José María Conget, El mirlo burlón,

 

Valencia, Pre-Textos, 2018.

 

 

Pocos autores cuentan con un club propio que propague sus obras y cante sus hazañas. Conget, sí. El club de los congetianos, como vino en llamarlo Juan Bonilla, crece y crece desde su fundación, y son miembros distinguidos de él, además del citado Bonilla, escritores como Antón Castro o Ignacio Martínez de Pisón -que ha sido el editor de su Trilogía de Zabala, (quadrupedumque, Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y Gaudeamus, 1981-1986)-, y críticos como José-Carlos Mainer o Javier Goñi. Yo, desde luego, pertenezco también como socio fundador al club, así que no sé si soy la persona más apropiada para escribir estas líneas. Amigo antiguo de Conget (José María nos dedicó a Félix Romeo y a mí un precioso relato “Fútbol antiguo”, en su libro La ciudad desplazada) he leído y difundido con entusiasmo toda su obra, y soy de los que piensan que es inexplicable que un escritor de su talla no haya recogido todavía el fervor de un público mayoritario y siga siendo a estas alturas (a él le gusta mucho presumir de eso) un escritor minoritario y de culto. Estas notas sobre su último libro, El mirlo burlón, no deben entenderse, por tanto, como obra de un crítico desapasionado o aséptico, sino como la invitación -por parte de quien lo ha hecho muchas veces- a sumergirse en el universo Conget, que tantas satisfacciones literarias dará a quienes, con bombonas de oxígeno o sin ellas, decidan bucear en una de las mejores literaturas que se han escrito en España en los últimos treinta o cuarenta años. Escribió Bonilla que “es muy raro que un escritor tan excepcional e intenso sea tan poco conocido”, y los congetianos hace tiempo que nos juramentamos para tratar de revertir esta grave anomalía histórica.

Los libros de relatos de Conget -Bar de anarquistas (2005), La ciudad desplazada (2010), La mujer que vigila los Vermeer (2013) y Confesión general (2017), libro este último en el que aparecen dos cuentos inolvidables: “Dentista”, que se acerca más que ninguno otro a lo que cualquiera calificaría de obra maestra del relato largo o la nouvelle, y “Tiempo hostil”, que narra su expulsión sin contemplaciones del mítico Café Niké por abrazar demasiado explícitamente a su chica en una época sombría- tienen la fuerza que sólo pueden transmitir los grandes maestros del género; y yo soy también lector incondicional de sus libros misceláneos, aparentemente menores o difícilmente clasificables, como Cincuenta y tres y Octava (1997), sobre la calle donde vivió en Nueva York, Vamos a contar canciones (1999), tal vez su libro más autobiográfico, Una cita con Borges (2000), en el que cuenta con su humor inconfundible su parecido con Salman Rushdie o Woody Allen (sus alumnos se referían a él como “el Woody”) y cómo a veces lo confundían con el obispo de Jaca, también llamado José María Conget, equívoco que alcanzó las más altas cimas del delirio cuando en uno de los apéndices de la Biblioteca Espasa se publicó una entrada con el nombre y la biografía del escritor pero con la fotografía del obispo homónimo, lo que le hizo a José Luis Borau decirle: “Chico, has salido en el Espasa, pero estás rarísimo”, Pont de l’Alma (2007), con París como gran protagonista, o Espectros, parpadeos y shazam! (2010), con textos sobre Roso de Luna, Sender, Juan Ramón, Fernando Ortiz, Ramón Carnicer, Carmen de Zulueta o Chaves Nogales. Pero tal vez sea en sus novelas donde más podamos disfrutar del mejor Conget y donde éste, como dirían los antiguos cronistas, brilla con luz propia: su ya citada Trilogía de Zabala, Todas las mujeres (1989), Palabras de familia (1995), Hasta el fin de los cuentos (1998), La bella cubana (2014)… y ahora este El mirlo burlón, que es probablemente el libro más apasionante de todos cuantos ha escrito hasta la fecha, especialmente apropiado para lectores zaragozanos, pues la novela se desarrolla íntegramente en Zaragoza con escenarios por todos conocidos (Casa Emilio, el Café Levante, Las Vegas, Casa Pascualillo, Soconusco, Xiomara, los cines Rex, Elíseos o Torrero, la librería Pórtico, los Espumosos, la plaza del Carbón, la iglesia de San Antonio, el altar mayor del Pilar -donde Patricio reparte, borracho, Servir al pueblo, la publicación clandestina del Movimiento Comunista-, el pasaje Palafox…) y con personajes zaragozanos presentes en el libro o reconocibles (Pilar Laveaga, Labordeta, Ana María Navales -María Luisa Ramírez en el libro-, Luis Ballabriga -tal vez el contacto de Patricio en la librería Pórtico-, o el profesor Rafael Olaechea, a quien podría adivinarse tras el personaje del jesuita Enrique Ferraz).

        El libro comienza cuando el jesuita zaragozano Rafael Echeverría, especialista en teología protestante, vuelve a Zaragoza desde la universidad de Chicago, en la que trabaja, para impartir una charla sobre el teólogo alemán Paul Tillich. Echeverría, que fue profesor en la Facultad de Letras zaragozana, impartió en ella, hace 35 años, un seminario de filosofía sobre existencialismo y humanismo en el que tuvo sólo cuatro brillantes alumnos a los que su arrolladora personalidad -personal e intelectual- marcó para siempre: Ismael, escritor y novelista reconocido, que ahora vive en Madrid; Patricio, uno de los ideólogos hoy del Partido de los Socialistas de Cataluña; Juanjo,  profesor de Secundaria en un instituto de Zaragoza; y Alicia, hija de un republicano exiliado instalado en Oxford y de una actriz inglesa, y que en la actualidad reside en Ginebra. Con tres de ellos tiene previsto Echeverría reunirse ahora de nuevo en Zaragoza después de tantos años, y en la razón de por qué sólo con tres -y no con los cuatro- radica una de las claves del libro. Echeverría, que había puesto como condición que uno de sus cuatro alumnos no acudiera a la cita, se hospedará en la residencia de ejercicios espirituales de la Quinta Julieta, y allí ocurrirá algo que cambiará abruptamente el guion que todos habían previsto.

        El mirlo burlón se desarrolla en dos secuencias temporales: la de 1974 y 1975 (cuando los cuatro amigos se juntan en primero y segundo de Comunes en la Facultad y asisten al seminario de Echeverría) y la de treinta y cinco años más tarde, cuando todos ellos -todos menos uno, según la exigencia del teólogo- van a encontrarse de nuevo en Zaragoza. El mejor Conget atraviesa todo el libro: el de la pasión por los tebeos de la infancia y el cine (las referencias cinéfilas son, cómo no, muy frecuentes), el de la melancolía de corte autobiográfico, el del humor y el distanciamiento levemente irónicos, el de la ausencia absoluta de ampulosidad, el de la prosa ajustada y perfecta…; y hasta su propia presencia en el libro, su cameo como narrador omnisciente, nos hace sonreír y pensar que el escritor ha decidido, en la plenitud de su madurez, divertirse escribiendo y divertir a sus lectores, sin complejos de ningún tipo. Un libro que convertirá en nuevos congetianos a los lectores que -inexplicablemente- todavía no lo sean, y que nos obligará a poner en el club númerus clausus para que esto no se nos vaya de las manos.