PRESENTACIÓN de UN AMOR DE REDON, de Ricardo Lladosa
Museo Pablo Serrano. 17 de octubre de 2019
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Debe de ser que la cacofonía es enemiga de la posteridad. De ahí que apenas se recuerde hoy al pintor francés ODILON REDON. Yo creo que esto de que la cacofonía es enemiga de la posteridad lo sabe más gente de la que parece. Por eso mis padres, con buen criterio y para tratar de evitar que su hijo cayera en el olvido y llevara un nombre que le condenara inexorablemente al ostracismo o, cuando menos, al anonimato, no me llamaron VALERO, pese a ser éste nombre tan zaragozano y tan apropiado para familia tan zaragozana como la mía. Valero Melero hubiera sido un despropósito y nadie me habría tomado en serio. No es que ahora se me tome tampoco demasiado en serio (sobre todo cuando hablo del Zaragoza y esas cosas de las que los sesudos intelectuales abominan), pero un poco más al menos, yo creo que sí. Por la misma razón, los padres de Ricardo Lladosa no pensaron ni por un momento llamar a cualquiera de sus dos hijas ROSA (Rosa Lladosa hubiera sido también algo tremendo, impropìo de mujeres tan distinguidas), ni los padres de mi amigo -y orgulloso suegro de Ricardo Lladosa- Gabriel Oliván, tuvieron nunca la tentación de llamarlo JULIÁN (pues llamarse Julián Oliván le habría impedido con toda seguridad llegar a ser, como lo fue durante muchos años, insigne presidente de “La Cadiera”). Los padres de ODILON REDON no tuvieron en cambio tanto cuidado, y nuestro Odilon nació pues ya prácticamente acabado y condenado al olvido (o lo que sería peor, al cachondeo) que le espera a la gente cuyos nombres no pueden tomarse en serio. Pero aquí estaba Ricardo Lladosa, en Zaragoza, que buenos somos nosotros, para liberar a Redon de los grilletes del olvido y dedicarle, nada más y nada menos, que toda una novela, todo un biopic apasionante. No un articulito, no (como he hecho yo tantas veces con muchos raros y olvidados del estilo de Redon), sino una novela entera y verdadera. La cosa va de lo siguiente: el pintor Odilon Redon (que fue un buen pintor simbolista y postimpresionista, amigo de Darwin y de Baudelaire -a quien ilustró algunos libros-, que es considerado por algunos como precursor del surrealismo, y que se hizo popular en su momento por haber decorado la biblioteca de la abadía cisterciense de Fontfroide, y, sobre todo, a través de la novela de Huysmans, A contrapelo, una novela de culto en su época, en la que uno de los personajes, un aristócrata decadente, colecciona dibujos de Redon), recibe el encargo de pintar tres grandes cuadros para decorar el castillo en el que vive un gran banquero judío, que lo ha adquirido en subasta instada por los acreedores de los marqueses a los que perteneció. Allí, Redon conocerá a la mujer del banquero, Ainhoa, que le cautivará, y por cuya causa se verá protagonizando algunas aventuras inimaginables para él apenas unos días antes. Y así, se verá impelido a profanar supuestas tumbas, a enfrentarse a supuestos espectros y fantasmas… El hijo del banquero, Lucien, que no es hijo de Ainhoa, es aspirante a poeta y asiduo de la tertulia que Mallarmé mantiene en su casa. A Lucien lo llevó allí Verlaine, a quien aquel muchacho rico, hijo de banquero y con ínfulas de poeta, le había caído en gracia. Fue Lucien quien, en casa de Mallarmé, le pide a Redon que pinte esos tres cuadros para el castillo de su padre. Al principio, Redon decide no aceptar el encargo, pero al conocer a Ainhoa se siente tan atraído por ella que muda de intención y acepta pintar esos tres cuadros, que van a representar a Betsabé, a Judit y a Salomé, muy de acuerdo con los gustos de la época. Ainhoa es fotógrafa y le pide a Redon que le permita fotografiarlo mientras pinta, para documentar de ese modo la evolución de cada cuadro. A partir de ahí se desarrollarán los acontecimientos: Redon pintando esos tres grandes cuadros, Ainhoa fotografiándolo, y el castillo de los antiguos marqueses como escenario en el que van a suceder muchas cosas. Hay muchos personajes, además de los citados, en la novela: la mujer de Redon, la criolla Camille, natural de la isla de Reunión; el banquero marido de Ainhoa; el hijo poeta, que quiere ser maldito y acabará consiguiéndolo; la variopinta servidumbre del castillo; o el extraño jesuita (ingeniero y constructor de máquinas a motor), que acabará instalándose en el castillo. Todos ellos nos irán sorprendiendo a lo largo de la novela con comportamientos poco previsibles, hasta llegar a un final inesperado y dramático. Porque en la novela nada es lo que parece, lo que comprendemos ya desde el mismo momento en que el mayordomo Legrand le miente a su señora, y le niega, pese a haberlo visto Ainhoa con sus propios ojos, haber paseado con ese individuo con hábito que parecía un chino y del que entonces aún desconocemos su identidad. Y mientras el libro avanza, Redon se carteará con Gaughin y con Mallarmé; recibirá a André Gide, que quiere comprarle unos dibujos; y nos hablará de su colección de postales de arte y del pintor Delacroix, que fue el autor del primer cuadro de la historia en que un pintor se basó en una imagen fotográfica y no en una modelo. Pero la gran protagonista de la novela, junto con Odilon Redon, es Ainhoa, la mujer del banquero, que procede de la Baja Navarra y que será quien eche mano de Redon para ir descubriendo la trama de todo lo que va sucediendo en el castillo. A Ainhoa, Ricardo Lladosa la convierte en narradora en primera persona. El libro se compone de 23 capítulos narrados en primera persona: Redon narra todos los impares y Ainhoa todos los pares. Son los dos únicos narradores de la novela. Con todo, y a lo mejor discrepo de otros lectores, mi personaje favorito es Lucien, el hijo poeta del banquero. Es un personaje casi surrealista y tan divertido que sirve de perfecto contrapunto al tono severo de muchas de las páginas del libro. Lucien protagoniza todo el humor del libro, un humor muy fino y sutil que nos hace sonreír cada vez que nuestro poeta aficionado entra en acción. Lucien, que se hace confeccionar por su taxidermista, con pieles curtidas de peces, una especie de traje de buzo hecho de escamas y acabado en una gigantesca cola que cubre sus piernas, está escribiendo un poemario, Entrevistas con monstruos solitarios, en cada uno de cuyos poemas el poeta, transformado en pez, conversa con una de las especies del Garona: la carpa, el siluro… Y está convencido de que esa va a ser su obra maestra. El humor ya no puede alcanzar más altas cotas. Me recordaba mucho a algunos de los escritores (esta vez de carne y hueso) que Daniel Heredia entrevista en su libro de conversaciones ¡A los libros!, porque en muchos casos la realidad supera a la ficción. En él, por ejemplo, Montero Glez afirma sin cortarse un pelo que su próxima novela va a ser un pelotazo. Vamos, que donde esté este Montero Glez que se quite Patria de Aramburu. Todos los pasajes de la novela relacionados con Lucien son humorísticos, como cuando Verlaine le escribe una elegía (“Elegía al hombre pez”) a cambio de mil francos. Mallarmé, después de escucharla, dirá: “Por mil francos, podía haberse esforzado más”. Vamos, lo que cualquiera de nosotros hubiera dicho, lo normal en el mundillo literario: un poeta criticando a otro. El ambiente de la bohemia se describe a la perfección, y Lladosa se ha documentado muy bien leyendo los diarios de Jules Renard, uno de mis diaristas favoritos, en el que recuerda al poeta maldito Paul Verlaine como un hombre que pasaba la mitad del día durmiendo y la otra mitad bebiendo absenta. También aparecen por el libro Charles Baudelaire, que en 1857 publicó su famosísimo Las flores del mal, y Edgar Allan Poe, de quien el propio Baudelaire tradujo al francés sus Narraciones extraordinarias ese mismo año. Para que se vea que Ricardo ha elegido al presentador adecuado, aquí está la edición francesa de esas Narraciones extraordinarias de 1857. Esto es un golpe de efecto, como los que Lladosa utiliza en su novela a menudo. La documentación de la novela es extraordinaria y no sólo se limita al mundo de la bohemia. Para poder describir la zona con precisión, Ricardo Lladosa visitó el Medoc, región próxima a Burdeos, y así ver con sus propios ojos los lugares donde residió Redon y donde se desarrolla la novela. Y ha contado Lladosa que la finca donde vivió Redon se vendió a los barones Rothschild, los famosísimos banqueros judíos, que ahora hacen allí unos vinos de precio prohibitivo. Ante tanta profesionalidad, pensé: “Menos mal -para la economía familiar, digo- que la acción no se desarrollaba en Nueva Zelanda, nuestras antípodas, porque el viaje le habría costado un pico”. Son muchas las preguntas que nos iremos haciendo a lo largo de la novela y conforme vayamos avanzando en su lectura: ¿Qué ocurrirá en el castillo? ¿Será un castillo con fantasmas? ¿Qué pasará con los tres cuadros que pinta Odilon Redon? ¿Qué final tendrán las fotografías que le hace Ainhoa a Redon mientras éste pinta? ¿Alcanzará el éxito Lucien el poeta? ¿Hasta dónde llegarán las relaciones entre Ainhoa y Redon? ¿Serán infieles a sus cónyuges y se convertirán en amantes? ¿Se enamorarán para siempre? O, por el contrario, ¿mantendrán su relación en el estricto ámbito de una casta amistad? ¿Qué papel va a jugar en la novela la servidumbre del castillo? ¿Y el misterioso y sibilino jesuita? ¿Qué se dirán en sus cartas Redon, Mallarmé y Gaughin? ¿Cómo será el taller de fotografía donde Ainhoa estudia? Su profesor es un fotógrafo post mortem, Jules Lamort (nunca un apellido fue mejor elegido), que con argollas y barras de acero consigue mantener de pie a los muertos y fotografiarlos como si estuvieran vivos. Las argollas agarraban el cuello, la cintura y los tobillos a la barra de acero. También aplicaban un ungüento que pegaba las pestañas a los párpados, logrando así que los ojos permanecieran abiertos. Las páginas dedicadas al trabajo de Lamort fotografiando a los muertos son también de lo mejor y más impresionante del libro. Pues bien, todas estas son preguntas que el lector se irá haciendo conforme avance la lectura de la novela y que harán que ésta le atrape de forma absoluta. El autor nos irá llevando permanentemente engañados, porque el engaño está presente en Un amor de Redon desde el principio, ya desde la cita de Petronio que abre la novela: «El mundo desea ser engañado; engañémoslo». Una novela que muchos calificarán de gótica, pues el castillo, los espectros, los fantasmas… harían creer que lo es en una lectura precipitada, pero que en realidad es mucho más que eso, pues aunque Lladosa se sirva tal vez de los basamentos de la novela gótica, rehúye las convenciones del género, para crear una apasionante novela de intriga y suspense. Ricardo Lladosa ya nos deslumbró en Madagascar y ahora nos regala otra novela magnífica que les va a sorprender y entretener, que les va a hacer pasar unos ratos extraordinarios y con la que aprenderán no pocas cosas de la cultura y la vida de la época, ese final del siglo XIX convulso y apasionante, antesala de las vanguardias. Lladosa empezó a escribir novelas en la madurez, que es cuando se escriben las grandes novelas. Se puede ser un gran poeta siendo muy joven (y todos conocemos extraordinarios poetas de una precocidad insultante), pero es muy difícil ser un gran novelista joven. La novela es el género de la madurez, porque exige haber leído mucho, haber escrito mucho y tener mucho oficio. Ricardo Lladosa ya tiene ese oficio. Lo tiene suficientemente dominado. Y de ahí que nos haya obsequiado para disfrute de todos esta magnífica novela, que deberán comprar apresuradamente antes de que se agote esta primera edición y mi amigo Javier Jiménez tenga que reeditarla. Porque ya saben que las dos peores palabras de la lengua castellana son, sin ningún género de dudas: segunda edición. Muchas gracias.
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