Generales en la colina del tormento

 

Alfonso Hernández

 

 

 

 

 

Si algo tienen todas las fotografías sobre los huérfanos de José Antonio Labordeta, es que son incapaces de mentir. No hay retoque posible de luz ni de sentimiento. Lo que se ve se toca y te toca. Son verdades perfectamente enfocadas no por el autor, más testigo que artista, sino por los protagonistas. Es lo que tiene la óptica del dolor cuando quien por su ausencia produce un vacío abismal.

He elegido esta imagen por su extremo y silencioso realismo. Hay en ella dos tipos de desconsuelos coincidentes en relieve, el de Luis Alegre y José Luis Melero, en cuyos ojos se citan las lágrimas derramadas y las que aún faltan por desembocar en la noche que habitan sin su amigo. Distanciados en la cercanía de la emoción sin palabra, contemplan la marcha triunfal de la muerte como si fuera la primera vez. En esa inocencia recuperada, Luis sella sus labios con los dedos como el niño que ha perdido al abuelo, acallando el asombro y la pena infantil, preguntándose no ya por qué, sino cómo ocupará el tiempo de Labordeta, su tiempo. José Luis recoge las manos con delicada tristeza y liturgia de amparo propio y mira de frente, con afectada serenidad, a la derrota que nunca contesta.

Son dos generales observando desde la colina del tormento cómo cae la tropa en la emboscada de la vida. Porque Labordeta era su ejército y su bandera, su patria y su himno. Su amigo, su misma sangre, como explica la instantánea que late a corazón abierto.

20 de septiembre de 2010