José Luis Melero Rivas
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Calanda es para mí Luis Buñuel, claro. La primera vez que visité Calanda lo hice sólo para ver la casa natal de Luis Buñuel Portolés. Pero Calanda es también para mí Joaquín Adán Berned, un raro poeta del XIX, que publicó en Huesca, en 1887, un volumen de poesías que tituló Retazos literarios y en Madrid, en 1893, una novela aragonesa con prólogo de Luis Mazzantini, Mosén Quitolis, que no llegué a tiempo de comprar a Luis Marquina. Y es también Pascual Lavarías, por quien me aficioné a la alfarería popular aragonesa y por quien comencé un día a coleccionarla. Y es el recuerdo de aquel registrador de la propiedad Jesús Burbano Vázquez, casado con una calandina, que escribió en 1960 un trabajo sobre Los cantareros de Calanda y que fue el primero que me regaló (ya en 1979) un cántaro de Calanda y quien me enseñó, antes de que yo viera trabajar a Lavarías, que en Calanda es el alfarero el que da vueltas frente a su obra, que permanece inmóvil, a diferencia de casi todos los demás alfares, en los que el que gira es el torno permaneciendo el alfarero quieto. Una alfarería primitiva, rudimentaria, insensible al progreso. De las pocas que desechó el torno. Ver a Pascual Lavarías hacer parretas, rallos o cocios “por urdido” era tan emocionante como volver a la prehistoria. Hoy tengo en la terraza de mi casa en su honor una gran tinaja suya. Y es desde luego la jota aragonesa, a la que soy tan aficionado. Hay un barrio de Calanda / que llaman “de cantareros”/ donde se hacen las tinajas / los cantaros y pucheros, cantaba Ramón Navarro, el gran cantador de Calanda, a quien vi en el Teatro Argensola ganar el primer Concurso de Jota “Demetrio Galán Bergua” el 29 de junio de 1980. Ese día, aniversario de la abolición de los Fueros, algunos amigos aragonesistas salen a la calle con brazaletes negros. A Ramón Navarro le había visto también en el Principal ganar el Certamen Oficial el 14 de octubre de 1978. Quizá cantara aquello de Soy de Calanda, Calanda / y de la rica ribera / se crían melocotones / y chavalas de primera. Dentro de las jotas de baile, la de Calanda, tan lenta, es una de las más elegantes y ceremoniosas. Miguel Arnaudas en su Colección de cantos populares de la provincia de Teruel, de 1927, recogió dos antiguas oliveras de Calanda. Y también Severiano Doporto se acordó de Calanda en su Cancionero Popular Turolense. Mi ejemplar de este libro fue el de Eduardo Ibarra, a quien se lo dedicó Doporto en febrero de 1901. Calanda es también para mí el padre Manuel Mindán Manero, discípulo predilecto de José Gaos cuando éste estuvo de catedrático en Zaragoza, allá por los primeros años treinta, autor de unas memorias muy recomendables y de quien ya relaté en Leer para contarlo alguna anécdota relacionada con Manuel García Morente. Y es Miguel Sancho Izquierdo, que escribió un raro cancionero de jota, Mil coplas de jota aragonesa, premiado y publicado, nada más y nada menos, que por la Real Congregación de San Luis Gonzaga, de Zaragoza, en 1911, y que cuando ingresó en 1945 en la Academia de San Luis habló en su discurso sobre El carácter aragonés y las canciones de jota. Sancho Izquierdo escribió también algunos textos memorialísticos, una Exaltación de la Tierra Baja en los “Cuadernos de Aragón” de 1967 y una pequeña monografía sobre el Milagro de Calanda. Porque Calanda es también para mí, cómo no, la pierna de Miguel Juan Pellicer, a quien la Virgen del Pilar, la noche del 29 de marzo de 1640, mientras dormía en su casa de Calanda, le restituyó la pierna que le había sido amputada tres años antes en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. Sería bonito poder creer en milagros para pedirle a la Virgen que el Zaragoza ganara la Champions. Y Calanda me trae el recuerdo de mi antiguo profesor de latín en la Facultad de Letras Tomás Domingo Pérez, que era canónigo del Cabildo y que también escribió un pequeño libro sobre el más conocido milagro de la Virgen. Años más tarde le reconocí en una vieja foto de Gerardo Sancho llevando bajo palio a Franco en el Pilar. Calanda es también Gaspar Sanz, autor en 1674 de la célebre Instrucción de música sobre la guitarra española, que pude haber comprado en París si la Virgen hubiera obrado otro milagro, esta vez en mi cuenta corriente. Y Vicente Allanegui Lusarreta, que escribió unos curiosos Apuntes históricos sobre la Historia de Calanda editados por Ignacio Peiró, y el catedrático Julián Pastor y Alvira, con cuyo manual de Derecho Romano estudiaron muchos abogados aragoneses. Lo que no estaba previsto es que Calanda sea hoy también para mí el recuerdo de Paco Ibáñez. Luis Alegre nos había propuesto ir a Calanda la Semana Santa de 1998. Iban Paco Rabal y Asunción Balaguer, nos dijo, y estaríamos con ellos. Efectivamente estuvimos con Paco en el Ayuntamiento y en la rompida de la hora y con Asunción recorrimos algunas calles de Calanda tocando –o haciendo como que tocábamos- el tambor. Paco Ibáñez, que andaba de viaje por la zona, se enteró de que su amigo Rabal estaba en Calanda y allá se acercó a saludarlo. Estuvimos pues también con mi admirado Paco Ibáñez, de quien conozco desde siempre todas sus canciones y con quien pude cumplir uno de mis sueños: cantar juntos, bajito eso sí y sin molestar a nadie, algunas estrofas del Soldadito boliviano y de La poesía es un arma cargada de futuro. Paco Rabal nos miraba. Aquel fue uno de mis momentos más sublimes.
En Rújula, Pedro (Coord.), Calanda. El sueño de los tambones, 2005
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