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Si algo tienen todas
las fotografías sobre los huérfanos de José Antonio
Labordeta, es que son incapaces de mentir. No hay retoque
posible de luz ni de sentimiento. Lo que se ve se toca y te
toca. Son verdades perfectamente enfocadas no por el autor,
más testigo que artista, sino por los protagonistas. Es lo
que tiene la óptica del dolor cuando quien por su ausencia
produce un vacío abismal.
He elegido esta imagen
por su extremo y silencioso realismo. Hay en ella dos tipos de
desconsuelos coincidentes en relieve, el de Luis Alegre
y José Luis Melero, en cuyos ojos se citan
las lágrimas derramadas y las que aún faltan por desembocar en la
noche que habitan sin su amigo. Distanciados en la cercanía
de la emoción sin palabra, contemplan la marcha triunfal de la
muerte como si fuera la primera vez. En esa inocencia
recuperada, Luis sella sus labios con los dedos como el niño que ha
perdido al abuelo, acallando el asombro y la pena infantil,
preguntándose no ya por qué, sino cómo ocupará el tiempo de
Labordeta, su tiempo. José Luis recoge las manos con delicada
tristeza y liturgia de amparo propio y mira de frente, con
afectada serenidad, a la derrota que nunca contesta.
Son dos generales
observando desde la colina del tormento cómo cae la tropa en
la emboscada de la vida. Porque Labordeta era su ejército y
su bandera, su patria y su himno. Su amigo, su misma sangre,
como explica la instantánea que late a corazón abierto.
20 de septiembre de
2010 |