LABORDETA Y ZARAGOZA

José Luis Melero Rivas

La Magia de Viajar por Aragón, noviembre de 2010

 

He paseado mucho con José Antonio Labordeta por Zaragoza. Tanto, que casi cualquier rincón de la ciudad me trae su recuerdo. Algunas veces él me venía a buscar a la salida del trabajo, por la tarde, y me esperaba en la plaza Mariano Arregui, justo al lado de la Biblioteca de Aragón de la calle Doctor Cerrada. De ahí, subíamos paseando por el paseo Fernando el Católico hasta llegar a la plaza de San Francisco. En ocasiones, cuando el buen tiempo lo permitía, nos sentábamos en la terraza de uno de los dos cafés que hay en la parte derecha de la plaza, casi siempre en la del que está situado más próximo al quiosco de periódicos que fundara Antonio Vidal, pero muchas veces llegábamos hasta el Parque Grande, ese que ahora va a llevar su nombre, y allí descansábamos en alguno de sus bares, restaurantes o merenderos, preferiblemente en el Flandes y Fabiola. Incluso llegamos a Las Ocas algún día. Había veces que subíamos al Cabezo y allí mirábamos la ciudad desde la estatua de Alfonso el Batallador. La vuelta podíamos hacerla por el Canal Imperial hasta llegar a la clínica de San Juan de Dios, el antiguo cine Torrero y de ahí bajar por el Parque Pignatelli y el paseo de Sagasta. Pero de esto hace ya bastante tiempo. En los últimos años esta caminata ya era demasiado larga para José Antonio y los paseos los hacíamos más cortos. Entonces quedábamos siempre delante de la antigua Facultad de Medicina, en el Edificio Paraninfo, y por el paseo de la Independencia, siempre por la acera de la izquierda, llegábamos hasta la plaza de España, seguíamos por el Coso en dirección a la plaza Salamero, a la que siempre llamamos por su antiguo nombre de la plaza del Carbón, y por la calle Azoque nos dirigíamos a la Puerta del Carmen. En la esquina del paseo de Pamplona con la avenida de Hernán Cortés nos despedíamos: él se iba en dirección al paseo de María Agustín para coger la calle Capitán Esponera, hoy Elvira Hidalgo, donde vivía, y yo me iba en dirección opuesta hacia mi casa.

Esos eran nuestros recorridos más habituales, pero hemos paseado, claro, por muchos sitios más: por las orillas del Ebro con nuestro amigo Ángel Artal, por el paseo de la Constitución y la avenida de Cesáreo Alierta, por el Tubo, por la plaza de San Cayetano, tan querida por él y a la que volvió quizá por última vez el día que le concedieron la medalla de Santa Isabel de Portugal de la Diputación Provincial de Zaragoza, por el Mercado Central, las Murallas Romanas y San Juan de los Panetes una tarde inolvidable con Eloy Fernández Clemente, por las calles de San Ignacio de Loyola e Isaac Peral, en las que le recuerdo conversando con Fernando Sanmartín, que ese día nos acompañaba, por Alfonso I y don Jaime I -o San Gil- para llegar a la plaza del Pilar, por Zurita y Sanclemente, por San Vicente de Paul para ir a la farmacia de la escritora Cristina Grande, por Casa Jiménez, Cádiz o Cinco de Marzo. Lo característico de todos estos paseos es que eran interminables, porque Labordeta se paraba a hablar con todo el mundo y “cogía unos capazos” que parecían no tener fin. “Coger capazos” se llama en Zaragoza -aclarémoslo para los lectores no zaragozanos-  al hecho de pararte a hablar con un conocido en la calle y estarte así, tan ricamente, un buen rato pegando la hebra. En eso Labordeta era un consumado maestro y un paseo normal, que podría habernos durado tres cuartos de hora o una hora, con él se podía convertir en un paseo de hora y media o dos horas. Todos los que hemos paseado con José Antonio por la ciudad sabemos que se paraba a hablar con todo el mundo: con los amigos y conocidos, por supuesto, pero también con cualquiera que se pusiera a hablar con él. Y era tanto el cariño que le tenía la gente que eran muchos los que lo hacían. Pero no sólo era eso: a Labordeta le gustaba tanto la gente que también hablaba con los mendigos -que nunca se iban de su lado sin unas monedas-, con los músicos callejeros, a alguno de los cuales admiraba profundamente, con los encargados de la limpieza pública… En las Fiestas del Pilar del pasado año 2009, las últimas que él vivió y de las que fue pregonero, fuimos juntos a los toros. Le habían llamado de Canal Plus para que acudiera a su palco a ver la corrida del día 16. Y me propuso ir con él. Yo le dije que a la librera Eva Cosculluela y al escritor Rodolfo Notivol, buenos amigos de los dos, también les apetecería ir, y Labordeta, encantado siempre de estar con sus amigos, pidió invitaciones para ellos dos. Así que fuimos los cuatro a los toros. Aunque casi no llegamos. Fui a buscarle a su casa y por el paseo de María Agustín y luego por la calle Gómez Salvo llegamos a la Plaza de Toros. Habíamos quedado en el Mesón Asador Campo del Toro, en la plaza del Portillo, con nuestros dos amigos para tomar un café. Hay apenas unos pocos metros entre ese mesón y la plaza de La Misericordia. Pues bien, creímos que no íbamos a llegar nunca y que el primer toro saldría al ruedo sin que hubiéramos podido acomodarnos en nuestros asientos. Era tan grande el cariño de la gente que muchos lo paraban, lo abrazaban, algunas señoras le pedían permiso para darle un beso y así, claro, era imposible llegar a la Plaza. Por fin lo conseguimos, casi de milagro, no sin tener que librarle un tanto abruptamente de los tres o cuatro últimos admiradores que no lo soltaban ni a tiros.

Hacia 1980, cuando conocí a José Antonio, éste vivía en el Camino de las Torres, en la acera de los impares, en la manzana comprendida entre Sagasta y la avenida del Tenor Fleta, justo enfrente de un bar que se llamaba Le Petit Trianon. En el verano de 1982 yo había estado en su casa de Villanúa con el poeta Luciano Gracia, pero en la de Zaragoza no estuve hasta el año siguiente. El 10 de marzo de 1983, el día que Labordeta cumplía 48 años, Chesús Bernal y yo fuimos a su piso del Camino de las Torres a hacerle una larga entrevista que se publicó en el número 19 de la revista Rolde. Y otro día Labordeta me llevó a un ático o buhardilla que tenía en la calle Bolonia y que utilizaba por entonces como estudio. Años más tarde pasó a vivir a la calle Zurita y también allí fui a verle no pocas veces. Estaba su casa enfrente del Café Babel y Labordeta podía bajar casi en zapatillas a tomar café con los amigos que nos citábamos allí. Su última casa fue la de la calle Capitán Esponera, hoy Elvira Hidalgo, donde sus amigos lo hemos estado yendo a visitar hasta que lo ingresaron en el hospital la misma semana de su muerte. Muy próximo está el comedor social para transeúntes de la parroquia de Nuestra Señora del Carmen, en el número 8 del paseo de María Agustín. En la puerta de esa iglesia quedábamos José Antonio y yo muchas noches cuando íbamos a cenar a Casa Emilio. Ha sido precisamente el restaurador Emilio Lacambra quien ha contado que Labordeta le mandaba a su restaurante a algunos de estos transeúntes para que les diera de comer. Luego, José Antonio pagaba esas comidas. Nunca lo supimos sus amigos. Labordeta cumplía el precepto bíblico: que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha.

Fuimos juntos a tantos bares, cafés y restaurantes en Zaragoza que sería imposible recordarlos a todos. Nuestro café de referencia fue siempre el Café Levante, en la calle Almagro, donde Labordeta se sentía como en casa. Allí hemos pasado horas sin cuento, casi siempre rodeado de buenos amigos. Por la noche, cuando quedábamos a tomar café después de cenar, nuestro punto de reunión fue primero El Ángel Azul en la calle Blancas y más tarde el Café Babel, en la calle Zurita. Los años que Labordeta vivió en esta calle no le costaba ningún esfuerzo bajar, pero cuando se cambió a Capitán Esponera ya le caía algo más lejos y le daba alguna pereza salir por la noche. Así que en ocasiones, como yo bajaba casi siempre en coche, lo iba a buscar a su casa. Otras veces quedábamos en el bar Bohemios, en el Camino de las Torres, y hasta allí acudía Labordeta disciplinadamente. Uno de los bares por los que José Antonio sentía más cariño era la Cafetería Lanuza, junto al Mercado Central, esquina a la calle Manifestación. Allí, tan cerca del Colegio de la familia Labordeta, en la calle Buen Pastor, pasó José Antonio muchas horas de su infancia y adolescencia, allí permanecía vivo el recuerdo de su hermano Miguel y allí fui una tarde con él y con Eloy Fernández Clemente (que también dio clases en el colegio Santo Tomás de Aquino) para que ambos recordaran los viejos tiempos. Otros bares y restaurantes que frecuentaba Labordeta eran el Praga, en la plaza Santa Cruz, el Gircres, en Hernán Cortés, el bar Lucas, en la calle Madre Sacramento, o El Cantábrico en el paseo de Pamplona. También fuimos alguna vez al bar El Circo, en la calle Blancas, a comer su maravillosa tortilla de patata, y a la plaza Santa Marta a cenar de tapas.

Entre los restaurantes a los que íbamos recuerdo con especial cariño una comida en Casa Lac, en la calle Mártires, en el Tubo, con él y con Félix Romeo, uno de los amigos a los que más quiso, y una cena en Casa Pascualillo, también en el Tubo, en la calle Libertad, justo al lado de donde Inocencio Ruiz tuvo su primera librería de viejo en los años cuarenta, después del gran homenaje que le organizaron el Rolde de Estudios Aragoneses y la SGAE en el Teatro Principal en noviembre de 2008. Esa noche, con su querido Luis Alegre de maestro de ceremonias, cenamos en el Pascualillo cincuenta o sesenta personas. Pero nuestro restaurante más querido ha sido, claro, Casa Emilio, en la Avenida de Madrid. En Casa Emilio hemos celebrado los últimos treinta años todas nuestras fiestas: los cumpleaños de los amigos, las visitas a Zaragoza de nuestros amigos de fuera (que han oído hablar tanto de Casa Emilio que nos suplican que les organicemos allí una de esas disparatadas y desopilantes cenas), las presentaciones de nuestros libros… y cualquier excusa ha sido siempre buena para juntarnos a comer o cenar. Allí hemos cantado con Labordeta noches y noches, nos hemos reído hasta llorar y hemos sido felices. Nuestro reservado, en el piso superior, va a llevar desde ahora su nombre y ya está encargada la placa de cerámica que recordará siempre que ese fue el comedor de José Antonio Labordeta.

            A José Antonio le gustaba mucho el fútbol y era un gran zaragocista. En mi etapa de Consejero del Zaragoza, cuando yo viajaba con el equipo, siempre me llamaba después de los partidos para felicitarme por las victorias o, desgraciadamente la mayoría de las veces, para consolarnos mutuamente en las derrotas. Hemos visto partidos juntos en muchos sitios de la ciudad. Desde luego en La Romareda, pero cuando el Zaragoza jugaba fuera en muchos bares y casas de amigos. Entre los bares, quizá donde más en el Toque de Caña, en la calle Laguna de Rins. Y de casas de amigos recuerdo las de Cristina Grande, en el Hábitat Don 2000, junto al Parque Bruil, la de Mariano Gistaín en el barrio de la Almozara, en la calle Río Guatizalema, la de Ángel Artal en Hernán Cortés, y la de Miguel Mena y Mercedes Ventura en la margen izquierda, en la calle Matilde Sangüesa.

También José Antonio Labordeta y yo nos hemos presentado libros en Zaragoza. El primero que yo le presenté, acompañado en aquella ocasión de Cristina Grande, fue Cuentos de San Cayetano, en el año 2004, en el Hotel Catalonia Zaragoza Plaza de la plaza de San Cayetano. No hace falta explicar que un libro con ese título, que recordaba las correrías infantiles y juveniles de José Antonio por esa plaza y el barrio del Mercado, sólo podía presentarse en un lugar como aquél. Es su libro más zaragozano. Labordeta hace en él un recorrido por la Zaragoza de la época y nos habla, entre otros lugares, del Mercado Central y del cine Fuenclara, del campo de fútbol de Torrero, del río Ebro y de los galachos, de Helios y de la arboleda de Macanaz, del SEPU, de la bodega de Félix, del Matadero y de la torre de San Pablo, del Puente de Piedra y de la vieja estación de Caminreal. Dos años más tarde, Labordeta y Miguel Mena me presentaban en el salón de actos de la Facultad de Ciencias Económicas, en la Gran Vía zaragozana, mi libro Los libros de la guerra, y el pasado año 2009 el propio Miguel Mena y yo le presentábamos a José Antonio al alimón sus Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados en el Ámbito Cultural de “El Corte Inglés”, en el paseo de la Independencia.

Fuimos muchas veces juntos de librerías por la ciudad. Sobre todo a Antígona, en la calle Pedro Cerbuna, y a Los portadores de sueños, en la calle Blancas. En ambas librerías José Antonio se sentía como en casa y era difícil que saliera de ellas sin comprar algún libro. Pero también visitábamos otras librerías: Cálamo, en la plaza de San Francisco, la Librería Central en la calle Corona de Aragón, o la Librería General, en el paseo de la Independencia. José Antonio fue siempre un buen lector y leyó hasta el final. A mí me pidió el verano pasado que le llevara a casa el último diario de Andrés Trapiello y los últimos días andaba leyendo a Herta Müller porque Félix Romeo se la había recomendado vivamente.

Y no nos libramos de las bodas y los entierros. Fuimos juntos a las bodas de algunos amigos en la ciudad. Las dos últimas que recuerdo fueron las de Rafael e Ignacio Artal, los hijos de nuestro amigo Ángel. Las ceremonias fueron en San Pablo y  San Cayetano, y los banquetes -en homenaje a Buñuel, por aquello del discreto encanto de la burguesía- en el Gran Hotel de la calle Joaquín Costa, el hotel más decadente y con más glamour de la ciudad. Esos días José Antonio se ponía traje y corbata. De los entierros en Torrero prefiero no acordarme pese a que no han sido pocas las veces que tuvimos que subir hasta allí juntos.

Buena parte de su vida la pasó José Antonio Labordeta en Zaragoza, la ciudad en la que había nacido y a la que, pese a todas las críticas que pudiera hacerle, desencuentros y contrariedades, le tenía un “cariño ancestral”. En esta “vetusta ciudad, vieja como ninguna”, como él la llamó, pasamos José Antonio y yo algunos de nuestros mejores momentos, siempre rodeados de buenos amigos. Esos recuerdos zaragozanos me servirán para hacer más llevadera su ausencia. Si es que alguna vez su ausencia podrá hacerse llevadera para quienes tanto lo quisimos.