ANTÓN CASTRO:
LA PLENITUD DE UN ARAGONÉS ERRANTE NACIDO EN GALICIA
Uno de los mejores escritores aragoneses de este fin de siglo es gallego. Ya se sabe que en Aragón pasan cosas así. Se llama Antonio Rodríguez Castro, firma sus libros como Antón Castro y parece ser que nació en 1959 en Baladouro, entre Arteixo y el mar bravío de Barrañán, allí donde dice la tradición que encallaban las ballenas. Fue un niño miedoso y, si hemos de hacer caso a lo que nos cuenta en un esbozo de autobiografía que bajo el título de Invención de una escritura escribió en Urrea de Gaén en la primavera de 1993, la verdad es que le sobraban razones para sufrir toda clase de pesadillas: de su vecina María de Nacha, que presumía de haber visto al demonio, decían que se alimentaba de sangre caliente de pollo y que bebía agua de salamandras y ortigas; un tío suyo, que estaba recluido en el manicomio, cuando le concedían permisos temporales por buen comportamiento pasaba algunas temporadas en su casa y dormía junto a él tendido sobre un jergón, por lo que el pequeño Antonio estaba la noche entera con los ojos como platos, atento a cualquier gesto -que él siempre imaginaba violento y que, por supuesto, jamás se produjo- de su trastornado y pacífico pariente; y para que nada faltara, visitaba con asiduidad Baladouro un afilador orensano que nada más llegar al pueblo reunía a los niños y les relataba hasta el más mínimo detalle todos los crímenes habidos y por haber en Galicia. Comprenderán ustedes, por tanto, que el muchacho fuera algo medroso y un poco retraído. Pasó su infancia bañándose entre delfines -aquí en Zaragoza los chicos, si teníamos suerte, veíamos como mucho alguna rana en las balsas de los pueblos o algún barbo en el Ebro, y esa diferencia a favor de Antón se nota aún de mayores-, viendo por televisión combates de boxeo junto a su padre (su buen padre, que había noqueado en Melilla al mítico Max Azagra, varias veces campeón de España de los pesados), jugando al fútbol en el equipo de su vida, el Penouqueira, S.R.D., y fabulando a todas horas descabelladamente, como un firme presagio del narrador portentoso en que iba a convertirse. De esa época conservo una fotografía que él me regaló y que le hizo en los jardines del Balneario el famoso retratista Manuel Seara de Castro, aquel que había aprendido el oficio con el gran Patricio Julve. Leyó con provecho a todos los clásicos gallegos, desde Alfonso X el Sabio y los trovadores galaicos-portugueses, hasta Otero Predayo, Rafael Dieste, Cunqueiro, Castelao y Fole; y también a García Márquez, García Lorca, Bécquer y Rulfo; y un poco más tarde a Faulkner, Valle Inclán, Poe y Cortázar, aunque desde siempre mostró especial predilección y afecto por Horacio Quiroga, Isak Dinesen, Miguel Torga y, desde luego, por Jorge Luis Borges, quizá el más querido de sus maestros. Llegó a Zaragoza siguiendo el rastro enamorado de alguna muchacha -él hubiera escrito siempre "de alguna hermosa doncella", pues es tierno y proclive a lo ampuloso- y rápidamente se dispuso a enseñarnos Aragón a los aragoneses: sólo les diré que yo le conocí, al poco de llegar él a Zaragoza, en una conferencia que leyó en el Centro Gallego sobre la poesía de Luciano Gracia, a quien el muy sinvergüenza ya conocía por entonces mejor que yo, que era uno de sus mejores amigos y colaboradores desde hacía algunos años. Únicamente él habría sido capaz de una cosa así. Contó para ello con las páginas del periódico El Día y allí -y después en El Periódico de Aragón- dirigió los mejores suplementos de cultura que se han publicado nunca en la prensa aragonesa, a la vez que nos iba ofreciendo con mimo y gusto exquisitos algunos de los más importantes libros sobre Aragón que se han escrito en los últimos años: recuperó la oronda figura del poeta Julio Antonio Gómez, de quien editó su epistolario bajo el título de El corazón desbordado; escribió el primer gran Bestiario aragonés siguiendo la tradición de Perucho, Borges y Cortázar; nos contó la historia de juglares de El Silbo Vulnerado, con quienes viajaría años más tarde a Cuba, y se doctoró en aragonesismo con un imprescindible Aragoneses ilustres, ilustrados e iluminados, a mi parecer el más hermoso de sus libros sobre Aragón y uno de los más importantes sobre personajes aragoneses que jamás se hayan escrito, en el que conviven en perfecta armonía el pequeño anecdotario, la más vasta erudición y la mejor fantasía. Reunió unas cuantas de sus más significativas entrevistas a escritores e intelectuales aragoneses en un volumen que tituló Veneno en la boca y recorrimos con él algunos de los más pintorescos paisajes de Aragón a través de unas magníficas Arquitecturas imaginarias. A la par nos iba entregando una obra narrativa tan singular como emocionante, llena de lirismo, magia y voluptuosidad: Mitologías, Los pasajeros del estío, Retratos imaginarios, El testamento de amor de Patricio Julve, Caballos en la noche y, recientemente, Los seres imposibles, muchos de los cuales se desarrollan también en escenarios aragoneses que Antón Castro universaliza y convierte en personalísimos "Macondos". Ha vivido los últimos años en distintos lugares de la provincia de Teruel -Camarena de la Sierra, Cantavieja, Híjar, Urrea de Gaén y La Iglesuela del Cid- pero no ha olvidado a Galicia ni ha dejado nunca de escribir en gallego, lengua en la que había publicado sus primeros relatos, y ha recreado el mundo mágico de Baladouro en dos libros primorosos: A lenda da cidade asolagada y Vida y morte das baleas. Y no contento con todo esto, se dedicó a robarnos el corazón a tantos y tantos aragoneses que hoy somos sus amigos (Félix Romeo, Mariano Gistaín, Ignacio Martínez de Pisón, Luis Alegre...), pues es hombre generoso y afectivo, discreto y leal, amante de los suyos y delicado con todos. Una joya para Aragón es este Antón Castro y un ejemplo para todos de integración en la sociedad aragonesa sin renunciar por ello a su origen. Vayan corriendo a comprar sus libros los que todavía no lo hayan hecho y no pierdan ocasión de conocerlo. Me lo agradecerán toda la vida.
JOSE LUIS MELERO RIVAS
Delta,
37, Diciembre 1998
|