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LA ZARAGOZA DE IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN
José Luis Melero (Turia, 105-106, marzo-mayo 2013) Como uno lo guarda todo (hasta que mi santa y paciente esposa me ponga un día en la calle con todo mi arsenal de papeles inservibles), conservo un artículo que Luis Alegre publicó el 12 de abril de 1992 en El Periódico de Aragón. Se titulaba “La ternura de Pisón” y jugaba, claro, con el título de la primera novela de Ignacio Martínez de Pisón, La ternura del dragón. Pero no era solo un juego de palabras. Aquel artículo de Luis Alegre quería significar o reconocer cuál era una de las características más destacadas de la personalidad de Ignacio: su enorme ternura, incluso malgré lui. Ignacio siempre nos inspiraba -nos inspira- ternura: igual cuando teníamos que explicarle qué cosa eran los jarretes, que cuando tratábamos de traducirle el significado de muchas palabras aragonesas, pues una infancia en Logroño le había distanciado del léxico habitual (garrampa, cuquera, esbafar, tozolón…) de los zaragozanos de pura cepa, especie a la que él pertenece por derecho propio pues desciende por vía materna de aquel Joaquín Cavero Tarazona, Conde de Sobradiel, que vivía en su palacio de la plaza de San Cayetano, hoy Colegio Notarial (en 1945 el notario José María Laguna Azorín pronunció en el Ateneo de Zaragoza una conferencia que tituló La vida de sociedad en Zaragoza de hace cincuenta años. “Las chicas” de aquellos tiempos, publicada al año siguiente, en la que el curioso, si sobrevive a la prosa arcaizante y ampulosa del ya para entonces rancio fedatario público, podrá conocer algunos avatares de tan aristocrática familia). Muchos de estos Cavero, a diferencia de otras linajudas familias aragonesas, que residían en su mayor parte en Madrid, permanecieron en la capital de Aragón y eligieron esta ciudad para vivir. Por tradición familiar le viene pues a Ignacio su íntima relación con Zaragoza. Conocí a Ignacio Martínez de Pisón en 1978, en las clases de italiano que Luisa Capecchi nos impartía en la Facultad de Letras. Éramos muy pocos alumnos. Un día me senté a su lado y ahí comenzó una amistad fraternal que dura hasta hoy. La primera Zaragoza que recuerdo, pues, de Ignacio, es la Zaragoza universitaria. En aquel curso destacaba por encima de los demás un coleccionista de matrículas, Antonio Pérez Lasheras, que sigue siendo hoy uno de nuestros más grandes amigos, y allí conoció Ignacio a María José Belló (hija del que fuera jugador y laureado entrenador del Real Zaragoza, Luis Belló), su novia de toda la vida, con la que acabaría casándose años más tarde. En la Facultad de Letras estaba, claro, José Carlos Mainer e Ignacio estuvo a punto de hacer con él una tesina de licenciatura -o comenzar directamente la tesis doctoral- sobre la literatura de la guerra de África. Leyó por entonces El blocao de José Díaz Fernández, Imán de Ramón J. Sender, La forja de un rebelde de Arturo Barea, Lo que vi en la guerra. Diario de un soldado de Eugenio Noel, Notas marruecas de un soldado de Ernesto Giménez Caballero, Tras el Águila del César y Tetramorfos de Luys Santa Marina, Abd-el-Krim y los prisioneros de Luis de Oteyza, Mi cautiverio en el Rif del sargento Basallo… Luego aquello quedó en nada, pues Ignacio desechó la posibilidad de dedicarse a la docencia o a la investigación y decidió ocupar sus energías en convertirse en un escritor profesional, pero me contagió una pasión por esa literatura que hizo que yo también, durante mucho tiempo, buscara y leyera los más raros libros que se escribieron sobre aquella guerra. En 2011, y tal vez como recuerdo y homenaje a esa época de su vida, Ignacio prologó la edición que Barril & Barral puso en las librerías de Cuatro gotas de sangre. (Diario de un catalán en Marruecos), de Josep Maria Prous i Vila, un extraordinario documento del paso del poeta reusense por Marruecos tras el desastre de Annual, que nunca antes había sido traducido al castellano. Por esa época, antes de que Ignacio se marchara a Barcelona a estudiar Filología Italiana, fuimos mucho al cine, pues los dos hemos sido apasionados cinéfilos. La Zaragoza de los cines es también parte importante en la vida de Ignacio. Cuando yo lo conocí apenas había publicado unos pocos artículos, todos ellos en la revista Pantallas y Escenarios. En ella escribió sobre cine e hizo críticas de películas. Luego ambos nos hicimos socios del Cine Club Gandaya, que nació en 1978 y que Alberto Sánchez Millán dirigió hasta su desaparición en 1991. Todas las semanas íbamos al Salón de Actos de la CAI en el paseo de la Independencia, donde tenía su sede el Gandaya, y veíamos la película que Alberto había programado y sobre la que nos repartía un enjundioso folleto o programa que también él había preparado. Allí vimos por primera vez, y nos causó una gran impresión, Man of Arán, de Flaherty, de 1934. Casi todos los cines a los que íbamos por aquella época ya han desaparecido: el Coliseo, el Rex, el Arlequín, antes Fuenclara, donde estuvo la Filmoteca, el Coso, el Avenida, el Actualidades, el Argensola, el Goya, el Gran Vía, el Latino, el Palacio… Nos queda, como un maravilloso vestigio de los viejos tiempos, el Cinema Elíseos, a cuyas sesiones muchos ya vamos militantemente, solo para procurar que le vaya muy bien, para que no lo cierren nunca. Y nos queda también el Palafox, que, aunque ciertamente ya no es el que fue, todavía mantiene en sus zonas nobles el empaque y el aroma de antaño. La Zaragoza de Ignacio Martínez de Pisón es también la Zaragoza de los cafés, a los que hemos sido siempre tan aficionados. Nuestro primer café fue el Café Levante de la calle Almagro, un café literario, con una larga tradición, el más antiguo que queda en Zaragoza. Allí, y también en un viejo bar de altas columnas que había en el Tubo, en la calle Mártires, entrando desde la plaza de España en la acera de la izquierda, “El Cantábrico”, hemos pasado muchas horas juntos, sobre todo antes de que Ignacio se marchara a vivir a Barcelona. Al Café Levante fuimos mucho con José Antonio Labordeta, pues era uno de sus cafés preferidos. Allí festejábamos con nuestras novias (a Ignacio habría que explicarle qué es esto de festejar, pues es aragonesismo popular que él no utilizaría nunca) y allí nos juntábamos con muchos amigos. Aunque en realidad nuestro café por excelencia, durante muchos años, fue “El Ángel Azul” en la calle Blancas. En él instauramos una tertulia siempre que Ignacio venía de Barcelona, lo cual sucedía muy a menudo, y allí se formó el grupo de amigos que, con las incorporaciones de los más jóvenes que se han ido produciendo, se mantiene prácticamente inalterable hasta nuestros días, solo con las dolorosísimas ausencias de José Antonio Labordeta y Félix Romeo. En “El Ángel Azul” pasamos horas inolvidables (cómo no recordar la homérica reprimenda con la que Félix Romeo obsequió a Antonio Pérez solo porque éste, como es lógico y natural, quería encuadernar convenientemente su tesis doctoral sobre Góngora) y celebramos los primeros éxitos de Ignacio, tanto cuando ganó el Premio de Novela “Casino de Mieres” en 1984 y le publicaron La ternura del dragón en una edición espantosa -que a nosotros entonces nos debió de parecer hermosísima- costeada por la Caja de Ahorros de Asturias, como cuando la editorial Anagrama lo fichó poco después para ser uno de los máximos representantes de la nueva literatura española y le publicó al año siguiente Alguien te observa en secreto, su primera colección de cuentos. En ese café nos contaría cómo iba publicando traducciones del italiano para ir tirando (por aquellos años tradujo entre otros a Daniele del Giudice, Guido Morselli y Marco Lodoli) y allí le veríamos convertirse, paso a paso, en uno de los más grandes novelistas españoles. Esa tertulia de la calle Blancas quedó canonizada en un reportaje sobre tertulias y mentideros zaragozanos que Heraldo de Aragón publicó el día de San Jorge de 1989, y en él aparecen algunos de sus miembros fotografiados en una de las mesas del Café. Con el tiempo, “El Ángel Azul” fue convirtiéndose en un ruidoso bar de copas y tuvimos que buscar acomodo en otro sitio (los dueños de “El Ángel Azul” se jubilaron hace algunos meses y, a pesar de que habían transcurrido muchos años desde que dejamos de ir por allí, todavía nos llamaron para invitarnos a tomar una copa de despedida, pues no olvidaban la fidelidad que mantuvimos a su establecimiento durante tanto tiempo). El lugar elegido fue el Café Babel, en la calle Zurita. José Antonio Labordeta vivía entonces en esa misma calle y a todos nos pareció un sitio tranquilo, céntrico y acogedor. Luego Labordeta pasó a vivir en la calle Capitán Esponera, hoy Elvira de Hidalgo, y a veces sentía pereza de salir por la noche. Así que en ocasiones, como yo bajaba casi siempre en coche, lo iba a buscar a su casa y lo llevaba al “Babel”. En el “Babel” seguimos, y allí se encontrará siempre a Ignacio, desde las 23 horas en adelante, los días que está en Zaragoza. Nuestros cafés tenían un buen banquillo y, por tanto, unos suplentes de lujo para los días que permanecían cerrados. El suplente por antonomasia, tanto que a veces se convertía también en titular y trasladábamos allí nuestras reuniones, fue el “Bohemios”, en el Camino de las Torres, también un histórico zaragozano desde principios de los años setenta. Y ahora que ha cerrado sus puertas definitivamente, el suplente del “Babel” es el Café Universal, en Fernando el Católico, que no tiene mucho pedigrí ni glamour, pero abre hasta tarde y nos permite hablar con comodidad. La Zaragoza de los restaurantes es una de las Zaragozas que Ignacio mejor conoce, pues hemos comido y cenado mucho fuera de casa. Yo digo a veces que si pudiéramos juntar en una cuenta todo el dinero que nos hemos gastado en los restaurantes seríamos unos de los tipos más ricos de la ciudad. Ignacio y la alta cocina son incompatibles. Nuestro amigo sería un hombre feliz comiendo siempre macarrones y costillas. El solo entiende la comida como un acto social en el que pasarlo bien y estar con los amigos. De ahí que en la práctica le dé lo mismo comer una cosa u otra, comer en un sitio o en otro. Le gusta mucho, eso sí, ir a pizzerías y lleva treinta años pidiendo invariablemente la misma pizza: una pizza napolitana. No cambiaría de menú por nada del mundo. Luego pide tabasco o aceite picante y se lo echa abundante y generosamente sobre la pizza, de manera que ésta debe de picar tanto que ya no sabe lo que come. Yo creo que de ahí le viene que le dé lo mismo comer una cosa o la contraria: todos los platos le deben de saber igual, solo a picante. “Nuestro restaurante más querido ha sido, claro, Casa Emilio, en la Avenida de Madrid. En Casa Emilio hemos celebrado los últimos treinta años todas nuestras fiestas: los cumpleaños de los amigos, las visitas a Zaragoza de nuestros amigos de fuera (que han oído hablar tanto de Casa Emilio que nos suplican que les organicemos allí una de esas disparatadas y desopilantes cenas), las presentaciones de nuestros libros… y cualquier excusa ha sido siempre buena para juntarnos a comer o cenar. Allí hemos cantado con Labordeta noches y noches, nos hemos reído hasta llorar y hemos sido felices”. Eso escribí en La Magia de Viajar por Aragón en un número homenaje a Labordeta y sirve lo mismo para Ignacio (hay colgada en YouTube una grabación de José Antonio cantando “La Albada” después de una de nuestras cenas, en la que también pueden verse a Ignacio y a muchos de nuestros mejores amigos). Ahora nuestro pequeño reservado, en el piso superior, lleva el nombre de José Antonio Labordeta, y Emilio Lacambra ya colocó en él una placa de cerámica costeada por todos nosotros que recordará siempre que ese fue su comedor. En él Ignacio ha tenido actuaciones memorables, especialmente las noches que lo convencíamos para que cantara con Luis Alegre “Rocío”. Luis se metía debajo de la mesa y la cantaba: (“Rocío/, ay mi Rocío/, manojitos de claveles/, capullito florecido/, de pensar en tus quereres/ voy a perder el sentido…”) e Ignacio puesto de pie movía los labios y hacía como que era él quien la estaba cantando. Una escena disparatada que difícilmente podría darse fuera de un territorio tan surrealista e iconoclasta como Aragón. De ahí que nuestros amigos de fuera se mueran de ganas de que los invitemos a una de nuestras cenas, porque han oído que en ningún otro sitio se lo van a poder pasar mejor. No hace falta decir que Ignacio ha sido y es un gran lector. De ahí, que otra de sus Zaragozas posibles sea la Zaragoza de las librerías. Hemos pasado muchas horas en ellas y han sido en ocasiones como una prolongación de nosotros mismos. En sus años de estudiante fue un visitante asiduo de las librerías de lance, en especial de la Librería Pérez, que estaba detrás de la iglesia de San Gil, en la esquina con la calle Estébanes. En ella compramos muchos y buenos libros. Ya escribí en Leer para contarlo que a veces los dueños marcaban el precio con bolígrafo en los lomos de los libros, ante el estupor de bibliófilos y coleccionistas. Algunas veces me acompañaría a la librería de viejo de mi querido Inocencio Ruiz, en la calle 4 de agosto, en el Tubo, y seguramente también a Hesperia, en la plaza de Los Sitios, pero no tengo ningún recuerdo de esas visitas. En cualquier caso, los libros viejos no le han interesado especialmente a Ignacio, y por tanto sus librerías zaragozanas han sido siempre las librerías de nuevo: Pórtico y Cálamo, en la plaza de San Francisco, Antígona, en la calle Pedro Cerbuna, la Librería General, en el paseo Independencia, la Librería Central, en la calle Corona de Aragón, y ahora Los portadores de sueños, en la calle Blancas, han sido sus librerías de referencia. En algunas de esas librerías también nos hemos presentado nuestros libros (yo le presenté Aeropuerto de Funchal en Antígona y él ha presentado dos de los míos) y han servido muchas veces de centro de reunión de los amigos. Cómo no dedicarle unas líneas a la Zaragoza futbolística siendo como es Ignacio un zaragocista apasionado (esa pasión por nuestro equipo se la ha trasladado a sus hijos, Eduardo y Diego, que, a pesar de haber nacido ya en Barcelona y de llevar allí toda su vida, sienten y viven el Zaragoza como nosotros). Hemos ido mucho a La Romareda con nuestros amigos escritores y también zaragocistas: Ismael Grasa, José Antonio Labordeta, Miguel Mena, Rodolfo Notivol, Antonio Pérez Lasheras, Félix Romeo y Fernando Sanmartín. Y hemos visto por televisión los partidos en muchos bares de la ciudad, sobre todo en el “Toque de Caña” de la calle Laguna de Rins. Ser del Zaragoza es, como todo el mundo sabe, una actitud ante la vida. Hubiera sido muy fácil para Ignacio hacerse del Barcelona, pues al fin y al cabo lleva ya residiendo allí más años de los que vivió aquí. Y le daría, hoy por hoy, mucha más felicidad. Pero él sabe muy bien que tiene que ser del equipo del que son los suyos, del equipo de su ciudad, aunque no ganemos últimamente para disgustos. Zaragoza aparece también en algunos de los libros más importantes de Ignacio: es la Zaragoza literaria, la que ya estaba en los libros de otros escritores aragoneses como José María Matheu (en Un rincón del paraíso, por ejemplo), Rafael Pamplona Escudero, Benjamín Jarnés (con su creación de Augusta, que es como denomina a Zaragoza en algunas de sus novelas como El convidado de papel, El profesor inútil, Escenas junto a la muerte y Lo rojo y lo azul,) Sender (en Crónica del alba), Manuel Derqui (en Meterra), José Antonio Labordeta (en Cuentos de San Cayetano), Gabriel García Badell (en De Las Armas a Montemolín o Funeral por Francia), Manuel Alvar (en El envés de la hoja), José María Conget, Joaquín Sánchez Vallés (en La ciudad junto al río), Jesús Moncada (en La galería de las estatuas, donde Zaragoza es la imaginaria ciudad de Torrelloba), Ramón Acín, Miguel Mena, Félix Romeo, Rodolfo Notivol, Antón Castro, José Luis Gracia Mosteo, Daniel Gascón, Eva Puyó, Ángeles de Irisarri, Ismael Grasa, Cristina Grande, Manuel Vilas, Adolfo Ayuso, Santiago Gascón, Víctor Juan Borroy, Fernando Sanmartín, Fernando Jiménez Ocaña, Irene Vallejo o Juan Bolea; y en los de no aragoneses ya desde Cervantes: Manuel Ibo Alfaro, Galdós, Pedro Mata, Felipe Sassone, Alberto Insúa, Max Aub, Pío Baroja, Giménez Caballero, Rafael Alberti, González Ruano, José Antonio Muñoz Rojas, Julio Llamazares, Enrique Vila Matas, David Trueba, Rosa Montero, Esther Tusquets o Bernardo Atxaga, entre otros muchos. Todo ello sin olvidarnos de su presencia en algunas novelas picarescas (Guzmán de Alfarache, Vida y hechos de Estebanillo González, Vida del escudero Marcos de Obregón o El donado hablador Alonso, mozo de muchos amos) ni de las citas a la ciudad que aparecen en libros de Tolstoi, Víctor Hugo, Potocki, Conan Doyle, Hemingway, Max Frisch, Somerset Maugham, Virginia Woolf, Borges y Bioy Casares, García Márquez, Thomas Bernhard, Leonardo Sciascia, Peter Handke, Bryce Echenique, Roberto Bolaño, Lobo Antunes o Cees Nooteboom.
A Zaragoza la encontraremos en
tres novelas de Ignacio: Carreteras secundarias, El tiempo de
las mujeres y Dientes de leche y en el ensayo Enterrar a los
muertos. En la primera, aparecen
la plaza de España, el barrio de Torrero, la base americana, el Canal…; en
la segunda, el paseo de Ruiseñores, los Pinares de Venecia, Casa Emilio,
la Avenida de Madrid, el parque Primo de Rivera (hoy José Antonio
Labordeta) con la estatua de Alfonso I el Batallador, Santa Engracia, San
Miguel, el paseo de María Agustín, el de Pamplona, Capitanía, la Gran Vía,
Independencia, el Coso, el puente de Piedra, el barrio La Jota, el
Arrabal, o bares polinesios históricos como el Pago-Pago o el Noa-Noa; y
en Dientes de leche la calle Don Jaime, el Sacrario Militare
italiano de la iglesia de San Antonio, el camino de las Torres, el colegio
de los Agustinos, el Gran Hotel, los Espumosos, la Puerta del Carmen, la
plaza de Paraíso, Goya, Hernán Cortés, Bolonia o General Mola (hoy Sagasta).
En Enterrar a los muertos aparecerán la cárcel de Torrero y los
campos de concentración de Y la Zaragoza de Ignacio es, sobre todo, la Zaragoza de las Navidades, que es cuando más tiempo seguido pasa en la ciudad. Seguir el ritmo de un noctámbulo como Ignacio es siempre complicado, pero esos días todos salimos una noche sí y otra también porque queremos acompañarlo, porque queremos que se sienta en casa. Los que madrugamos nos retiramos pronto y los que no lo hacen se quedan hasta más tarde. Y el día 31, invariablemente, siguiendo la costumbre que instauramos hace ya treinta años, recibimos juntos el Año Nuevo en mi casa acompañados de buenos amigos. Cosas de la amistad, que todo lo puede. Esta es la Zaragoza de Ignacio Martínez de Pisón, que en toda su vida en ella apenas se ha movido más allá de la calle Zurita, donde vivió, y la calle Rufas, donde hoy tiene su piso. Qué poca distancia para quien ha llegado tan lejos.
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