrano, la famosa Madrid de Corte a Checa de Agustín de Foxá, Checas de Madrid de Tomás Borrás o algunos libros de Jacinto Miquelarena (Cómo fui ejecutado en Madrid, por ejemplo, en el que ataca sin piedad a Corpus Barga, Azaña o Bergamín, de quien, cuando nació, sus padres no sabían (cito) “si aquello era niño, niña o salmonete”, o El otro mundo, en el que narrará su experiencia como refugiado en la embajada de Argentina los primeros meses de la guerra). Y ya que estamos en Zaragoza y vamos a hablar luego de Zaragoza, habría que recordar que este Jacinto Miquelarena, el suicida más famoso de la Falange, fue el suegro de José María Zaldívar, “El Vigía de la Torre Nueva”, popular personaje zaragozano a quien muchos recordamos por sus alocuciones en Radio Zaragoza, quien culpó directamente al entonces director de ABC Luis Calvo de la muerte de su suegro, y que sería por ello desterrado y multado como culpable de un delito de injurias. Miquelarena se arrojó al metro en París la mañana del 10 de agosto de 1962, poco después de haber recibido una carta del director de ABC, del que Miquelarena era entonces corresponsal, cuyo contenido, insultante al parecer, podría haber empujado al escritor a tomar la decisión de acabar con su vida.

Ante esa radicalización de la que hablábamos, apenas quedaba espacio para los no totalitarios, para los liberales, para los republicanos moderados, para los representantes de esa tercera España que no era roja ni azul. Agustí Calvet, Gaziel, Clara Campoamor, Chaves Nogales, Morla Lynch… no tenían cabida. La luz sepultada, la primera novela de Irene Vallejo, viene a poner en valor la actitud de aquellos hombres y mujeres tolerantes, y representa el compromiso con esa tercera España que perdió la guerra sin haber cometido otros delitos que su moderación, su lealtad a la República y su afán modernizador de un país en ruinas. El protagonista de La luz sepultada, Eduardo Valbuena, es el vivo ejemplo de esa España que, sin ser fascista ni revolucionaria, voló por los aires. Eduardo Valbuena fue como Azaña, como Sánchez Albornoz, como Salvador de Madariaga, un hombre que creyó que esa tercera España era posible. Por eso la novela de Irene Vallejo se entronca con la mejor de las corrientes literarias de la narrativa sobre la guerra: con aquella que trató de poner cordura, sensatez, buen juicio y sentido común en un país que había perdido la cabeza. Y esa tercera España, la que representaba mejor que ninguna la libertad, la tolerancia, el conocimiento, la luz, en definitiva, quedó arrumbada y sepultada. Y se pasó de la luz a la oscuridad de la guerra. De ahí el título: La luz sepultada.

La novela de Irene se desarrolla en Zaragoza desde junio hasta octubre de 1936, y cuenta por tanto los preparativos de la guerra y los primeros meses de ésta. El protagonista, Eduardo Valbuena, es un oficial de correos, admirador de Azaña y militante de la izquierda moderada que representa Izquierda Republicana, cuyo mayor deseo es que España se parezca un día a Inglaterra. Valbuena está casado con Aurora, una mujer medrosa y poco decidida, a la que le cuesta comprender muchas veces la gravedad de las situaciones que está viviendo, y ambos tienen una hija adolescente, Valentina, una muchacha inteligente y buena lectora, que está a punto de obtener el título de maestra y que tendrá que madurar abruptamente por la fuerza de los hechos. Junto a ellos, el otro gran protagonista de la novela es el padre de Eduardo, el abuelo Vicente, maestro carpintero asalariado del ejército, casado tres veces, colérico en ocasiones pero en el fondo fácil de manejar, que discute de política con su hijo y no le perdona a Azaña la aprobación en las Cortes del Estatuto Catalán. Todos y cada uno de estos personajes, hábilmente cincelados por Irene y ricos en matices, algunos de ellos con orientaciones políticas distintas y aun contrapuestas, representan una forma diferente de entender la vida.

En la novela de Irene está presente y se respira todo el ambiente que debió de vivirse en aquellos desgraciados meses: la crispación, la tensión, las amenazas y la incertidumbre antes de la sublevación; la represión, las delaciones, las detenciones, los fusilamientos después de ella. La creación de esa atmósfera es uno de los grandes aciertos de la novela. Y como hilo conductor de ésta, el miedo, un miedo irrespirable que recorre la novela de principio a fin, pues no en balde el libro de Irene comienza y termina con esa palabra, miedo, miedo por el pasado, miedo al presente y miedo al futuro, un miedo que (cito) “es más fuerte, más auténtico que el amor”. Antes del golpe militar hay miedo, pues se percibe la catástrofe que puede llegar, la sublevación que todos consideran ineluctable. Tras el 18 de julio en la novela sigue vivo el miedo, ahora centrado en la nueva situación, pues una familia republicana como la de los protagonistas, por moderada que sea, sabe que no puede confiarse ni estar tranquila, miedo a la criada, a la que no se pueden hacer confidencias, a los vecinos…; y después de que se precipiten los hechos, ya en octubre de 1936, de nuevo hay miedo, esta vez al futuro, a ese nuevo “espacio desfigurado, acechado por los fantasmas de una larga pesadilla”.

A todos los personajes los cambiará la guerra. La hija adolescente, Valentina, tendrá que madurar demasiado deprisa, empujada por la fuerza de los acontecimientos, sobrecogida y sobrepasada por unos trágicos sucesos que no espera, que desde luego no desea, y que marcarán su vida para siempre. Pasa en unos pocos meses de ser una adolescente feliz y despreocupada a cargar con responsabilidades y a tomar decisiones que exceden con mucho de lo que le habría tocado vivir en otro momento histórico menos convulso. Ese desconcierto, que pesa en los protagonistas como una losa, está muy presente en la novela. El abuelo Vicente, que solo tenía dos pasiones en su vida, su hijo y el ejército, verá cómo ambas se desvanecen para siempre y le dejan sumido en un estado de desvalimiento tan hondo, tan hondo, que le conduce prácticamente al desvarío; y Aurora, la esposa de Eduardo Valbuena, que antes se escondía siempre ante los problemas, cogerá por fin el toro por los cuernos y hará frente a una situación desesperada. Irene Vallejo narra esa metamorfosis de los personajes, ese tránsito de la luz a las tinieblas, con gran maestría, con un estilo poético muy depurado y con una prosa limpia y clara marca de la casa, esa prosa a la que ya todos los lectores de sus columnas en el “Heraldo” estamos acostumbrados. Y se centra mucho en las pequeñas cosas de cada día, en lo cotidiano, lo que hace a la novela tierna y conmovedora.

Irene se ha documentado de forma exhaustiva para escribir esta novela, que tiene un ritmo muy ágil, muy vivo, muy periodístico. Pero, como debe ocurrir siempre en las grandes novelas de ficción, esa documentación (que procede no solo de los libros de historia sino también de lo que Irene ha aprendido por tradición oral) no solamente no nos apabulla sino que apenas se nota, y no interfiere para nada en lo que es lo principal: la narración de los hechos, el suspense por la suerte que correrán los protagonistas tras el golpe del 18 de julio.

La Zaragoza de 1936 es también la gran protagonista de la novela. Y esto nos hace felices a los zaragozanos que amamos Zaragoza, a los que siempre pensamos que el solo hecho de desarrollar una novela en París, Barcelona o Nueva York no la hace necesariamente mejor. La ciudad está presente en casi todas sus páginas: la fábrica de chocolates Orús, con sus dos torres y sus enormes vanos, la plaza del Portillo, el Paseo Independencia, el edificio de Correos, al que va Valentina a buscar a su padre, la calle Agustina de Aragón, donde viven, con vistas a Conde Aranda, el bombardeo sobre el Pilar, mi paseo de Sagasta… Me gusta que Irene haya decidido situar su novela en Zaragoza (como sin complejos han hecho ya en los últimos años grandes escritores aragoneses como José María Conget, mi llorado Félix Romeo, Ismael Grasa, Manuel Vilas, Daniel Gascón, Fernando Sanmartín, Víctor Juan o Rodolfo Notivol); y me gusta que recuerde a Francisco Cebrián y Fernández de Villegas, profesor de matemáticas de Valentina en el Instituto Goya de Zaragoza y cuñado de Julián Besteiro, otro representante de la izquierda moderada que fue represaliado tras la guerra y enviado a Huesca a dar clases de alemán.   

Irene, termino ya, se ha hecho heredera de una larga tradición. Algunos de los más grandes escritores aragoneses han escrito sobre la guerra: Sender el que más, pero también José Antonio Giménez Arnau, aquel hijo del notario Giménez Gran, falangista de primera hora y colaborador de Dionisio Ridruejo en el Servicio de Prensa y Propaganda, Romualdo Sancho Granados, José Ramón Arana, con su extraordinaria El cura de Almuniaced, Eduardo Valdivia y su Arre Moisés, mis añorados José Antonio Labordeta e Ildefonso Manuel Gil, Benjamín Jarnés, desde luego, Santiago Lorén, Antonio Rabinad (hijo de aragoneses y orgulloso de serlo como hizo constar siempre en sus notas biográficas), Ramón Gil Novales, Félix Teira, José Giménez Corbatón, Ramón Acín o Víctor Juan Borroy, sin olvidar el fantástico Enterrar a los muertos de Ignacio Martínez de Pisón, que deslumbró al mismísimo Mario Vargas Llosa. Entrar en esa tradición, con una novela espléndida y al lado de tan grandes nombres, le asegura a Irene ya para siempre un puesto de honor en nuestras letras.