En recuerdo de Jesús Moncada

 

 

 

José Luis Melero Rivas

Cuando leí Camino de sirga en 1989 yo apenas sabía nada de Jesús Moncada. Siempre me gustó leer libros de autores aragoneses a los que, sin conocerlos todavía, por pura intuición, o por venir avalados por una editorial importante, o por saber por otros de su trayectoria o posibilidades, yo atribuía cualidades e interés suficientes para dedicarles el tiempo y el esfuerzo que sólo los críticos, los amigos más íntimos y los familiares dedican al libro de un desconocido recién aparecido. Y casi nunca me equivoqué con ellos. Fui feliz con El castillo de la carta cifrada de Javier Tomeo en 1979, a quien a pesar de haber publicado ya por entonces cuatro novelas yo todavía no había leído, y con los primeros libros de José María Conget editados en Hiperion (Quadrupedumque, Comentarios -marginales- a la Guerra de las Galias y Gaudeamus); y lo sería más tarde con Brisa de asfalto de Félix Teira, con El fragor del agua de José Giménez Corbatón o, más recientemente, con La ruta de Esnábel de Vital Citores. A ninguno de ellos conocía cuando leí sus libros, aunque con el tiempo acabé siendo amigo de casi todos ellos, y con todos experimenté una misma sensación: la de encontrarme ante un escritor diferente, personalísimo, con una voz  y un estilo propios e inconfundibles.

            Con Jesús Moncada me ocurrió lo mismo. Leí Camino de sirga en un viaje a La Coruña, recién aparecido el libro, sin haber leído una sola crítica ni saber nada del autor. Sólo lo que la solapa del libro de Anagrama nos decía: que el autor era de Mequinenza (razón, claro, por la que compré el libro) y que había publicado un par de libros de relatos en catalán. Además había ganado el Premio de la Crítica y había sido finalista del Nacional de Literatura, lo que era ya un aval importante y casi una apuesta sobre seguro. La lectura fue conmovedora, inolvidable. La misma noche en que terminé el libro llamé ya a algunos amigos para recomendarles encarecidamente su lectura o, para ser más exactos, para obligarles a comprarse el libro sin poner excusas al día siguiente por la mañana. Camino de sirga es uno de esos libros que se te quedan grabados en el alma para siempre y que te exigen saber más del autor, leer otros libros suyos y desear conocerlo personalmente. Esto último sucedió muy pronto, en 1990. Fue probablemente Ramón Acín quien me lo presentó. Ramón fue uno de sus buenos amigos en Zaragoza y uno de sus grandes defensores, como también lo fue Antón Castro, que le hizo críticas elogiosísimas y algunas entrevistas modélicas, como aquella primera de “Imán”, el suplemento cultural de “El Día de Aragón”, del mismo 1989, que recogería luego en Veneno en la boca.

            Enseguida nos hicimos amigos. Nos vimos siempre en Zaragoza y sólo una vez en Barcelona. Hablábamos mucho por teléfono, la última vez no hace ni un mes: del mequinenzano Edmòn Vallès, de Manuel Berdún Torres, que dirigió sus primeros pasos, de su etapa en Zaragoza, de la vieja Mequinenza, de los “Borbones” que allí viven y que, en algún caso, me contaba, eran iguales que uno de los hijos de Alfonso XIII. También de política (siempre le interesó mucho la política) y de libros raros (por ejemplo, a Jesús le gustaban mucho los diccionarios, que le servían además para sus trabajos de traductor, y en una de sus cartas, de enero de 1992, me contaba orgulloso que acababa de comprar en el Mercado de San Antonio -donde Félix Romeo ha contado que lo veía a menudo- la primera traducción española de La caballería roja de Isaak Bábel, de 1927, “con grabados, nueva, y por la exorbitante cantidad de 600 pesetas”). Me mandaba siempre sus libros dedicados, con esos maravillosos dibujos pintados con lápices de colores que me volvían loco. Tendré al menos una veintena de ellos. Me enviaba primero la edición catalana y más tarde la traducción al castellano. Así me fueron llegando La galería de las estatuas (todos le preguntábamos si Torrelloba era Zaragoza, él siempre sonreía y lo negaba, pero sé que nos engañaba), Memoria estremecida, Calaveres atònites (con una divertida dedicatoria en la que un cardenal me pedía con ironía que antes de leer el libro pensara en la salvación de mi alma), la edición de sus cuentos completos que hizo La Magrana en 2001, y Cabòries estivals i altres proses volanderes, el único de sus libros en catalán publicado en Aragón. Le pedí colaborar en “Rolde” y en esta revista aparecieron publicados algunos de sus relatos. Era culto, amable y cariñoso, y poseía un gran sentido del humor. Pero seguía teniendo recelos hacia Zaragoza. Y eso me dolía, pues uno es desde siempre un zaragozano militante enamorado de su ciudad. Jesús había conocido la durísima Zaragoza franquista de los años cincuenta, en la que a los chicos como él que venían a estudiar desde la Franja les llamaban “polacos” y les decían que hablaran “en cristiano” y en la que apenas nadie podía entender la existencia de un Aragón trilingüe. El se sintió discriminado y ajeno a los afanes e intereses de esta ciudad y no tenía de ella, la verdad, muy buen recuerdo. Había estudiado en el colegio Santo Tomás de Aquino de los Labordeta y sólo recordaba con afecto a los propios hermanos Labordeta –Miguel, nos contaba Jesús, le había regalado Mi infancia y juventud de Santiago Ramón y Cajal- y al poeta Rosendo Tello, que fue profesor suyo en el colegio. Aquí estudió Magisterio y de aquí se volvió a Mequinenza, donde dio clases hasta que se tuvo que ir a hacer el servicio militar. En 1964 se marchó ya a Barcelona. Y el resto de la historia es bien conocido. Entró a trabajar en Montaner y Simón, conoció a Pere Calders, publicó dos libros de relatos Històries de la mà esquerra y El cafè de la granota y por fin le llegó el éxito con Camí de sirga.

Nos costó algo de tiempo convencerle de que la Zaragoza de los noventa no era ya la de los años cincuenta. Se dio cuenta al fin de que éramos muchos los que veíamos con naturalidad y normalidad que en Aragón se hablaran tres lenguas y que las sentíamos nuestras las tres. Comprobó que muchos luchábamos porque esas tres lenguas fueran defendidas, enseñadas y difundidas y que había revistas como nuestra ya veterana “Rolde” donde se publicaban artículos en las tres lenguas con total normalidad. Y que algunos de nosotros no sólo no éramos anticatalanistas sino que, muy al contrario, seguíamos con interés -y en no pocos casos con admiración- las cosas de Cataluña. Conoció a Chusé Raúl Usón, que se convirtió en su traductor al castellano y en el mejor editor que podía encontrar de sus libros de relatos, y a Chusé Aragüés, que cumplió en 2003 su sueño de traducirle al aragonés Camino de sirga. Y seguía manteniendo su amistad de siempre con los hermanos Ramón y José Luis Acín, con Mario Sasot, con Antón Castro, con Vicente Martínez Tejero (a quien le regaló un dibujito para su “Lumen Apothecariorum” dedicado a Luis Buñuel), con José Antonio Labordeta… Juntos cenábamos siempre que venía a Zaragoza.

            La confirmación de que aquí se le quería bien la tuvo cuando la Diputación Provincial de Zaragoza, a propuesta de Chunta Aragonesista, le concedió en 2001 la Medalla de Oro de Santa Isabel de Portugal. Y ya no tuvo dudas cuando este año 2005 recibía en Teruel el Premio de las Letras Aragonesas, y en la encuesta de “Artes & Letras” de “Heraldo de Aragón” sobre los libros más significativos de los últimos treinta años en Aragón su Camino de sirga fue el libro de narrativa más votado. Por fin se sentía querido y admirado en Aragón. Por fin era ya uno de los nuestros. En “La Vanguardia”, al día siguiente de su muerte, se podía leer el siguiente titular: “Aragón ha reconocido la obra de Moncada, escrita íntegramente en lengua catalana”. Y es que no podía ser de otra manera, pues esa es la lengua de muchos miles de aragoneses, que en ella expresan sus ganas de seguir siendo aragoneses siempre que no se lo pongamos demasiado difícil. El mejor homenaje que podía hacérsele a Jesús sería,  después de leer sus libros, hacer normal con las leyes lo que es normal en las calles de muchos de nuestros pueblos y ciudades: que en Aragón se hablan tres lenguas y que las dos minoritarias, por el hecho de serlo, no merecen nuestro olvido sino todo lo contrario: nuestro apoyo y nuestra protección. Eso le gustaría de verdad a Jesús y le haría feliz. Tan feliz como él nos hizo sentirnos a nosotros con sus libros y su afecto.

 

[Publicado en Qriterio Aragonés, julio 2005, 43, 52-53]