Hospitales

 

Tuve suerte. Y doy gracias por ello, porque otros no la tuvieron. Pasé la covid-19 sin demasiados problemas físicos: algo de fiebre, fatiga al principio y una persistente tos que no se iba. Lo malo fue el ánimo. Confinado durante siete semanas en una habitación (como mi mujer se apiadó de mí me quedé en la biblioteca, todo he de decirlo), no vi a nadie en ese tiempo. Ante el temor a que pudiera contagiar y por indicación médica, me dejaban la comida en la puerta, como hacía Carmen Martín Gaite con Ferlosio cuando éste estaba escribiendo. Lo malo es que yo no era Ferlosio. O lo bueno, nunca se sabe, porque tampoco es el sueño de mi vida andar siempre con esas zapatillas de andar por casa que se gastaba. Vi películas, leí, escribí y no quise seguir la actualidad pues no deseaba saber la cifra de muertos diaria. Me daba miedo. Viví siempre con la incertidumbre de si tendría que subir al hospital, pues la tos no desaparecía y sería entonces necesario que me hicieran una placa de tórax. Como las consultas eran siempre telefónicas, engañaba a mi buena médica y le aseguraba que tenía menos tos de la que en realidad tenía. Todo para no verme en la obligación de ir al hospital, donde yo pensaba que iba a acabar contagiándome del todo. Cuando por fin se me pudo hacer la PCR en el Hospital Militar -tras un test rápido fallido- y más tarde un inmunoensayo serológico para medir la presencia de anticuerpos, y todo estuvo en orden, respiré tranquilo. Pero no me perdonaría quejarme: hay muchos que no podrán escribir nunca un artículo como éste.

                                                                                              José Luis Melero