Fernando Villalón: Una anécdota zaragozana
José Luis Melero
[publicado en Delta, 36, septiembre de 1998]
Entre los poetas que integraron la Generación del 27 los críticos han distinguido siempre distintas categorías: la de los grandes maestros, en la que incluyen a Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Federico García Lorca, Luis Cernuda y Rafael Alberti; otra algo inferior, como si se tratara de familiares venidos a menos o un poco desvalidos, en la que suelen figurar Emilio Prados, Manuel Altolaguirre o Juan José Domenchina; y una tercera en la que ya no se trata de primeros espadas sino de poetas raros, un poco exóticos, como José María Hinojosa, Juan Chabás, Pedro Garfias, Juan Larrea, Concha Méndez, Rafael Laffón, Rogelio Buendía o Fernando Villalón. A este último nos vamos a referir seguidamente para relatar una pequeña anécdota zaragozana. Fernando Villalón, Conde de Miraflores de los Ángeles, nació en Morón de la Frontera en 1881 y fue condiscípulo de Juan Ramón Jiménez en el colegio de San Luis Gonzaga de los jesuitas del Puerto de Santa María, durante 5 años, de 1889 a 1894. Fue agricultor, anticuario, chamarilero de cuadros y ganadero. Caballista, enamorado del traje corto, la jaca y la garrocha, pidió en su testamento: "Que me entierren con espuelas/ y el barbuquejo en la barba/ que siempre fue mal nacido/ quien renegó de su casta". Villalón, hombre de una vitalidad desbordante, generosamente entregada siempre a causas perdidas, acabó arruinado pues sus negocios fueron siempre un tanto disparatados. (Cuenta Rafael Alberti que una vez adquirió, a cambio de magníficas tierras de olivares, una isleta desierta que desaparecía con las mareas altas para cazar "las nereidas de agua dulce del antiguo Betis sevillano". También montó un negocio para fabricar sucedáneos del carbón, que por supuesto fracasó estrepitosamente, pues producían al quemarse unos tremendos estampidos). Publicó tres libros de poemas (Andalucía la Baja, La Toriada y Romances del Ochocientos) y uno en prosa (Taurofilia racial) y murió en Madrid en 1930. Dirigió con Adriano del Valle y Rogelio Buendía la revista Papel de Aleluyas. Fue el único poeta muerto que Gerardo Diego incluyó en su famosa Antología de poesía española de 1932. Es riquísimo su anecdotario. Era muy supersticioso: una vez se le murió un mayordomo del cortijo -otras versiones hablan de su administrador, que vivía en la misma casa que el poeta- y no pudieron enterrarlo en el día al encontrarse ya el cementerio cerrado. Como no quería tener el cadáver en casa toda la noche le dio veinte duros al cochero del coche mortuorio para que estuviera toda la noche dando vueltas por las calles y los alrededores, haciendo tiempo y bebiendo lo que quisiera hasta que abriesen el cementerio por la mañana. Practicaba el hipnotismo y le gustaba la brujería, el ocultismo y el espiritismo y había sido excomulgado por varios obispos por estas prácticas. (Sus artículos teosóficos los publicó bajo el seudónimo de Álvaro de Mixena). Otra vez vivió seis meses en un sótano oscuro acompañado de una cabra y un sapo, alimentándose sólo de verdura, para alcanzar el nirvana. Proyectó la construcción de un silfidoscopio, nada más y nada menos que un aparato para ver las sílfides; y solía decir que el mundo se dividía en dos partes: Sevilla y Cádiz. Es muy conocido su testamento (en el que firmó como testigo el médico aragonés Eusebio Oliver Pascual). En él, después de nombrar albacea a José Bergamín, dejó escrito: "Maldigo al infame de mi hermano Jerónimo, que me hipotecó la casa de San Bartolomé, número 1, y luego me echó de ella; y a toda su descendencia, en caso de que Dios se la concediese para oprobio de la raza". Su ideal como ganadero de reses bravas era obtener un tipo de toro de lidia que tuviera los ojos verdes. Esa es la frase que ha quedado para la historia y por la que muchos empezamos a oír hablar de él antes de leerle. Para conseguir ese tipo de toro recurrió a los más disparatados cruces con vacas traídas de lejanos países. El resultado es que crió unos toros bravísimos y nerviosos -con sangre de búfalos y cuernos de grave media luna, llegaría a decir Gómez de la Serna- a los que los toreros les cogieron miedo. Juan Belmonte dijo de ellos que no se les podía torear y que serían los propios toros quienes acabarían toreando y estoqueando al torero, aunque en realidad los astados de Villalón no debían ser tan inapropiados para la lidia pues Belmonte acabó comprando la ganadería al poeta en 1925. Y aquí viene la anécdota zaragozana: en octubre de 1910 su toro Cuadrillero recibió ocho puyazos, mató cuatro caballos y recibió el privilegio de la vuelta al ruedo en la Plaza de Toros de Zaragoza. Villalón escribió de esta corrida lo siguiente: "la lidia de este toro entusiasmó tanto a los zaragozanos que no sólo aplaudieron al toro, al cual le dieron una vuelta al ruedo, sino que hicieron bajar al conocedor al ruedo, el cual trajo tabaco para todo el invierno". Parece, por tanto, que en Zaragoza sus toros no constituyeron uno más de sus fracasos y que sus esfuerzos ganaderos, al menos una tarde del Pilar zaragozano de hace casi ochenta y ocho años, tuvieron su justa recompensa.
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