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Melelerías
Los libros de Pepe ya son un género literario. También las presentaciones de los libros de Pepe Melero, por cierto. No sé cómo llamarlo. ¿Melelerías? ¿Melerismo mágico? ¿Melilegios? El caso es que los lectores ya poseídos por la adicción esperamos con impaciencia estos libros del triunvirato: Pepe, Chusé Raúl Usón y Jorge Gay. Llegan tan fieles, tan puntuales, que contamos con ellos. Rogamos: el Melero nuestro de cada año, dánosle hoy. El propio Pepe, por cierto, somardeando con gracia y retranca, se permite poner en solfa las presentaciones, suyas y de otros: “Todos nos hemos preguntado alguna vez para qué sirven las presentaciones de libros. Yo creo que para poco, la verdad, más allá de servir de pretexto para juntarte con los amigos y la gente que te quiere y darte, si tienes suerte y un amplio nivel de relaciones en la ciudad, un discreto baño de multitudes”. En este libro nos desvela la última tendencia en rituales librescos: las presentaciones contraproducentes, a la contra. Para averiguar los pormenores, deberán leerlo. Los adictos a estas crónicas las vamos disfrutando en la prensa por entregas, como los lectores decimonónicos. Y cuánto aprendemos sobre el pasado y sus genealogías en estos artículos heráldicos. Por ejemplo, yo he descubierto en un artículo sobre los teatros de Zaragoza la existencia de un cine Farrusini en la calle san Miguel. Tirando de la hebra he descubierto que el empresario se llamaba Enrique Farrús Piñol, pero se rebautizó Farrusini por aquello de darse un barniz italiano. Y en su establecimiento descubrió por primera vez el cine un tal Luis Buñuel, niño por entonces, con una película de dibujos animados. En la italianización del apellido se le adelantaron, todo sea dicho, don Quijote y Sancho, que en la segunda parte deciden meterse a pastores bucólicos con los heterónimos de Quijotiz y Pancino. Y yo propongo que Pepe, en calidad de sabio humanista, se convierta en nuestro Beppo Melerini. Aprovecho para hacer público un agradecimiento personal. Presentó mi primera novela cuando yo era una principiante sin atenuantes. Su apoyo fue esencial para mí y enteramente desinteresado. Al contrario de la película de los hermanos Cohen, titulada El hombre que nunca estuvo ahí, Pepe siempre estuvo. Desde mis torpes pasos iniciales. Añadiría que él expresa mejor que nadie, con amor y humor, la felicidad de leer y saber. Si hubiera que colocar un busto en las librerías de la ciudad, sería sin duda el suyo. Por aclamación. Sabe cultivar y contar a las mil maravillas las gozosas mecánicas de este ritual, la lectura, sin la cual muchos de los presentes nos sentiríamos hundidos en una orfandad sin misterios. De una orfandad inconsolable nos habla en sus páginas de homenaje a Los Portadores de Sueños. “Cierra una de las más bellas librerías que nunca tuvo la ciudad, Portadores, y eso nos duele en el alma. Pero nos quedan Eva y Félix, nos queda mucha vida por disfrutar juntos y, como siempre hemos hecho y es marca de la casa, la vamos a procurar llenar de felicidad y alegría”. Estas palabras por sí mismas cifran la bondad del autor, y nuestras razones para quererlo tanto. Me fascina cómo nos cuenta en este libro los últimos días, no de Pompeya, sino de Machado. Nos habla de Baroja, Galdós, Carmen de Burgos, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Anna María Moix, Juan Bonilla y la anécdota de la librería prostíbulo de Bogotá, y… Jesús Marchamalo, sosias de Melero. Ambos forman el dúo perfecto, las dos M mayúsculas del coleccionismo y el anecdotario, nuestros M&M’S, los Simon & Garfunkel de los silenciosos sonidos que nos hablan desde los libros. Marchamalo, a quien hoy echamos de menos y enviamos un saludo, no telemático, porque este acto no se está retransmitiendo, sino telepático. Lecturas y pasiones puede leerse como una antología de recomendaciones y amistades: es un repertorio de nombres propios y amor al prójimo. Los relatos de sus incursiones al rastro son pura épica. Su biblioteca es un mito, producto de un durísimo y ascético entrenamiento en la observación, la caza, el acecho, el disimulo y el regateo con rostro de póquer. Melero es un samurái de la bibliofilia. Otra anécdota fascinante: cómo Ramón Acín diseñó etiquetas para botellas de lejía que fabricaba La Industrial Oscense. Una de ellas se llamaba: Lejía Venus. No sé si el inventor del nombre quería decirnos que el amor limpia, como la lejía. O, más bien, que es corrosivo, inestable y tóxico. Aunque consideramos con razón a nuestro Melero el más risueño y optimista de los sabios, a veces tiene la coquetería de ponerse elegíaco: “Con el paso del tiempo, hay cosas que se extinguen. Se extinguieron los mamuts, las cabinas telefónicas, los mapas de carreteras, la costumbre de que los arzobispos hicieran su entrada en Zaragoza a lomos de una mula blanca, el buen fútbol en La Romareda… Se extinguieron y se acabaron para siempre. Lo mismo ha ocurrido con los catálogos de las librerías de viejo. Como de cada título ofrecido no había naturalmente más que un solo ejemplar, era necesario ser el primero en pedirlo, así que había que leerse el catálogo rápidamente, yo diría que a uña de caballo, para encontrar el libro deseado, reservarlo inmediatamente y evitar de ese modo que otro competidor más veloz y avispado se te adelantara. Ni me aprovechaba la comida”. También es ya proverbial la entereza con la que Yolanda sobrelleva las correrías de Pepe. En uno de sus artículos nos habla del último grito en bibliofilia: la cloacopapirología. Detrás de esa palabra rimbombante se oculta nada más y nada menos que el coleccionismo de papel higiénico. Me pregunto si la pandemia habrá revalorizado estos repertorios. Dice nuestro erudito en cloacas: “No se asusten mis lectores: de momento solo se colecciona el papel no usado. Ha de tener, claro, algo impreso. En Estados Unidos, muchas de las marcas de papel higiénico tenían patentes, y entonces sus papeles se distinguían por alguna suerte de impresión. En Alemania había papel higiénico con frases ingeniosas, otros tenían tiras cómicas para que te rieras mientras lo usabas, y en las dos guerras mundiales se confeccionó papel higiénico con fines propagandísticos, o bien alentando a las tropas propias, o bien desprestigiando al enemigo. Un día pondré a prueba a mi mujer y le diré que, a partir de ahora, vamos a coleccionar papel higiénico de la batalla de Stalingrado. Si no me mata, es que aún me quiere”. Comparto con nuestro sabio cloacólogo la fascinación por Amparo Poch, la segunda mujer en licenciarse en Medicina en Zaragoza, con Premio Extraordinario de Licenciatura y matrícula de honor en todas las asignaturas de la carrera, y todo después de haber estudiado magisterio. Trabajó codo con codo con Federica Montseny, escribió la novela Amor y fundó la revista Mujeres Libres. El segundo de sus libros, editado en Valencia en 1932, se tituló La vida sexual de la mujer. En él dice que “la moral burguesa infiltró en el matrimonio el concepto de propiedad, de manera que los hombres dicen ‘mi mujer’ y las mujeres se decían ‘señoras de’”. Añadiría que codirigió la Liga Española de Refractarios a la Guerra. Y en 1923 protestó contra la tala de árboles para construir una vía doble de tranvía: “Yo he visto desaparecer los árboles que eran el collar y la vida de esta pobre calle desierta. (…) Por vez primera de mi vida nace en mí el deseo de la venganza. Yo quisiera vengarme de la vía doble, de esa vía doble que me arrebató a mi amigo árbol. Yo quisiera ser un poco ‘omnipotente’. Haría brotar en la mismísima vía unos árboles recios, altos, numerosos”. Un hallazgo, eso de ser “un poco” omnipotente. Y, tras leer este libro, diría que nuestro Pepe parece un poquito omnisciente.
Irene Vallejo Texto para la presentación de Lecturas y pasiones, celebrada en el Paraninfo de Zaragoza la tarde del 23 de noviembre de 2021
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