PRESENTACIÓN DE NACHO DEL RÍO
EN EL CICLO “CONVERSACIONES EN LA ALJAFERÍA”.
Palacio de la Aljafería. Zaragoza, 23 de octubre de 2017.
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Ser jotero en el siglo XXI es una rareza etnográfica. Como ser luchador de sumo, aizkolari o intérprete de danzas de guerra -o hakas- maoríes. O eso me parece. Pero a diferencia de estas otras rarezas, la jota es una rareza de artistas. La jota, como el cante jondo, es puro arte. Aunque algunos lo verán y lo sentirán y otros no, porque lo del arte es muy subjetivo. Unos ven arte en una arpillera de Manolo Millares y otros en un bodegón de Ramón Gaya. Y los que perciben el arte en Gaya tal vez no lo sienten en Millares, y a los que se vuelven locos con Millares seguramente Gaya no les dirá nada. Unos ven arte en una verónica de Antonio Bienvenida o de Curro Romero, y otros no lo ven en absoluto. A muchos de estos últimos, además de no ver nada de arte en esa verónica, todo lo que a ésta le rodea les parece una salvajada de tomo y lomo, propia de bárbaros y gentes sin romanizar. Pero los que vibran y se emocionan con ese lance de capa y ven el arte en él (no cualesquiera: Picasso, José Bergamín, Lorca, Joaquín Sabina, Carlos Marzal y tantos otros), ese momento les parece algo sublime e incomparable, y están convencidos de que supera a cualquier otra manifestación artística. ¿Quién tiene razón y quién no? Con la jota nos pasa lo mismo. Unos ven el arte en la interpretación de José Oto de la fiera antigua y otros no. Unos lo perciben en Jesús Gracia cantando Los Altares y otros no. Unos lo sienten escuchando las rondadoras de Cecilio Navarro y otros no. Unos lo ven en una Parra cantada por Nacho del Río y otros, ay, imperfectos ellos, son incapaces de sentirlo. Pero lo sientan los demás o no, muchos de los mejores cantadores de jota se descubren investidos de una insobornable condición de artistas, saben y tienen conciencia de que lo son, y se consideran una especie de demiurgos. Como muchos poetas, como muchos pintores o escultores, como algunos de los mejores arquitectos. Nacho del Río es uno de ellos, un artista que lo es sin proponérselo, de forma natural, sin aspavientos ni alharacas. El artista lo es desde que se levanta y Nacho del Río es un artista en todas sus manifestaciones: en el vestir, en el hablar, en el trabajar como sólo trabajan los artistas de verdad (que la inspiración te coja trabajando, se ha dicho siempre), en su forma de interpretar la jota y de acercarse a ella de forma casi religiosa, como si se tratara de un acto sagrado. Porque Nacho del Río vive la jota como algo sagrado, intangible, casi mágico. Su dedicación a ella es casi monacal o sacerdotal, y a ella se ha entregado en cuerpo y alma, sin tregua ni respiro. Estudiando y recuperando antiguas tonadas con sensibilidad, respeto y delicadeza. Con admiración. Tal como le enseñó su maestro, el gran cantador de Lécera Jesús Gracia. Esto lo sabe mucha gente, que le reconoce su inequívoca condición de gran artista. Así, la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis, que lo hizo académico correspondiente, queriendo simbolizar con ello que la jota -y por tanto sus mejores intérpretes- merecía estar en una más que bicentenaria Academia de Bellas Artes, a la que perteneció, casi nada, Francisco de Goya. Por su condición de académico, Nacho del Río tiene tratamiento de Ilustrísimo Señor. Así que el profesor José María Serrano y yo lo trataremos aquí con el respeto que merece: Ilustrísimo señor don José Ignacio del Río Torcal, buenas tardes y bienvenido a este maravilloso palacio de la Aljafería.
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