La nieve sobre el agua de Raúl Carlos Maicas
Museo Pablo Serrano, 16 de abril de 2019
El género de los diarios es un género impreciso y no todos sus estudiosos se ponen de acuerdo a la hora de encontrarle una definición exacta o de delimitar sus ámbitos y fronteras. El diario íntimo constituye la quintaesencia de la literatura autobiográfica, su manifestación más genuina, aquella que permite -por la inmediatez de la escritura- una mayor espontaneidad en la exteriorización del yo. Pero a veces nos encontramos con algunas dificultades a la hora de fijar los límites de los diarios. ¿Dónde terminan los diarios y empiezan las memorias o la autobiografía? ¿Cuáles son las diferencias entre estos géneros? Tanto el diarista como el memorialista trabajan con la misma materia: la experiencia personal, la intimidad, el deseo de escribir o reflexionar sobre uno mismo, pero mientras el segundo se adentra en su propia vida mediante los mecanismos de la memoria, es decir nos habla de tiempos pasados con la mirada y la perspectiva que le concede el transcurso del tiempo, y no en cambio de sus vivencias o experiencias más recientes, el autor de diarios habla de lo inmediato, de lo próximo y carece desde luego de una visión reposada de los acontecimientos. El diarista, por tanto, “no maneja recuerdos sino impresiones”. Es por esto, que la presencia del entorno físico, tan escasa en memorias y autobiografías, suele ser protagonista de los diarios. Y así en éstos son frecuentes las referencias al entorno, a las costumbres cotidianas, a los objetos más próximos y queridos, a los estados de ánimo… Este tipo de diario íntimo, cuando es escrito con voluntad de ser publicado y pensando ya en unos futuros lectores, pierde precisamente esa cualidad de “íntimo”, con lo que estos diarios son hoy un género en el que en mayor o menor medida “todos mienten, todos mentimos”. Es por esto que, según José Luna Borge “se ha dinamitado el género en aras de una mayor flexibilidad y apertura, hasta tal punto que del diario íntimo, hoy por hoy, no queda nada, sólo el recuerdo y no es ningún misterio: la galería ha borrado la intimidad; hoy no hay vida íntima, sólo espectáculo y gesto”. José Carlos Mainer se ha referido a ellos en su excelente Tramas, libros, nombres. Para entender la literatura española, 1944-2000. Para el profesor zaragozano los diarios “son esencialmente una estructura abierta que fluye de modo natural dejando en medio de su curso archipiélagos intactos de realidad”. ¿Qué cabe en los diarios? Cada uno tendrá una respuesta distinta. Hay quienes piensan que son un cajón de sastre en el que cabe todo y quienes son más restrictivos con sus contenidos. Pueden caber poemas, aforismos, incluso pequeños relatos, pero parece que hay unanimidad en que estos egodocumentos, como alguna vez se les ha denominado, no pueden ser diarios de “ficción”. (Por algo se ha dicho algunas veces que el diario es la novela de los autores que carecen de imaginación). El diario debe ser veraz y no cabe en él sino ser absolutamente sincero. Ya lo decía Gide en el suyo: “De qué me sirve retomar este diario, si no me atrevo a ser sincero y si disimulo lo que secretamente ocupa mi corazón”. Hay diarios personales o diarios íntimos, en los que el escritor habla mucho de sí mismo, de sus sentimientos, de sus estados de ánimo, de sus anhelos y preocupaciones, pero bastante menos de los demás, de “lo público”; y hay otros diarios que miran más al exterior. Son estos últimos los que nos hablan de otros libros (para recomendarlos o denostarlos), de otros escritores, de las relaciones del diarista con estos otros escritores, de sus gustos literarios… A ambos tipos de diarios deberemos exigirles, en cualquier caso, que haya en ellos vocación de estilo y exigencia literaria, pues si no correrán el peligro de convertirse en una especie de publicaciones periódicas especializadas en el cultivo de la egolatría o en la divulgación de cotilleos de la sociedad literaria. Es más o menos el sentir de José Luis García Martín, que en sus “Notas sobre el diario íntimo” publicadas en Todo al día escribió: “El diario íntimo que yo prefiero -como escritor y como lector- nunca es exclusivamente (ni siquiera principalmente) íntimo, según suelen serlo los de los adolescentes. Es un diario donde importa lo privado y lo público, un diario abierto al mundo, por el que cruzan personajes con nombres y apellidos… Un diario donde las referencias van más allá del ombligo del autor”. Hay muchas clases de diarios. Los hay muy íntimos y descarnados (recordemos algunas páginas de Paul Léautaud o de Roger Wolfe), y los hay en cambio que hablan muy poco del autor y mucho de los demás. Los hay solemnes y los hay jocosos. Los hay tan tristes que, como decía Antonio Muñoz Molina, se tienen que leer “con cautela para no intoxicarse con su desolación”. Los hay escandalosos, desvergonzados e indiscretos. Hay diarios literarios y diarios de reflexión artística, como el de Paul Klee. En las guerras, por su propia excepcionalidad y para guardar memoria de unos sucesos que imaginamos únicos e irrepetibles, se escriben muchos diarios (Azaña, Jünger, Ridruejo, Vallés, Villalonga). También en las cárceles se escriben diarios (Mutis). Hay diarios de la vida amorosa, como el de Louise de Hompesch, y diarios con una fuerte carga erótica, en los que el sexo lo domina todo. Hay diarios de viajes (Simone de Beauvoir, Walter Benjamin) y diarios del exilio, como el que escribió Jarnés en el Sinaia. El diario de RCM cumple a la perfección esa exigencia de García Martín de la que hablábamos: es un diario donde importa lo privado y lo público, un diario abierto al mundo, un diario que va mucho más allá del ombligo del autor. Y es un diario que, como decíamos antes, tiene una extraordinaria vocación de estilo y una gran exigencia literaria, lo que lo convierte naturalmente en un libro para letraheridos, para gourmets de la mejor literatura, para todos aquellos que distinguen y valoran la más alta orfebrería de las palabras. La nieve sobre el agua no es, digámoslo claramente, un diario amable ni complaciente. Es un diario descreído, intolerante con la estupidez, desolador en ocasiones, más próximo al ensayo de vocación intelectual, a las reflexiones de un pensador comprometido, que a la literatura diarística tradicional, brillante y cautivador siempre. La visión del mundo que tiene RCM llega a conmocionarnos y a veces nos deja sin aliento: “La vida es un contrato basura”, “El mundo es un inhóspito lugar repleto de individuos sonámbulos, indolentes, tristes, rancios, golfos, envidiosos, mediocres y hasta esquizofrénicos”, los tiempos que vivimos son “adocenados, vergonzantes, turbulentos y confusos”, “Cuánto fanatismo estúpido y transgresor puede esconderse en el interior de esa especie falsamente suprema y civilizadora que es nuestro Homo Sapiens”, “Vivimos en medio de una falacia descomunal”, nos hallamos en la “era de la confusión”, “ y “el mundo es hoy un escenario perverso y, frente a la pesadilla de la hipocresía, del cinismo y de la búsqueda del éxito rápido, sólo nos queda marcar distancias frente a tanto fingimiento, a tanta coerción”. Esta laudatio del pesimismo existencial (“frente a las infamias del presente y las incertidumbres del porvenir, frente a este mundo asfixiante y estancado, hay que situarse más allá de la angustia y la rabia”) nos hace pensar en Maícas como en un personalísimo Cioran de Teruel, y no son por tanto de extrañar sus elogios en el libro a Fernando Savater (“el pesimista que actúa”, como él se definió). Y escribe contra los asistentes a ciertas tertulias radiofónicas (después de compartir una, comprueba en riguroso directo cómo hay gente que tiene por cerebro una batidora de neuronas), contra algunos comunicadores y ciertos integrantes de la grey mediática (megalómanos, mercenarios, mercaderes de despojos en quiebra, comerciantes de falsedades, traficantes de influencias, peligrosos alquimistas de tropelías, los llama), contra la política y contra algunos políticos (en los que destaca su torpeza, ineptitud y agónica inmadurez), para lo que saca a relucir la conocida opinión de Groucho Marx acerca del descrédito de la política: “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Y ni algunos médicos se libran de sus ataques, pues entre ellos “abundan aquellos de medio pelo que, inconscientes o acomodaticios, se muestran incapaces de comprender que su destino no es rellenar formularios cada cinco minutos, sino ayudarnos a escapar de la tiranía del dolor físico y la desesperanza moral”. Muy pocos se atreven a hablar tan claro, a mostrar tal valentía y contundencia en sus opiniones, a no ser una voz paniaguada y convencional, sino a tratar de conmover corazones y conciencias. Sus autorretratos son asimismo conmovedores y a veces demoledores: se reconoce miembro “de esa singular cofradía de irredentos solitarios que venimos desdeñando someter nuestra libertad creativa a la mediocridad, la rutina o la impostura”, y de vez en cuando se atrinchera “en una suerte de egoísmo ilustrado, imperfecto y melancólico, cercano y hermético, que me alivia los malos trances”. En ocasiones vive “un poco mustio, devorado por el insomnio” y “busca sobrevivir a los efectos devastadores que produce en mi ánimo este asfixiante e indiscreto entorno”. Y se califica de raro: “Soy raro. Lo sé. Y también contradictorio, paradójico, incoherente. Padezco, me temo, un desdoblamiento crónico de la personalidad”. De nuevo conmueve ver la desgarrada sinceridad con la que se retrata, que nos hace tambalearnos y nos llega a causar estupor. En muy pocos diarios (y uno ha leído decenas de ellos) se encuentra tanta verdad, tanta desazón, tanta emoción desbocada, sin bridas ni anclajes. Pero el diario es mucho más que esto. Su compromiso intelectual es extraordinario y hay páginas memorables en las que se nos habla de Octavio Paz, de Ángeles Santos, de Carlos Pazos, Borges, Gómez de la Serna (cuyo El libro mudo se convierte en el imprescindible manual de autoayuda de Maícas), Lichtenstein, André Derain, Salvador de Madariaga o Manuel Polo y Peyrolón (al que zahiere sin piedad y llama “sumo pontífice intelectual del conservadurismo turolense más recalcitrante). Y en su visión del mundo editorial se adelanta a su tiempo, se convierte en un visionario y, antes del escándalo del Biblioteca Breve, Maícas ya escribe en su diario: “Porque lo que importa en nuestros días no son los lectores ni la calidad literaria de lo que se escribe, sino la cuenta de resultados. Esa es la radical, desoladora y desvergonzada realidad que anima a la mayoría de los editores”. Y como si le hubieran oído, estalla el escándalo de Días sin ti, de Elvira Sastre, libro al que le dan el Biblioteca Breve y al que Juan Marqués ha llamado “El ocho mil de la cursilería”. Me gusta que le guste Albarracín y visitar el IVAM, el Reina Sofía y la Cuesta de Moyano como a mí, que incorpore algún aforismo y que se comprometa con el movimiento “Teruel existe”, porque el libro de Maícas no es un libro líquido ni evanescente, sino que es un libro extremadamente sólido, muy comprometido con su tiempo. Y hasta, como hacía mi amigo Labordeta, se define como republicano juancarlista. Me gusta también que teorice sobre la literatura diarística y que la considere capaz de “emanciparnos de este mundo enfermo y aburrido, de esta realidad resquebrajada” y que nos permita “desafiar a todos con nuestras provocaciones intelectuales, morales, geográficas y estéticas” y mantener un “combate ingenioso y sin complejos… contra la vileza que nos rodea”. Me gusta que tenga melancolía por la casa en la que nació (que hoy es un solar vacío, en uno de los mejores textos del libro) y me gusta que hable del suicidio de la madurez y de cómo ésta nos educa y anestesia nuestra anterior rebeldía. Porque como escribió en aquellos versos memorables José Emilio Pacheco: “ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”. Un diario memorable. Un diario de los que ya no se escriben.
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