No he conocido mundo como Conrad ni he vivido dos guerras como Sender que al menos me sirvieran para haber escrito algo que pudiera parecerse a Imán y Contraataque. No he padecido la hambruna como Pedro  Luis de Gálvez o Armando Buscarini ni el frío de las cárceles como Alfonso Vidal y Planas tras asesinar a Luis Antón del Olmet. Ni siquiera he viajado al corazón de revolución alguna a diferencia de lo que hicieron Gide, Pla o Vallejo con la Rusia soviética. No he sido mujeriego como Simenon, ni me casé con una cupletista como Tomás Borrás, ni podría haberlo hecho hoy con una de las amantes del Negus de Abisinia como José Francés. No me he bebido la vida como Manuel Paso y tampoco he descendido a los infiernos como Rimbaud. Uno ha llevado y lleva una vida burguesa y moderadamente ordenada, muy alejada de los avatares y las peripecias de tantos otros ¿Qué me ha salvado entonces de la rutina y el aburrimiento? ¿Quiénes han hecho posible que uno pueda conocer la revolución del 17 o la Guerra de África como si alguna vez hubiera estado allí? Los libros, naturalmente. Todo lo poco que uno sabe lo ha aprendido en los libros y éstos han sido mis compañeros inseparables durante toda mi vida.

Siempre me recuerdo leyendo y así acabé con los años convirtiéndome en un peculiar bibliófilo que hizo de la necesidad virtud y, tras mirar el fondo de sus bolsillos, decidió que iban a gustarle los libros humildes y los autores raros y olvidados, aquellos de los que nadie se ocupó durante muchos años y cuyas primeras ediciones podían adquirirse por muy poco dinero. Con lo que costaba una primera edición de Valle Inclán uno podía comprarse media docena de ejemplares de autores como Villegas Estrada, Isaac del Vando Villar, Ángel Samblancat, Rafael Pamplona Escudero o incluso Alejandro Sawa. Si los encontraba claro, que ahí residía lo atractivo del reto. Hoy desde luego esos tiempos han pasado a la historia y ya apenas quedan territorios vírgenes por explorar.

Decía que me convertí en un bibliófilo, pero ¿qué es esto de la bibliofilia y de los bibliófilos? La bibliofilia es como todo el mundo sabe la pasión por los libros y, especialmente, por los raros y curiosos. El bibliófilo siente por tanto una pasión desaforada y desmedida por los libros. En esa “pasión” radica la diferencia del bibliófilo con esos muchos otros que también se confiesan “amantes de los libros”. Hay muchas personas ilustradas, con buenas bibliotecas, que siguen con interés los suplementos literarios y las novedades editoriales, lectores avezados en definitiva, pero a los que difícilmente podría calificárseles de “bibliófilos”. Son esas personas a las que les da igual una edición en rústica que otra bien encuadernada, una primera edición que una tercera, y que no entienden que se puedan pagar cantidades importantes por una edición príncipe del Romancero Gitano cuando puede encontrarse y leerse en una edición actual. Por tanto hay excelentes lectores y hombres de cultura, es decir, gentes  que “aman los libros”, que no son en absoluto bibliófilos. Es más, que la bibliofilia les parece una perversión peligrosa. Simplemente porque ellos no buscan los mejores ejemplares, los más raros y curiosos, los más difíciles de encontrar, sino que consideran al libro sólo como un vehículo transmisor de cultura y por tanto, para tal fin, lo mismo les da una edición o una encuadernación que otra. Les basta a veces con unas simples fotocopias. Éstos desde luego son -ya lo hemos dicho- buenos lectores, cosa que no siempre ocurre con los bibliófilos, entre los que suele ser frecuente encontrar quienes no leen jamás los libros que compran.

Así pues no debemos sacralizar ni sobrevalorar la denominación misma de “bibliófilo”, ni pensar que estamos siempre ante gente de un gran nivel cultural e intelectual. Muchos de ellos son meros coleccionistas, algunos burdos especuladores o inversionistas y, en unos pocos casos, gente verdaderamente disparatada con méritos más que probados para recibir tratamiento psiquiátrico. La tipología es inagotable. Hay compradores compulsivos que adquieren todo lo que cae en sus manos a precio razonable, sea un catálogo de máquinas de coser, una novela de Zunzunegui o un tratado de esgrima; y fetichistas que buscan las dedicatorias, los autógrafos o los exlibris. Hay quienes sólo buscan libros antiguos (del siglo XVIII para atrás) y sienten un profundo desdén por los libros del siglo XX o incluso del XIX, y los hay por el contrario que sólo se  interesan  por los libros modernos y les importa una higa los libros antiguos. Hay entre estos últimos muchos que pagan cantidades desorbitadas por una rara primera edición de Luis Cernuda o Miguel Hernández que jamás pagarían esa cantidad por un libro del siglo XVII; y a los que les gustan los libros del siglo XVII les parece un disparate mayúsculo pagar esas cantidades por un libro de antes de ayer, como quien dice. Están también aquellos que sólo compran Quijotes, o libros escolares, o sólo góticos o elzevirianos, o incunables, o libros impresos por Ibarra, Sancha o Monfort, o sólo libros de poetas de la generación del 27. Recordemos que Neruda compraba Quijotes, que Monterroso compró durante mucho tiempo primeras ediciones de Joyce, Vallejo o Eliot, y que Walter Benjamin buscaba libros escritos por dementes y cuentos para niños. Hay quienes sólo compran libros ilustrados, o quienes los compran por la encuadernación, o por estar escritos en una determinada lengua, o por su carácter popular (literatura de cordel) o por pertenecer a una comunidad autónoma determinada (libros catalanes, aragoneses, extremeños...) Estos últimos se encuentran siempre clasificados bajo el epígrafe de “temas locales” y disfrutan de plúteo propio en todas las librerías de viejo.

Pero el único tipo de bibliófilo que debe interesarnos es el de quienes adquieren los libros para leerlos, estudiarlos o investigar sobre ellos, y a los que una paulatina educación del buen gusto ha ido inclinándoles a escoger las mejores ediciones, a buscar los libros más raros, los más difíciles, aquellos cuya posesión les proporcionará un placer  indescriptible. Suelen éstos escribir y dar a conocer sus trabajos y habitualmente tienen sus libros a disposición de los investigadores que desean consultarlos. Esta es la clase elevada entre los bibliófilos y la única que debe contar socialmente.

Uno, la verdad, tiene un poco de todo: es fetichista, pues reconoce que le gustan los libros dedicados; confiesa su perfil coleccionista, pues disfruta con los viejos libros aragoneses y lleva años buscando la primera edición de la Vida de Pedro Saputo, como si no tuviera ya seis o siete ediciones diferentes de ese mismo libro; y le gustaría pensar que han servido para algo algunos modestos trabajos de investigación que ha ido publicando. Tan raro y curioso al fin como los libros que busca.

José Luis Melero Rivas.