Chusé Izuel, Todo sigue tranquilo, Barcelona, Caballo de Troya, 2021.

 

 Joaé Luis Melero

(Turia, 139, junio-diciembre de 2021)

En diciembre de 1990 Ignacio Martínez de Pisón vivía alquilado en el número 107 de la calle Borrell, de Barcelona. Una explosión debida a un escape de gas destruyó el día 5 de ese mes el número 111 y también los dos edificios contiguos, el 109 y el 113. La casa del escritor aragonés quedó en pie, pero dañada, y el ayuntamiento, para evitar que pudieran producirse nuevas explosiones, ordenó sustituir de forma inmediata las viejas cañerías de plomo por nuevas tuberías de cobre, por lo que hasta que no se hiciera esa reforma no habría suministro de gas. Eso obligaba a Martínez de Pisón a dejar su piso de Borrell y mudarse a otro. Lo hizo, en el verano siguiente, a uno muy próximo, en la calle Urgell.

Cuando nuestro amigo Félix Romeo se enteró de que quedaba libre el viejo piso de Ignacio le pidió que mantuviera el alquiler, porque él y dos amigos zaragozanos de la infancia pensaban pasar una larga temporada en Barcelona y aquel piso, una vez resuelto el asunto de las tuberías, le parecía perfecto para ellos. Así lo hicieron, y Félix y sus amigos Bizén Ibarra y Chusé Izuel se instalaron en el número 107 de la calle Borrell. A todos los efectos Ignacio seguía siendo el inquilino y pagaba la renta, y sus amigos le reembolsaban a él el dinero del alquiler.

         Félix, a quien yo había llevado siendo él apenas un muchacho a la tertulia que Ignacio, Antonio Pérez Lasheras, José Antonio Labordeta, Luis Alegre y otros amigos manteníamos en el café “El Ángel Azul” de la calle Blancas, ya era desde hacía tiempo uno de nuestros mejores amigos, así que vivimos aquella mudanza con intensidad. Menos conocía yo a Ibarra, por quien luego he llegado a sentir un gran afecto, y apenas nada a Izuel, a quien sólo había visto dos o tres veces. Éste, como Félix, quería dedicarse a la literatura, y Bizén trataba de abrirse camino como pintor. En el bar Mañé, situado en un chaflán de Floridablanca y Borrell, al que algunas veces entré con Ignacio cuando iba a visitarlo, pues era como su segunda casa, es donde éste más trató a Izuel mientras vivió en Barcelona, entre septiembre de 1991 y febrero de 1992. De él escribió Ignacio esta pequeña semblanza: “Recuerdo que le temblaban los dedos cuando levantaba la taza de café y que a veces se interrumpía en mitad de una frase, como si no estuviera totalmente convencido de lo que estaba diciendo. Era el más inseguro de los tres amigos. También el más bajito y más flaco. Al lado de Félix y Bizén, fuertes, corpulentos, pura vitalidad, a Chusé se le veía escuchimizado y débil, con una palidez algo enfermiza. Quizás para compensar, llevaba una cazadora de cuero negro como las del Lou Reed de los setenta, que le daba un toque de agresividad y dureza. Conversábamos siempre sobre novelas y novelistas. Había empezado a colaborar en El Periódico de Cataluña y a menudo me hablaba del último artículo que había enviado o del escritor al que acababa de entrevistar. Detestaba a los novelistas engreídos que sólo sabían hablar de sí mismos. Probablemente porque no quería ser un escritor que sólo hablara de sí mismo, nunca me habló de los cuentos que escribía”. El 27 de febrero de 1992 Chusé y Bizén estaban solos en el piso de Borrell. Bebieron y vieron la televisión hasta la madrugada, y sobre las siete Chusé bajó a la calle a comprar pan y al subir se preparó una tortilla. Poco después, mientras Bizén dormía, se tiró por el balcón. Tenía 24 años. Bizén estaba tan profundamente dormido que la policía, después de llamar al timbre sin éxito, tuvo que descolgarse por el tejado y romper la ventana de su dormitorio. Cuando le informaron del suicidio de Chusé, Ibarra sólo deseaba que todo aquello no fuera sino una horrible pesadilla. Dos años más tarde, Félix y Bizén recogieron sus cuentos en un volumen que publicó Libertarias y que titularon Todo sigue tranquilo. La historia de Chusé Izuel y su suicidio la contaría Félix Romeo en Amarillo, un libro conmovedor que le costó muchos años poder escribir y que no vería la luz hasta 2008.

         Ahora la editorial Caballo de Troya reedita Todo sigue tranquilo con un prólogo clarificador de Jonás Trueba, que también reordena los cuentos buscando “una cierta coherencia emocional”. A los dieciséis relatos que componían la primera edición se suman ahora otros tres que Marian Pueo, la que fuera pareja de Izuel y hoy conocida directora de teatro, encontró olvidados en una vieja carpeta. Los cuentos de Izuel son una pura tormenta, duros y desesperados, desasosegantes, generalmente tristes, obsesivos (el alcohol, el sexo, la soledad, el fracaso, la música…), narcisistas a veces y con vocación de malditos siempre (escritos antes de que el Ray Loriga de Héroes o el José Ángel Mañas de Historias del Kronen supieran de qué iba la cosa), muy a lo Carver o lo Bukowski. Nadie puede sentarse a leerlos creyendo que va a salir indemne de la experiencia: la pesadilla de su hundimiento emocional (una ruptura amorosa lo había dejado maltrecho y derrotado), su desamparo existencial, su nihilismo, aterrador a veces, le van a pasar factura indefectiblemente.

         Pero los cuentos de Izuel no son asfixiantes ni desesperanzados todo el rato: tienen también una buena dosis de ternura, “una ternura que emociona por su fragilidad”, escribe muy atinadamente Jonás Trueba en su liminar, y en ocasiones un extraño humor negro y un lirismo que sorprende por su calidez y hondura. Es cierto que su literatura parece a veces un exorcismo que trata de liberar las fuerzas malignas que le consumen por dentro (como esos poemas terapéuticos que escriben los adolescentes enamorados y no correspondidos), pero está llena de verdad y de honestidad, de voluntad de crear un estilo y una voz propios, de compromiso con la mejor tradición literaria que le interesaba por aquellos días: el realismo sucio americano. Y sus relatos, como escribió Félix Romeo en un artículo que yo mismo le publiqué en la revista Rolde, “realmente componían una novela en fragmentos que contaba una desgraciada historia de amor”.

         Hay cuentos que te atrapan de forma fulminante: por ejemplo, uno de los que no figuraron en la primera edición, “Cuando las cucarachas se plantean tener o no tener hijos”, escrito desde una perspectiva femenina, que provoca a un mismo tiempo repulsión y admiración; otro de ambiente sórdido y casi irrespirable, “Todo sigue tranquilo”, que da título al libro; o “Abrazando recuerdos”, uno de los mejores, en el que leemos frases como éstas: “La avenida se me antoja interminable, como a una ladilla el escroto de un orangután. Como una meada cervecera. Como el tiempo que he pasado solo”. Todo sigue tranquilo no se nos hace interminable. Sólo hace que nos aflore una enorme melancolía por lo que pudo haber sido y no fue.

 

                                                                           José Luis Melero