Intervención en el funeral de José Luis Violeta

(7de mayo de 2022) 

 

Me pide la familia, a la que como es natural domina la emoción, que diga unas palabras en su nombre. Gracias en primer lugar al Real Zaragoza, que ha organizado una despedida de Estado, la despedida que se merecía José Luis. La ha hecho en La Romareda, su casa y la de todos los zaragocistas, y ha estado llena de cariño y respeto. La familia y sus muchos amigos estamos muy agradecidos. Este es el Zaragoza que todos queremos. Y gracias, de corazón, a los miles y miles de zaragocistas que tanto ayer como hoy han expresado su dolor y su pena infinitos por la pérdida de un símbolo irreemplazable. Sus miles de mensajes, muchos de ellos envueltos en lágrimas, lo dicen todo. 

Todos los equipos necesitan un jugador que sea un icono, un estandarte, algo similar al escudo de la camiseta, uno que lo represente y lo identifique. Lo fue Di Stefano en el Madrid, Iríbar en el Athletic, José Luis Violeta en el Zaragoza. Él fue nuestro símbolo, nuestra más destacada seña de identidad, el jugador ejemplar que nunca vistió otra camiseta que la nuestra. Pero, con ser esto mucho, no sólo caracterizó a José Luis la lealtad a unos colores desde niño. Lo caracterizó también su enorme calidad (gentes que saben muy bien de lo que hablan, como los exjugadores Javier Planas y Ángel Royo, la han recordado estos días), lo caracterizó su coraje y pundonor incomparables, su notable capacidad goleadora para tratarse de un defensa de cierre o un medio volante, su liderazgo incuestionado en el césped y en el vestuario, su talla de jugador internacional con la selección española. Era, por tanto, una fuerza de la naturaleza, un jugador aguerrido y combativo, un capitán de carácter ganador, que jamás bajó la cabeza ni los brazos ante el rival, y que siguió al pie de la letra en el campo aquello de: “quien te quiera humillar, no pueda. A quien puedas humillar, no quieras”. Eso era en el campo: una mezcla perfecta de bravura y elegancia. Fuera de él, fue siempre un hombre humilde y sencillo, lleno de bondad y de ternura, generoso y amigo de sus amigos, un hombre enamorado (de Adela, el amor de su vida) y un buen padre y abuelo. Nada, cuando lo veías por la calle, podía hacer pensar que ese hombre bondadoso y apacible se había enfrentado y había puesto firmes a los más destacados jugadores españoles y europeos de su tiempo. 

Pero no sólo por eso era tan querido José Luis en Zaragoza y en Aragón entero. Él encarnaba (y por eso todos se veían reflejados en él) las virtudes propias del aragonés: el amor a la verdad; el no saber pedir; la tenacidad y la perseverancia en el esfuerzo; la nobleza en el decir y en el hacer; el señorío desde la cuna, sin afectaciones ni aspavientos; la rasmia incomparable y el no reblar ante la adversidad; la habitual capacidad de sacrificio propia de los pueblos que, como el aragonés, nunca han sido ricos; la agudeza y el arte de ingenio gracianescos; el amor a la Virgen del Pilar, tan propio desde hace siglos en aragoneses de toda ideología y condición. Por eso él era un aragonés genuino, un aragonés cabal, que conectaba de manera natural con sus paisanos y vecinos. Y por eso era tan querido por todos, aunque muchos ni siquiera fueran aficionados al fútbol. 

Será muy difícil que tengamos otro como él y por eso, porque estamos persuadidos de ello, su marcha es aún más dolorosa. Lo vamos a echar mucho en falta, pero nos queda su ejemplo y su leyenda, que nos ayudarán a sobrellevar su ausencia. Gloria eterna a nuestro gran capitán.