En octubre de 1860 la reina Isabel II, acompañada de un séquito del que formaban parte entre otros muchos su marido don Francisco de Asís, O’Donnell, Claret y el príncipe de Asturias don Alfonso, visitó Aragón. Habían salido de Barcelona en tren con dirección a Lérida, y de aquí en adelante iban a viajar en coches de caballos a razón de doce kilómetros a la hora, poco más o menos. Ese viaje lo contó Antonio Flores en un libro que Manuel Rivadeneyra imprimió en Madrid en 1861: Crónica del viaje de sus Majestades y Altezas Reales a las Islas Baleares, Cataluña y Aragón en 1860.

La reina durmió en Bujaraloz la noche del día 6 alojada en casa de don Mariano Gros -y no Fros, como por error escribió Flores- Pallarés. Al día siguiente salieron para Zaragoza, adonde llegaron sobre las 3 de la tarde. El recibimiento oficial por parte del alcalde don Simeón Gimeno se hizo en la fábrica de harinas de los señores Villarroya y Castellano, y allí se le entregaron a doña Isabel las llaves de la ciudad. Pero nadie pensó que su rolliza Majestad fuera a tener allí mismo un inesperado apretón y no se estaba preparado para ello. Así que toda una reina de España, toda una Isabel II, tuvo que aliviarse en una vasija de la portera de la fábrica, que no es de extrañar guardara aquella real deposición como “caca en paño”.  El asunto del apretón no lo cuenta desde luego Antonio Flores, cronista oficial del viaje, sino el gran Mariano Gracia Albacar en sus memorias.

A esa especie de pérfida domadora, que se representa en la ilustración con el siniestro estandarte del Santo Oficio, ante la mirada bobalicona de Francisco de Asís y Claret, me hubiera divertido más que se la hubiera dibujado con sus reales posaderas apoyadas en la vasija de barro de una humilde aragonesa, con el gesto descompuesto y más cabreada que un mono por no disponer de un cuarto de baño en condiciones, sobre una leyenda en la que se leyera: “La mierda / a todos nos iguala”.

JOSÉ LUIS MELERO