En la muerte de Miguel Luesma. El PENÚLTIMO DEL NIKÉ Heraldo de Aragón, 2 de julio de 2012 José Luis Melero Miguel Luesma fue un hombre bueno. Sencillo, trabajador, amante de los suyos. Y poeta. Miguel Luesma fue un buen poeta que se ganó el pan trabajando de empleado en el Banco Zaragozano, razón por la cual Miguel Labordeta lo llamó «el banquero de la OPI» (aquella fantasmagórica Oficina Poética Internacional que se sacó de la chistera). En aquellos años de la generación del Niké que historió Benedicto Lorenzo de Blancas, en aquellos años de la Zaragoza de los sesenta, muchos de los poetas eran autodidactas. Lo fueron Guillermo Gúdel, Luciano Gracia, Raimundo Salas, Julio Antonio Gómez, José Ignacio Ciordia… y Miguel Luesma. Ninguno de ellos pasó por la Universidad y sin embargo escribieron algunos de los versos más hermosos y conmovedores de la poesía aragonesa del siglo XX. No eran intelectuales, pero bullían de imágenes luminosas e intuiciones poéticas inverosímiles. Luesma fue el primer aragonés que publicó en la colección «El Bardo» de Barcelona (la más prestigiosa de la época sin duda), junto a grandes poetas como Ángel González o Pere Gimferrer, ganó algunos premios importantes (el San Jorge y el Ciudad de Barcelona, por ejemplo), y escribió unos cuantos buenos libros de poesía que ahora los más jóvenes apenas recuerdan. Fue habitual colaborador de Heraldo de Aragón y su nombre figura en todas las antologías de la poesía aragonesa contemporánea. Fuimos buenos amigos. Lo traté siempre con cariño y consideración y me correspondió sobradamente. Vivió los últimos años ingresado en una residencia de ancianos, con la cabeza casi perdida. Lo fui a ver un día con Donato Labordeta -otro amigo que ya nos dejó- y me dio un beso al despedirse. Un beso de desamparo como solo pueden dar los niños y los ancianos. Las letras aragonesas lo recordarán siempre. Y sus amigos también.
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