Magníficos. La Edad de Oro del Real Zaragoza

de

RAFAEL ROJAS

Doce Robles, Zaragoza, 2014

Prólogo de José Luis Melero

 

 

Soy un privilegiado. No es que quiera presumir, pero soy de Zaragoza y el equipo de mi infancia fue el de los cinco Magníficos. Mi padre, que ya era socio en Torrero, me llevó desde niño a La Romareda. Cuando se construyó el nuevo campo, él y sus amigos hablaron con el entonces secretario general Julián Díaz y éste les reservó un lugar inmejorable en La Romareda, un sitial de honor desde el que presenciar los partidos, justo a la altura del círculo central y a media altura, en lo que entonces se conocía como “General sentado” y que hoy se llama “Grada Este Central Alta”. Exactamente enfrente del palco presidencial. Al lado de mi padre se sentaba uno de sus mejores amigos: Fernando Monreal Oncins. A comienzos de los años sesenta, Monreal fue destinado fuera de Zaragoza y desde entonces mi padre renovó su abono para mí. Era la oportunidad de estar siempre juntos. Fui un niño afortunado: vi a los Magníficos en una magnífica localidad, junto a un magnífico padre y rodeado de magníficos aficionados. Yo era el único niño en aquella zona del campo (a mis amigos los mandaban entonces sus padres a la esquina de “Infantil” para que cantaran aquello de “Queremos un gol”) y todos me trataron siempre como si fuera el grumete de un bajel de intrépidos zaragocistas curtidos en mil batallas.

Los años de esplendor de los cinco Magníficos coincidieron con los mejores años de mi infancia. Ninguna otra generación de niños zaragocistas ha visto jugar al Zaragoza seis finales y ganar tres títulos en cuatro años. De la temporada 62-63 a la 65-66 mi equipo disputó cuatro finales de Copa y dos finales europeas de la Copa de Ferias, además de una semifinal de la Recopa. Ganó dos Copas de España (la segunda, la del 29 de mayo de 1966, con un partido memorable frente al Athletic, al que se derrotó por dos goles a cero) y una Copa de Ferias. Ninguna otra generación de niños zaragocistas ha visto jugar a su equipo contra la Roma, la Juventus (a la que eliminamos de la Copa de Ferias en el 64 y le marcamos tres goles en La Romareda), el Lieja, el Cardiff, el West Ham, el Leeds (con aquel épico partido de desempate de la semifinal de la Copa de Ferias en Elland Road, en el que nuestros futbolistas, según afirma la leyenda que todos hemos querido siempre creer, después de ganar al equipo de casa por 1-3 tuvieron que regresar al césped desde los vestuarios para recoger la calurosa ovación de una maravillada y atónita afición que nunca había visto jugar al fútbol con ese poderío y elegancia), el Everton, el Glasgow Rangers (que nos eliminó de los cuartos de final de la Recopa merced a aquel disparatado sistema utilizado entonces para romper los desempates: el del lanzamiento de moneda, pues nos habían ganado 2-0 en Escocia y por igual resultado les ganamos aquí), el Ferencvaros, el Aberdeen, el Newcastle... ¿Qué niño aragonés no iba a ser del Zaragoza entonces? ¿Cómo plantearse siquiera ser de otro equipo? En el colegio de La Salle de la plaza San Francisco, donde yo estudiaba, todos mis compañeros de clase eran del Zaragoza. Nunca conocí a nadie del Madrid o del Barcelona.

Todavía tengo viva en la memoria alguna jugada aislada de Joaquín Murillo, de Seminario, de Duca…, de aquel gran equipo que precedió al de los Magníficos. Pero fue el equipo de los cinco Magníficos (Yarza; Cortizo -luego Irusquieta-, Santamaría, Reija; Isasi, Pepín -luego Pais, Violeta-; Canario, Santos, Marcelino, Villa y Lapetra) el que marcó mi infancia para siempre. Todos admirábamos la fidelidad de Enrique Yarza a nuestros colores y aún hoy sigue siendo el jugador que más temporadas ha disputado con el Zaragoza: dieciséis. Yo tenía una fotografía suya en mi habitación y fue hasta su retirada, en 1969, mi jugador preferido. Esa lealtad a nuestro escudo, el hecho de haber jugado únicamente en nuestro equipo, me hacía quererlo de una manera especial. A Joaquín Cortizo había que defenderlo siempre, pues fue objeto de la más vergonzosa sanción que recuerdo: 24 partidos por una entrada a Collar que ni siquiera el árbitro sancionó como falta. Si en lugar de jugar en el Zaragoza, Cortizo hubiera defendido la camiseta del Madrid o del Barcelona, ese castigo nunca se habría producido. Que un equipo como el Zaragoza, al que los comités disciplinarios de la época trataban de modo tan humillante, se colara aquellos años entre los grandes, nos hace valorar todavía más los enormes éxitos obtenidos, pues resulta evidente que no contábamos con ningún apoyo en los órganos directivos del fútbol español. Más bien lo contrario, en vista de aquella desproporcionada sanción. El bilbaíno José Ramón Irusquieta sustituiría poco después a Cortizo en el puesto de lateral derecho con total garantía. Paco Santamaría era el defensa central con el que sueñan todos los equipos: contundente, sobrio, infranqueable. Severino Reija, el gran “Pitico” Reija, fue el primer gran carrilero del Zaragoza y es hasta la fecha el más brillante y laureado de nuestros laterales izquierdos, el único zaragocista que ha disputado dos Mundiales: el de Chile y el de Inglaterra. Isasi, Pepín, Pais y Violeta jugaron todos aquellos años por delante de la defensa, en la posición que entonces se llamaba de medio volante. Los dos primeros destacaron siempre por su entrega y su lucha y un gran poderío físico, Antonio Pais fue un jugador finísimo y Violeta, con sus catorce temporadas en el primer equipo, se convertiría en el gran icono zaragocista que todavía es hoy para muchos. Zaragozano del barrio de Torrero, internacional durante años, sempiterno capitán, José Luis Violeta, como Yarza, solo vivió para este equipo. Hoy debería ser nuestro Presidente de Honor, nuestro Alfredo Di Stéfano.

La delantera de aquel fantástico equipo fue la que dio nombre al mismo: la delantera de los cinco Magníficos. El extremo derecho era Canario (Darcy Silveira Dos Santos), al que sus compañeros llamaban “Pajarito”. Venía del Sevilla y había ganado con el Madrid la Copa de Europa de 1960 frente al Eintracht Frankfurt. Tenía una gran velocidad y un durísimo disparo y se ganó en seguida el corazón de todos los zaragocistas. Eleuterio Santos era el esfuerzo y la brega constantes y, pese a tratarse de un interior, un notabilísimo goleador, pues llegó a marcar 96 goles con el Zaragoza. Marcelino ha sido el mejor delantero centro de nuestra historia y el mejor rematador de cabeza que nunca haya existido en el fútbol español. Todavía hoy sigue siendo el máximo goleador de la historia del Zaragoza. Juan Manuel Villa era la elegancia y la distinción convertidas en interior izquierdo y fue dueño del regate (o dribling, como decíamos entonces) más seco y endiablado de la época. El dueño de la banda izquierda era Carlos Lapetra, el otro aragonés del equipo, que tuvo la zurda más fina, exquisita e irrepetible que se recuerda por estos parajes. Para muchos, el mejor jugador de toda la larga historia del Zaragoza. Hubo también suplentes de lujo: Cardoso, Endériz, Encontra, Sigi…Y ya al final de los Magníficos llegaron Manolo González, Manolo Fontenla, Miguel Ángel Bustillo…

De este equipo fueron internacionales nada más y nada menos que Santamaría, Reija, Violeta, Santos, Marcelino, Villa, Lapetra y Bustillo. Ocho jugadores internacionales con España, más Canario que ya había sido internacional con Brasil. Nunca en la historia hemos tenido nada ni parecido. Nos hicieron tan felices que, viendo en lo que nos hemos convertido, hasta duele recordarlo.

De todo esto y de mucho más nos habla Rafael Rojas en este también magnífico libro. Rojas, que se curtió en el diario deportivo aragonés “Equipo” y publicó en 2006 una monografía sobre la selección aragonesa de fútbol y en 2007 otra sobre los cincuenta años del campo de La Romareda, ha investigado a fondo en las hemerotecas, ha entrevistado a decenas y decenas de protagonistas de aquellos años y ha puesto al alcance de todos los zaragocistas, con pulcritud encomiable, la historia, casi diaria, desde luego partido a partido, de aquellas temporadas inolvidables. Nunca se lo agradeceremos bastante. Dedicar tantos esfuerzos y energías a estudiar y divulgar la historia de nuestro equipo, dedicar tanto trabajo generoso a algo en apariencia tan poco relevante, tan poco reconocido o valorado intelectualmente, es hermoso y emocionante. Porque yerran quienes piensan que el Zaragoza es solo un equipo de fútbol. El Zaragoza es mucho más que eso para los miles y miles de zaragocistas que vibran, sufren y gozan con su equipo. Ser del Zaragoza es una actitud ante la vida, es estar con los de casa frente a los de fuera, es estar con los pobres y los humildes frente a los ricos y los poderosos, es estar con los que pierden muchas veces frente a los que ganan casi siempre, es estar con los que quieren morir de pie antes que vivir de rodillas frente el imperio mediático que solo nos habla del Madrid y del Barcelona. Y es defender el legado que nos dejaron nuestros padres y nuestros abuelos y no el de los padres y los abuelos de Chamberí o del Ampurdán. No sé si esa actitud ante la vida es mejor o peor que otras. Tampoco me importa. Solo sé que es la nuestra, la de quienes amamos a este equipo y nunca podríamos ser de otro, la de quienes nos hemos educado en el cariño y el compromiso con el club que ha llevado por todo el mundo el nombre de nuestra ciudad y que ha sido tradicionalmente el equipo con el que se han identificado los aragoneses de toda clase y condición. Hoy, es verdad, este equipo está pasando por uno de sus peores momentos, tal vez por el peor, pero precisamente por eso los zaragocistas estamos junto a él con más fuerza que nunca. Como rezaba aquella histórica pancarta que desplegó un grupo de nuestros seguidores: “Te animaré cuando menos lo merezcas porque será cuando más lo necesites”.

Rafael Rojas merece pues nuestro reconocimiento y admiración más sinceros. Ha entrado ya en ese selecto grupo de historiadores del zaragocismo que trató de acercar la historia de nuestro equipo a sus aficionados: Miguel Gay, que publicó ya una historia del Zaragoza en el lejano 1940, Ángel Aznar, Ángel Castellot, Pedro Luis Ferrer, Ricardo Gil, José María de Jaime, Javier Lafuente, Antonio Molinos y José Miguel Tafalla. A todos les guiaba la mejor de las intenciones: codificar y dar a conocer la historia del equipo de la capital de Aragón. Rafael Rojas ingresa ahora en ese escogido club de historiadores del zaragocismo con la narración ejemplar -y necesariamente melancólica- de aquellos años en los que fuimos los mejores. Ahora solo nos queda soñar con volver a repetir esos triunfos. Ojalá sea posible.