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EN RECUERDO DE ALGUNOS COSTISTAS
José Luis Melero en Joaquín Costa, el sueño de un país imposible. Zaragoza, 2011 De pocos autores podrá decirse como de Costa que sobre ellos han escrito gentes de la más variada condición. Lo han estudiado casi por igual las derechas y las izquierdas, y esa atracción que siempre ha despertado Costa entre gentes de muy diferentes ámbitos e ideologías ha hecho que muchas veces no se haya entendido suficientemente bien cuáles fueron sus ideales, o que éstos se hayan ido adaptando, torticeramente en ocasiones, a los intereses de unos u otros. Es difícil en verdad entender cómo Costa pudo interesar por igual a Cirilo Martín Retortillo -autor de un puñado de libros fascistas durante la guerra civil y la posguerra-, que lo hace propulsor de la reconstrucción nacional, y al “republicano, revolucionario, autonomista, francófilo, anticlerical y anarquizante” -como nos recordó José Domingo Dueñas que se definió- Ángel Samblancat, que escribió de Costa en mayo de 1923 una “semblanza y psicografía”en el número 1 de la revista biográfica Siluetas que editaba en Madrid la “Prensa Roja” del aragonés Fernando Pintado, y que, tras haber sido compañero de Eduardo Barriobero en los disparatados tribunales revolucionarios de Barcelona, volverá a ocuparse de nuestro hombre en su exilio mejicano y publicará en Ediciones Orbe El genio monstruo de Costa, de Aragón y de España en 1946. Cuesta comprender por qué Costa suscitó la admiración de conservadores como Ramiro de Maeztu y Ricardo Royo Villanova o del republicano moderado Basilio Paraíso, y a la vez la del institucionista Gumersindo de Azcárate, que dedicó el último verano de su vida a escribir su necrología para la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Marcelino Domingo, que esbozó una pequeña biografía de Costa en 1926 para la revista Figuras de la raza, Enrique Tierno Galván, estudioso de su faceta regeneracionista y que no se recató en tacharlo de “prefascista”, Andrés Saborit, autor del clásico estudio sobre Costa y el socialismo (en cuyo libro nos dio a conocer la historia del aragonés Vicente Lacambra, que estuvo diez años encarcelado por un crimen que no había cometido), o Juan Morán Bayo, uno de los primeros socialistas cordobeses, catedrático de agricultura y diputado en las Cortes Constituyentes de la II República, y autor en 1931 de un estudio sobre la revolución agraria española en el que estudiaba a Costa junto a Jovellanos y Fermín Caballero. Y tampoco es sencillo explicar por qué Costa concitó la atención de destacados profesores como Cheyne, Tuñón de Lara, Jackson, Gil Novales, Fernández Clemente o Delgado Echeverría, y al mismo tiempo la de autores tan peculiares y difíciles de clasificar como su sobrino y catedrático de veterinaria Pedro Martínez Baselga, Enrique Vallés de las Cuevas, emparentado con la nobleza, que publicó en 1976 La revolución en España y Joaquín Costa, o Esteban Ferrer Guarga, que en uno de sus libros sobre Costa, a modo de preámbulo, publicaba la carta que le había enviado el Jefe de Relaciones Públicas y Propaganda de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja comunicándole su negativa a editarle ese libro. Pero Costa no sólo fascinó a políticos e historiadores. También a escritores y estudiosos de la literatura, tan numerosos como dispares, que se dejaron seducir por su arrolladora personalidad: José Fola Igurbide (autor de un poco conocido drama, Joaquín Costa o el espíritu fuerte, estrenado en el Teatro Circo de Zaragoza en diciembre de 1915), Luis Antón del Olmet, José García Mercadal, Edmundo González Blanco, Manuel Ciges Aparicio, Alfonso Zapater, Agustín Sánchez Vidal o el ya citado José Domingo Dueñas, autor de un indispensable Costismo y anarquismo en las letras aragonesas en 2000. Aunque, a decir verdad, no acierto a comprender cómo tantos autores se han atrevido a acercarse a la vida y obra de Costa en vista del trágico final de algunos de sus más notables estudiosos. Luis Antón del Olmet, su primer biógrafo importante tras Marcelino Gambón, murió asesinado por el escritor Alfonso Vidal y Planas en el Teatro Eslava en 1923. Vidal y Planas declaró en el juicio que se indignó al conocer que Antón del Olmet se entendía con su mujer, a la que él había sacado de un lupanar para hacerla su esposa. Ciges Aparicio, otro de sus grandes biógrafos, que había sido periodista en Zaragoza -dirigió el diario republicano El Progreso entre 1903 y 1904 y contó su paso por la ciudad en su libro El libro de la decadencia. Del periódico y de la política (1907)-, fue fusilado en la guerra civil por el bando al que pertenecía Ramiro de Maeztu, autor a su vez de Debemos a Costa (Zaragoza, 1911), quien sería también asesinado en la guerra, esta vez por el bando en el que militaba Ciges. Otros como Marcelino Domingo y Ángel Samblancat murieron en el exilio, ese mismo exilio que también padeció hasta la muerte de Franco Andrés Saborit. Así que discúlpenme, pero yo, por si esto de escribir sobre Costa trae mala suerte, me voy a retirar discretamente del costismo tras este artículo.
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