EL PINTORESCO Y CONTROVERTIDO ESCRITOR DON JULIO CEJADOR Y FRAUCA: UNA APROXIMACIÓN A SU VIDA Y OBRA
José Luis Melero Rivas
[Publicado en el libro colectivo Oscura Turba. De los más raros escritores españoles]
Setenta y dos años después de su muerte parece haber caído definitivamente en el olvido la recia personalidad del erudito y escritor don Julio Cejador y Frauca. Sólo una calle con su nombre recuerda hoy en Zaragoza a quien fue uno de sus hijos más preclaros y uno de los intelectuales más controvertidos de principios de siglo. Nacido pues en la capital de Aragón, en 1864, Cejador era, según Adolfo Castillo Genzor (1), oriundo de la villa de Ateca y de linaje notoriamente ilustre. Ricardo del Arco (2), sin embargo, afirma que procedía del Alto Aragón, en concreto de Fragen, muy cerca de Broto; y Eugenio Noel (3) explica su inadaptación a la Compañía de Jesús por el hecho de haber ingresado en la misma "de fámulo" y eso es, dice Noel, "como entrar en el Ejército de soldado raso; se asciende, se marcha, los méritos empujan; pero... no se va lejos, y si servicios excepcionales llevan lejos, el punto de partida ni se olvida jamás ni se rebasa del todo nunca, hágase lo que se haga". Así pues, también las noticias biográficas que nos proporcionan de él Castillo Genzor y Noel están en aparente contradicción, ya que no parece probable que alguien de "linaje notoriamente ilustre" entrara en la Compañía de Jesús como simple fámulo. La realidad es que su padre, Pascual Cejador y Lozano, era natural de la villa zaragozana de Ateca y pertenecía a la que tradicionalmente había sido la familia más rica del pueblo, aunque en esos momentos venida ya a menos pues "las muchísimas fincas de los abuelos, repartidas entre los hijos, se las había llevado la trampa", nos cuenta Cejador en sus memorias. A pesar de ello, de las paredes del caserón de sus abuelos, en la calle del Arrial Alto de Ateca, todavía colgaban antiguos cuadros con personajes ilustres de la familia, "entre ellos un obispo", que recordaban tiempos mejores. Su madre, Ana Frauca Belanzua, que había nacido en Tudela, bien podría proceder, como dice Del Arco, del valle de Broto, en la montaña aragonesa: todavía hoy subsiste Casa Frauca en Fragen y el apellido se ha conservado también en Sarvisé y Ayerbe de Broto. Vivió sus primeros años en Ateca, Calatayud -en una casa que llamaban "de Pujadas", con su tío Fabián, que era notario- y Tudela, a donde le llevaron en 1870. Muertos sus padres, sus abuelos le enviaron a estudiar el bachillerato a Castel-Ruiz, pero Cejador, rebelde y poco amigo de los libros por aquellos días, abandonó pronto los estudios. Fue entonces a Bayona, al colegio o pensionado de Saint Bernard que dirigían los Hermanos de las Escuelas Cristianas, con intención de aprender francés y cursar la carrera de Comercio, pero lo que allí hizo en realidad fue desarrollar sus facultades para el dibujo -especialmente para los paisajes al carboncillo, que al parecer causaban la admiración de sus profesores y la envidia de sus condiscípulos- y la música. Sin embargo Bayona habría de resultar decisiva en su vida, pues en la ciudad francesa se despertó su vocación religiosa, comenzó a formar parte de algunas congregaciones piadosas y finalmente decidió regresar a Tudela para ingresar poco después, con la oposición de algunos de sus familiares, en el noviciado de los jesuitas en Loyola, donde según nos cuenta en sus memorias pasó los mejores cinco años de su vida. Fue jesuita desde 1880 hasta 1899, año en que, ya ordenado sacerdote, abandonó la Compañía, a cuya férrea disciplina nunca pudo acostumbrarse. Viajó por Oriente -en Beirut residió dos años- y estudió con tesón sus lenguas (siríaco, hebreo, árabe, copto y armenio) y culturas. Fue profesor de griego en Deusto, catedrático de latín en el Instituto de Palencia, ciudad en la que fundó un Ateneo, y posteriormente en la Universidad Central de Madrid. Su biógrafo Antonio Domínguez nos cuenta cómo era su vida en Madrid: "Tenía por costumbre levantarse muy temprano, liaba su cigarreta, calentaba su cuerpo con una tacita de café‚ y se sentaba en su mesa de trabajo, rodeado de su más fiel y querido compañero, un hermoso gato de Angora llamado Titín... Enfrascado con sus libros, contento y satisfecho con su soberbia biblioteca, permanecía hasta que sus familiares le sacaban de su arrobamiento, que a veces llegó hasta estarse seis o siete horas sin levantar la vista y sin preocuparse de que era ya hora de dar al cuerpo el alimento que necesitaba para poder soportar tal exceso de trabajo"(4). Sus primeros artículos aparecieron firmados con el seudónimo de "Xu del Cairo" en la Revista de Aragón. Colaboró más tarde en los más importantes periódicos del país, especialmente en “El Imparcial”, donde fueron apareciendo sus crónicas sobre el lenguaje, y publicó una vasta y discutida obra filológica y crítica: Gramática griega, según el sistema histórico comparado (su primer libro, publicado en 1900 para servir de texto en la Universidad de Deusto), La lengua de Cervantes (1905-1906, en dos tomos) El lenguaje, en el que se incluía el Tesoro de la lengua castellana (1901-1914, en 12 volúmenes), Historia de la lengua y la literatura castellanas (1915-1922, en 14 volúmenes), La verdadera poesía castellana (1921-1924, en 5 volúmenes), Fraseología o estilística castellana (1921-1925, en cuatro volúmenes), Origen del alfabeto (1927), etc; una flébil obra narrativa, de la que después hablaremos: Oro y oropel (1911), Mirando a Loyola. El alma de la Compañía de Jesús (1913) y Trazas del amor (1914); y otras obras varias, entre las que destacaríamos los pequeños ensayos -"articulejos" los llamó él- de Cabos sueltos: literatura y lingüística (1907), que dedicó a Ortega y Gasset, Tierra y alma española (sin fecha, pero hacia 1923), su autobiografía Recuerdos de mi vida (1927), y sus colecciones de artículos Pasavolantes (1912), De la tierra... (1914) (5) y Cintarazos (1927, en tres tomos), que son las que más admiraba Ricardo del Arco y en las que, según sus palabras, "está el hablista, el lexicógrafo que baraja el idioma con riqueza y belleza, feliz de expresión, suelto, agudo y vivaz; estilo cortado y ágil, envolvente de conceptos atinados, muy de escuela aragonesa. Sabe a Marcial en la agudeza satírica; a Gracián, en la maciza ideología; a Jerónimo de San José‚ en tersura y elegancia" (6). De él aseguró Federico Carlos Sainz de Robles que fue un "conocedor perfecto de nuestros clásicos" (7), y así lo atestiguan las numerosas ediciones críticas que preparó de muchos de ellos: Arcipreste de Hita (1913), Mateo Alemán (1913), Fernando de Rojas (1913), Gracián (1913-1914), el Lazarillo de Tormes (1914), Cervantes (1916) y Quevedo (1916-1917). Publicó también otros tres estudios críticos sobre literatura clásica española: El Cantar de Mío Cid y la epopeya castellana (1920), La Comedia "El condenado por desconfiado" (1923) y El madrigal de Cetina (1923) (8). Escribió pues mucho y a diferencia de lo que les sucede a no pocos grafómanos (así le llamó a él Fray Candil) leyó mucho también y mantuvo siempre vivos el interés intelectual y el gusto por la lectura: en carta de Cejador al granadino injertado en Huesca Ricardo del Arco, fechada dos meses y medio antes de su muerte, le informa que ha comprado y leído con interés sus dos tomos sobre Figuras Aragonesas, cuya segunda serie acababa de publicarse. Murió en Madrid el 1 de enero de 1927. Sobre él se publicaron, al menos, tres trabajos biográficos: uno que no he visto, el de Edmundo González Blanco titulado Un sabio español menos, del que tengo noticia por Fernando Castán Palomar (9); otro de César González Ruano, Breves notas sobre Julio Cejador (10), y el antes citado de Antonio Domínguez Q., Julio Cejador y Frauca, que ya fue reseñado en nota a pie de página por Andrés Amorós en la introducción a su edición de A.M.D.G. de Ramón Pérez de Ayala (11). También Pérez de Ayala escribió un emotivo prólogo -"Julio Cejador: In memoriam"- para el libro de Cejador Recuerdos de mi vida, que luego sería recogido en Amistades y recuerdos (12). Y es que la relación entre ambos fue siempre de gran afecto: Cejador fue profesor del asturiano, como antes lo había sido en Deusto del joven Ortega y Gasset (13), en el colegio de San Zoilo de Carrión de los Condes, durante el curso 1889-90; y Pérez de Ayala lo retrató, con cariño no disimulado, en el personaje del padre Atienza, en su novela A.M.D.G., la cual iba a influir considerablemente -Amorós en su estudio citado indica los puntos coincidentes- en Mirando a Loyola de Cejador. Éste, además, al abandonar la Compañía de Jesús, vivió una temporada en Oviedo en casa de los Pérez de Ayala. La imagen, pues, que obtenemos del Cejador personificado en el padre Atienza al leer A.M.D.G. resulta, en palabras de Amorós, "muy humana y notablemente simpática". Pero, ¿fue así realmente? Enrique Gómez Carrillo le confiesa a Prudencio Iglesias Hermida que Cejador es "un erudito loco muy simpático. Este hombre tropieza un día con el nombre de un pobre español del siglo XIV que sabe leer y escribir y en seguida se lía el manteo a la cabeza y lo reputa como mejor que el Dante" (14). Domínguez nos descubre que fue hombre sobrio en el comer y en el beber, de trato un poco brusco, pero sencillo y candoroso. "Su carácter -añade-, como de buen aragonés, fue muy entero, sobre todo en la cátedra. Amigos muy íntimos, algunos ministros de la Corona, solicitaron de él favores, y algún catedrático llegó hasta ofrecerle un sillón en la Academia si transigía por dar su voto a un pariente suyo que estaba en oposiciones para una cátedra; pero todo era inútil: su criterio era firme y su decisión inquebrantable. Tenía prohibido a sus familiares aceptar regalo alguno en épocas de exámenes o en circunstancias en que se veía bien a las claras el objeto del regalo" (15). Noel lo califica de "bonísimo, sincero e inofensivo" y dice de él: "Cejador era eso: cura, y cura rural nuestro, de esos que se ponen la pluma de Santo Tomás en la oreja como los tenderos el lápiz. Sabio, excelente, sin genio en los sesos, pero con una cantidad enorme de ellos", y más adelante: "le faltó simpatía y eso le hizo daño" (16). También Ricardo del Arco, a pesar de que lo define como "la franqueza aragonesa andando" y de que piensa que fue hombre estudioso y retirado y, como buen aragonés, poco amigo de etiquetas, zalemas y empalagos, al recoger las opiniones de quienes lo conocieron coincide en que fue de natural arisco y un tanto agrio. González Ruano pone de manifiesto "la poca suerte, la ninguna acogida que se dispensó a Cejador entre el elemento juvenil, que tenía de él la equivocada idea de que era "una mula erudita" (17). Astrana Marín va más lejos y, en carta autógrafa que el 7 de septiembre de 1918 dirige desde Cuenca a Rafael Cansinos-Assens, llama a Cejador "crítico y filólogo a la vinagreta", "cabrón", "canalla frailuno", "hijo de puta", "miserable", "ladrón de sotana" y "sinvergüenza", entre otros calificativos no menos desconsiderados (18). Y el ultraísta Xavier Bóveda, cuando fue a entrevistar a Cansinos para una serie sobre el porvenir político e intelectual de España que publicaba en “El Parlamentario”, hablaba de matar "literariamente" a Cejador. (19). Estos juicios encontrados respecto de su personalidad todavía los vamos a ver más exacerbados en lo que concierne a su labor intelectual, que se desarrolló siempre entre fuertes polémicas. Ciertamente, Cejador fue un erudito muy peculiar y pintoresco. Su teoría acerca del euskera como idioma ibérico o "bascongado" -por la que el castellano, que habría nacido del latín y del vascuence, fue arrinconando a éste, que desde siempre había sido el auténtico idioma ibérico, hasta dejarlo circunscrito al País Vasco, donde hoy pervive- no fue aceptada ni respetada por casi nadie y ello quizá representara la gran tragedia de su vida. Pero él se mantuvo siempre en este punto orgulloso y altanero, y en su autobiografía escribe: "Mi gloria fue siempre mi hallazgo, aunque no fuese reconocido ni estimado". En el carácter polémico de su trabajo insiste Leonardo Romero Tobar: "Construyó su obra en una permanente polémica con personas y con instituciones, ya fueran la Compañía de Jesús o las feroces reseñas filológicas con que Américo Castro le obsequiaba desde la “Revista de Filología Española” (...). Sus obras reviven en pleno siglo XX una concepción romántica e individualista de la ciencia, castiza en sus ideas básicas -como es la tesis vasco-iberista para explicar el origen del español-, descuidada en sus aspectos formales, y, como le recordaba Ortega, incapaz de comprender a los demás"(20). Y Pérez de Ayala relata en Amistades y recuerdos cómo "cuando Cejador salió de la Compañía de Jesús, los hasta entonces sus hermanos divulgaban discretamente (...) que el pobre Cejador era muy poca cosa en lo tocante a la ciencia lingüística, y que ellos no le habían querido publicar cierta obra sobre el lenguaje porque no alcanzaba aquella jerarquía de autoridad inapelable que los jesuitas han ostentado siempre sobre los diversos órdenes del conocimiento divino y humano". También Unamuno se despacha a gusto con el bueno de don Julio: "Entre nosotros anda un escritor de cosas de filología, paisano de Costa, que no deja de tener ingenio y garbo, pero cuyas obras tienen de todo menos de ciencia, y aun algo peor, y es que aprovechan elementos científicos para fantasías más que arbitrarias" (21). Sin embargo, Azorín admiraba profundamente la ingente tarea intelectual de Cejador y sobre su obra filológica escribe lo siguiente: "Cejador no es un filólogo encariñado tercamente con lo arcaico; lo que hace que su crítica tenga atractivo para los no técnicos en filología es el criterio amplio, liberal y progresivo del autor respecto del lenguaje" (22). Mariano de Cavia creía que era un gran filólogo -"insigne gramático" lo llamó en un artículo en “El Imparcial”- y pidió para Cejador una cátedra de euskera en la Universidad Central (23). Andrenio lo calificó de "sabio modesto, cuya fama no ha salido aún del círculo de los doctos y de los estudiosos" (24). Y en esta misma línea, Castán Palomar nos asegura que años más tarde alcanzó un altísimo prestigio literario. Por contra, y para avivar el fuego de la polémica que siempre lo rodeó, Astrana Marín lo incluyó en su famoso El libro de los plagios. Las profanaciones literarias; y sus obras, junto con otras de Luzán, Campoamor, etc., fueron condenadas a la hoguera -según nos cuenta Rafael Alberti en sus memorias- en los actos conmemorativos del tricentenario de Góngora, en 1927. Su obra narrativa, hoy olvidada por casi todos, se nos antoja igualmente pintoresca, notablemente aburrida y de escaso valor literario. A su primera novela, Oro y oropel (25), la llama Cejador en el prólogo "capullo de novela". Con esos antecedentes, se comprenderá que todo lo que viene detrás es puro desatino: Fabián conoce a Carmen Mirabeles y ambos se enamoran. Fabián vive con su tío Clemente Contreras, que resultará ser el padre de la chica. La madre de Carmen, Teresa, casada con Francisco Mirabeles, pretende casar a su hija con Carlos, personaje grotesco, colaborador en periódicos católicos y amigo de los jesuitas. Cuando Carmen se entera de que es hija de Contreras, decide casarse con Carlos -que sabedor de la verdad le ha amenazado con contarla- para salvar la honra de su madre y evitar la vergüenza de quien creía su padre. Pero una vez casados, Carlos y su suegra -ahí es nada- se convierten en amantes. Francisco Mirabeles los descubre y los mata. Carmen, ya viuda, y Fabián podrán por fin casarse. El oro de la novela lo representan Carmen, Fabián y Clemente Contreras y el oropel Carlos, Teresa, y los padres jesuitas, a los que Cejador ataca despiadadamente a la menor ocasión. En Mirando a Loyola se nos presenta a Enrique Ortuño, un joven que se enamora de dos hermanas, creyéndolas una sola. A consecuencia de su error decide profesar de jesuita en Loyola. Durante su estancia en el noviciado conocerá la noticia de que una de las hermanas ha muerto y la otra se ha quedado muda. Nunca se adaptará a la Orden y al abandonarla y encontrarse de nuevo con Manolita, que así se llama la hermana que enmudeció, ésta recuperará el habla. En la novela, ferozmente antijesuita, se condena radical y apasionadamente la moral y la educación jesuíticas. "El jesuita es seco -escribe Cejador-. Melosas palabras y diplomacia cuando conviene; pero entrañas de corcho y hielo para todo lo que no sea el bien de la Compañía, que es su razón de Estado. Son intolerables por la soberbia y exaltación del propio juicio: así acaban en odio todas sus amistades". A Ramón Pérez de Ayala dedica Cejador su tercera y última novela, Trazas del amor, que el propio autor califica -y no seré yo quien le contradiga- de "peregrina historia". No debía de andar muy sobrado Cejador de recursos narrativos pues aquí repite uno de los que utilizó en su primera novela: la hija que está delante de su padre sin conocer la verdadera identidad de éste. Serapio Malasaña, médico del pueblo zaragozano de Fuenlabrada, intenta conquistar a dos hermanas, Leoncia y Ana, dueñas de la casa más rica del lugar, que acaban de perder a su madre. Su padre, Tomás Lanuza, que había abandonado el pueblo hacía tiempo, regresa ciego, haciéndose llamar Roque y disfrazado de mendigo. Ana le toma un gran cariño, en tanto que Leoncia y Serapio intentarán envenenarle. Ana descubre sus intenciones y asimismo se enamora de Roque. Cuando éste les hace saber su verdadera identidad, Ana casi enloquece. La cosa termina en que Tomás Lanuza recobra la vista, Serapio y Leoncia se casan y se van a vivir lejos, y Ana y su padre se quedan juntos para siempre. La novela es toda ella un puro disparate y, para que el desvarío sea completo, el propio Cejador entra de vez en cuando en el texto y nos regala sus opiniones sobre lo que está escribiendo, sobre los personajes, etc.: "Y ahora entro yo de nuevo con mis filosofías...", escribe en la página 225. También aprovecha para mostrar su desdén hacia los críticos, a los que llama "pesados moscardones", "reverendos linces" "tiesos y ceñifruncidos", "los consabidos chinches de la crítica"... Tiene asimismo la novela, especialmente en el capítulo séptimo, un componente baturrista de la peor especie: "Aquí, en Aragón, semos mu brutos y mu entercaos, pa lo que guste mandar" (página 84). Su obra periodística, sujeta en muchos casos a los avatares del día a día, de prosa altisonante y algo descuidada, y caracterizada siempre por un fuerte predominio de los temas lingüísticos sobre los literarios, tampoco parece que pueda ser hoy objeto de recuperación. Si hubiéramos de elegir entre algunos de sus artículos nos quedaríamos con los que publicó sobre ciudades españolas (Segovia, Sevilla, Málaga, Jerez...) en Pasavolantes y De la tierra..., con uno sobre José Santos Chocano y los jóvenes poetas de América que recogió en Cabos sueltos, en el que hace un documentado recorrido por la poesía americana y aprovecha para atacar a Rubén Darío, llamando a sus versos "golpes estrafalarios" y "rarezas inesperadas", y con algunos otros sobre escritores contemporáneos, especialmente uno dedicado a Hoyos y Vinent en Cintarazos. Su libro más atractivo para un lector de nuestros días es sin duda Recuerdos de mi vida, aunque desgraciadamente sólo abarca hasta el final de su época de jesuita. Son unas memorias sinceras, desgarradas, extraordinariamente humanas. En ellas Cejador nos habla de sus frustraciones (admite que el fracaso de su vida fue no publicar un diccionario de la lengua castellana), sus desengaños (especialmente con los Superiores de los jesuitas) y sus tristezas, como cuando recuerda a sus hermanas -que se metieron monjas- y piensa en su abuela, a la que "le parecía de perlas vernos colocados a los tres huérfanos en el convento". Hay algunas confesiones sobrecogedoras: "Mi padre había muerto en Ateca después de jugarse hasta lo que mi abuelo le había dejado para sus hijos, dando tan malos ratos a mi madre que siempre tenía yo apenada el alma por ello". Pero también nos hace conocer sus pequeñas vanidades, sus odios (el que sentía por ejemplo por Américo Castro, a quien llama "perrillo faldero y aullador") y sus amoríos, pues tuvo de joven una casi novia en Bayona, "una jovencita rubia de muy buena familia". En Tierra y alma española, libro pensado para los niños y a ellos dedicado, en el que hace un recorrido cultural y sentimental por las distintas tierras de España, Julio Cejador escribió que el aragonés jamás es servil, aunque ello perjudique a sus intereses; que es amigo de la igualdad de todos en libertades y derechos; que es franco, a pesar de los graves problemas que acarrea el manifestar la verdad; que es independiente y digno y que no se rebaja ante nadie, aun a riesgo de pasar por brusco y testarudo; y que estas elevadas cualidades, que se cifran en la independencia y en la entereza, no se dan sin una elevada inteligencia, que predomina sobre la imaginación en el aragonés. ¿Quién no ve en tan atinado juicio el involuntario autorretrato de don Julio Cejador y Frauca?
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(1) CASTILLO GENZOR, Adolfo: Zaragoza. Sus calles y su historia, Zaragoza, Editorial "Heraldo de Aragón", 1984, p. 129. (2) ARCO, Ricardo del: Figuras Aragonesas. Serie 3ª, Zaragoza, Institución "Fernando el Católico", 1956, p. 389. (3) NOEL, Eugenio: España fibra a fibra, Madrid, Taurus Ediciones, 1967, pp. 88-89. (4) DOMÍNGUEZ Q., Antonio: Julio Cejador y Frauca, Madrid, Figuras de la Raza, 3 de marzo de 1927, número 17, p. 13. A la vista del texto, no parece que Domínguez fuera persona demasiado proclive a cometer "excesos" en el trabajo. Por mi parte, hubiera preferido no conocer jamás como llamaba Cejador a su gato. (5) Mi ejemplar de este libro es el que perteneció al propio Cejador. Lo firma en la portada y en la página 1, y lo rubrica siempre cada dieciséis páginas: en la 17, 33, 49 y así sucesivamente hasta el final. No es pequeño capricho si pensamos que el libro tiene 336 páginas. (6) ARCO, Ricardo del: Op. cit., p. 391. (7) SAINZ DE ROBLES, Federico Carlos: La promoción de "El Cuento Semanal", 1907-1925, Madrid, Espasa-Calpe, S.A., 1975, p. 37. (8) Puede ser curioso mencionar en este sentido la carta de Cejador que se publicó en el número 2 de la madrileña revista “Índice”, dirigida por Juan Ramón Jiménez, en 1921, y en la que tercia en una polémica sobre la autenticidad de dos cartas del Greco a Góngora y una de éste a aquél publicadas por esa revista en su primera salida. Las cartas -nos cuenta González Ruano- eran falsas y sólo se trataba de una broma ingeniosa. Hay edición facsímil de los cuatro números de la revista “Índice” publicada por Ediciones "El Museo Universal", Madrid, 1987. (9) CASTÁN PALOMAR, Fernando: Aragoneses Contemporáneos, 1900-1934, Zaragoza, Ediciones Herrein, 1934, p. 140. (10) GONZÁLEZ RUANO, César: Breves notas sobre Julio Cejador, Madrid, Prensa Nueva, 1927. Este folleto fue escrito por Ruano el día 2 de enero de 1927, un día después de la muerte del aragonés, "con el deseo de que estas páginas fueran corona afectiva, epitafio sincero en la tumba recién abierta de don Julio Cejador". Incurre en algunas inexactitudes, como por ejemplo hacer nacer a Cejador diez años antes, en 1854. Agradezco a Ángel Artal Burriel el haberme facilitado su consulta. (11) AMOROS, Andrés (ed.), Ramón Pérez de Ayala, A.M.D.G. La vida en los colegios de jesuitas, Madrid, Ediciones Cátedra, S.A., (3ª ed.), 1984, p. 72. (12) PEREZ DE AYALA, Ramón: Amistades y recuerdos, Barcelona, Aedos, 1961. (13) Cejador le confesó a González Ruano que Ortega fue un mediano alumno de latín y que de griego no sabía una palabra. (14) IGLESIAS HERMIDA, Prudencio: Hombres y cosas de mi patria y de mi tiempo, Madrid, 1914, pp. 59-60 (15) DOMINGUEZ Q., Antonio: Op. cit., pp. 14-16. (16) NOEL, Eugenio: Op. cit., pp. 88-90. (17) GONZALEZ RUANO, César: Op. cit., p. 18. (18) Esta carta se reprodujo en facsímil en el número 12 de “Poesía. Revista ilustrada de información poética”, Madrid, Ministerio de Cultura, otoño de 1981. (19) CANSINOS ASSENS, Rafael: Obra crítica. Tomo I. Sevilla, Diputación de Sevilla, 1998, p. 619. (20) ROMERO TOBAR, Leonardo: "La humilde grandeza de la erudición moderna en Aragón", Cuadernos de Cultura Aragonesa de “EL DIA” (29-6-86). (21) UNAMUNO, Miguel de: "Sobre la tumba de Costa", en Ensayos, Tomo I, Madrid, Aguilar, S.A de Ediciones, 1964, p. 927. (22) AZORIN: Clásicos y Modernos II. Ver Horno Liria, Luis: Lo aragonés en algunos escritores contemporáneos, Zaragoza, Institución "Fernando el Católico", 1978, p. 182. Azorín publicó por primera vez este juicio sobre Cejador en la crítica que hizo a Pasavolantes en el “ABC” del 12 de octubre de 1912. (23) Ver “El Imparcial” de 12 de mayo de 1905 y 15 de abril de 1909. (24) Ver “La Época” de 20 de octubre de 1908. (25) Cejador no se esforzó demasiado por buscar un título original. El escritor vizcaíno Vicente de Arana ya había publicado en 1876 un libro de leyendas y poemas titulado Oro y oropel.
Publicado en el libro colectivo Oscura Turba. De los más raros escritores españoles. Escriben: Juan Perucho, José Blas Vega, Manuel Borrás, Miguel Pardeza, José Luis Melero, Enrique Vila-Matas, Andrés Trapiello, Felipe Benítez Reyes, Juan Manuel de Prada, Juan Domínguez Lasierra, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca, César Antonio Molina, José María Conget, Ana María Navales, Javier Barreiro y José Luis García Martín. Xordica Editorial, Zaragoza, 1999.
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