LA OFRENDA Y LOS TRAJES

           

José Luis Melero

[El Periódico de Aragón, 12 de octubre de 2008. Especial 50 años de la Ofrenda de flores]

            Ni un solo doce de octubre he dejado de bajar a ver la Ofrenda. Llevo haciéndolo al menos treinta y cinco años. Doy una vuelta por el Paseo, siempre por la acera de Soconusco y nunca antes de las doce, veo y palpo el ambiente y me voy en seguida a tomar un aperitivo. Pero jamás he participado en ella. En realidad yo sólo bajo a disfrutar de la variada tipología que nos ofrece la indumentaria tradicional aragonesa, porque a mí lo que de verdad me gusta de la Ofrenda son los trajes. Pero los de los otros. No me gusta disfrazarme, no lo he hecho nunca, ni en Carnaval ni en fiesta alguna. Sentiría vergüenza de verme con uno de esos trajes del país, que en la mayor parte de los casos son los que llevaba la gente del campo. Yo, que soy tan urbano que casi no he visto otro campo que el de La Romareda y que me llega justo para distinguir las borrajas de las acelgas. Pero me gusta mucho ver a miles y miles de aragoneses vestir como lo hacían sus tatarabuelos. Y desde luego a mis hijos los vestí de pequeños con esos trajes, aprovechando que no tenían edad para protestar, y les hice unas cuantas fotos para que al menos quedara el recuerdo de que sus padres cumplieron fielmente con la tradición. No vaya a ser que de mayores nos acusen de que les educamos ya desde niños en la displicencia y el descreimiento.

Soy chozno de aragoneses que en el Campo de Cariñena vistieron siempre con el traje del país y con él los enterraron. Así al menos me contaron mis abuelos que sucedió con los suyos. Por eso en mi caso concreto el vestirme con el traje tradicional aragonés no sería impostura, esnobismo o irrefrenable deseo de inmersión en los valores autóctonos, sino que bien podría entenderse, si tuviéramos ganas de enredarnos en explicaciones o de buscar argumentos de corte identitario, como un homenaje y recuerdo a mis antepasados que vistieron a diario con él. Pero también otros antepasados míos, éstos burgueses y zaragozanos de la capital, vestirían con levita y chistera y no por ello voy a pasear yo el día del Pilar, Sagasta arriba y Sagasta abajo, disfrazado de tal guisa. Habría, claro, una diferencia evidente: la levita y la chistera la compartimos con otros muchos pueblos y países y no forman parte del imaginario colectivo aragonés, mientras que nuestros trajes tradicionales sí pertenecen a lo más destacado de nuestro patrimonio cultural y etnográfico y merecen apoyo y difusión. Así que está bien que los recordemos al menos una vez al año, los vistamos con elegancia y decoro (como hacen también los ansotanos desde 1971 el último domingo de agosto, convirtiendo a Ansó en cita obligada para los amantes de los trajes tradicionales) y se los enseñemos a nuestros hijos para que vean cómo vestían algunos de sus tatarabuelos. Pero yo prefiero que sean los demás quienes lo hagan. Por eso, porque me da vergüenza hacerlo a mí, me gusta ir a ver cómo se disfrazan los otros y observar la majencia y el noble porte de los hombres -sobre todo de aquellos que llevan con altivez montañesa el chibón o jubón de bayeta blanca con los tradicionales adornos negros en bocamangas y coderas y se tocan la cabeza con esos sombrerillos de Sástago o “de medio queso” que tanto me gustan-, lo guapas que están las mujeres con sus mantones de Manila o con esos trajes de labradora que se han puesto en estos últimos años tan de moda, y lo graciosos y simpáticos que resultan siempre los niños a pesar de sus gayatas. Y, amante como es uno del rigor y las cosas bien hechas, protesto y me rebelo cuando veo que algunos visten nuestros trajes tradicionales con zafiedad y descuido, que otros se atan el cachirulo dejando los picos a la vista como si fueran bandoleros de la cuadrilla de Curro Jiménez, que unas cuantas cubren sus enaguas con faldas demasiado cortas, tal que si hubieran decidido fusionar las teorías de Mary Quant con lo que sería la genuina representación de las sayas que se llevaban en el siglo XIX, o que ciertos chalecos -algunos incluso con lentejuelas- son tan horteras y llamativos que servirían para que hubiera salido a la pista con ellos un antiguo domador de leones del Circo Price. Y tampoco entiendo cómo a estas alturas todavía la mayor parte de los pañuelos que se anudan a la cabeza son de esos a cuadros rojos -o morados- y negros que debieron de inventarse en la época de los Coros y Danzas de la Sección Femenina y que son a la tradición lo que una hamburguesa de McDonald’s a la gastronomía.

            Yo voy pues a la Ofrenda como un voyeur, sólo para mirar, y creo que los que participan en ella van mayoritariamente sólo para vestirse. A la gente le gusta disfrazarse y vestirse como lo hacían los antiguos aragoneses el día del Pilar. ¿Cuántos de los que hoy salen participarían en la Ofrenda si hubieran de hacerlo vestidos con ropa de calle? Una minoría sin duda. Por eso lo más característico de la Ofrenda, desde mi punto de vista, no es desde luego el fervor religioso, ni el fervor patriótico, ni las zarandajas de la Hispanidad, ni nada de eso. Lo esencial de la Ofrenda es que la gente saca sus trajes, que tiene guardados desde el año pasado, y encuentra una razón para ponérselos. Que para eso les han costado una pasta (sobre todo los que se han encargado estos últimos años en los talleres más cool). Y los demás disfrutamos desde la terraza de San Siro viéndoselos llevar, mientras nos tomamos una cervecita tan ricamente.