Días en Nueva York y otras noches de Fernando Sanmartín Paraninfo Universidad de Zaragoza (1 de octubre de 2021)
Sanmartín es el camino, la verdad y la vida. El que cree en él vivirá para siempre. Algo así, o parecido, dice la Biblia. Y yo por eso decidí creer siempre en Sanmartín: para alcanzar la inmortalidad. Conocí a Fernando cuando yo tenía 20 años y él 18. Entonces era sólo poeta. Fundamos juntos una revistilla de poesía, de la que sólo aparecieron dos números, le publiqué algunos de sus primeros poemas en Rolde (en el número 2 de la revista, de enero de 1978, ya había un poema suyo), pero muy pronto, sin abandonar nunca la poesía y porque a los poetas se les conoce en la prosa, Fernando nos dejó claro que también era un gran prosista y comenzó a publicar dietarios (el primero fue Los ojos del domador, en 1997), memorias, libros de viaje (debutó en el género con Apuntes de París, en 2000) y novelas (Te veo triste fue la primera, en 2012), con los que ha conseguido numerosos y entregados lectores. Fernando se fue convirtiendo en una referencia inexcusable para los escritores de su generación y en un maestro indiscutido para muchos de los más jóvenes, que siempre vieron en él, como una vez escribí en una semblanza que le hice para Heraldo, “un compromiso profundo y vital con la poesía, una forma de ser poeta alejada de las pugnas literarias, los egos descontrolados y las vanidades patológicas”. Tomándose muy en serio su oficio, sí, pero sin volverse loco ni adoptar poses y gestos de escritor divino, entre otras razones porque sus viejos amigos no se lo hubiéramos permitido. Buenos somos por aquí, que ni siquiera llegamos a aprendernos las letras de las canciones de aquel a quien más queríamos y admirábamos: José Antonio Labordeta; que ni siquiera podíamos cantar esas canciones con él -y después sin él- en nuestras cenas de Casa Emilio, porque no nos las sabíamos. Entre los amigos, los divos están proscritos, y eso Fernando lo sabe muy bien desde siempre. A Fernando lo verán ustedes muchas veces por las librerías, señal inequívoca de que es un lector extraordinario, requisito indispensable, da pudor recordarlo, para ser escritor. Fernando escribe libros mínimos, ligeros, desprovistos de envoltorios o ropajes que los engorden artificialmente. Escribe libros “esenciales”, porque todo en ellos es esencia y no hojarasca, libros muy acordes con la literatura que le gusta, que nos gusta: Llop, Miguel d’Ors, Bonet, Valero, Jordá, Modiano, Fernando Ferreró. Como hoy toca hablar de su prosa y no de su poesía, diremos que sus tres dietarios están entre los mejores que se han publicado en España en el género, y que lo mismo ocurre con sus libros de viajes. Al citado Apuntes de París le siguieron Viajes y novelerías (2004), Notas sobre Zaragoza del capitán Marlow (2014) y Ciudades que se posan como pájaros (2017), uno de sus libros más apreciados por mí. Hoy nos entrega pues su quinto libro de viajes, con lo que este género es, tras la poesía, con siete títulos, el más frecuentado por Fernando. Sus dos novelas y su pequeño libro de memorias, La infancia y sus cómplices, completan el apartado de sus libros en prosa. Prosa que, como pasa siempre con los poetas auténticos, uno no sabe nunca del todo si no es otra cosa que poesía a la que se le hubiera despojado de versos y estrofas para hacerla pasar por lo que no es. En Días en Nueva York y otras noches (tan bien editado por Javier Castro Flórez, un ejemplo de editor independiente que nos ha dado a conocer autores tan extraordinarios como Antonio Moreno, Víctor Colden o Mireya Hernández) Fernando hace otro gran ejercicio de estilo y lo que nos cuenta (sus estancias en Chicago, Nueva York, Bruselas, Lovaina, París…, pero también en lugares más humildes como Jaca, Castiello, Bedous, Oloron, Pau o Lekeitio) es tal vez lo menos importante. Lo más importante, una vez más, es cómo nos lo cuenta. Muchos podrían contar sus viajes a Nueva York o París, pero como Fernando ninguno. Muchos podrán hablar de Manhattan, pero sólo a Fernando se le ocurre describirlo así: “Manhattan es un bolígrafo que escribe en decenas de idiomas”. Unas veces Fernando nos narra cosas reales y constatables, como encontrarse con Pepe Cerdá en Bedous o con Pedro Juanín en Jaca, o como citarse con Almudena Vidorreta en Nueva York; y otras, la literatura puede con todo y arrambla con todo, como cuando nos habla de su abuela, que se llamaba Adorinda, y de su bisabuelo, “que cuando iba bien de dinero se iba desde el Maestrazgo a Barcelona para consultar a una pitonisa sobre los lugares en que había enterrado un tesoro. Regresaba y se ponía a cavar en sitios escogidos como un loco, pero jamás desenterró cofres ni nada similar”, de modo que uno no sabe si está leyendo a Sanmartín, a García Márquez o a nuestro querido Antón Castro. Que la literatura puede con todo -y que los diarios y los libros de viajes también pueden ser de ficción- se rastrea a lo largo de todo el libro. En un viaje en avión, habla con una mujer que vive en Nueva Jersey y que viaja con sus dos hijos. Y ésta le cuenta, así por las buenas, que su marido es un pervertido que se lio con una furcia que vendía aspiradoras y que ojalá lo aspiren a él. Es lo que te suelen contar todas las mujeres que viajan con dos hijos cuando te las encuentras en el avión. Otra vez, Sanmartín ve un rascacielos desde Central Park y dice que le hubiera gustado estar en el último piso de ese edificio, abrir una ventana, extender los brazos y beberse dos whiskies recitando a Walt Whitman. Otra prueba de que la literatura puede con todo, porque al rey de la Mirinda o de la Fanta que siempre ha sido Fernando no se le ha visto tomar dos whiskies en su vida. Suena tan literario como si lo escribiera yo de mí mismo, que tampoco me los he tomado nunca. Aunque a lo mejor es un guiño a nuestro Carlos Calvo, nuestro Quiterio favorito, que después de hacerle una gran crítica a uno de sus libros le pidió ser más tabernario, porque como decía el escritor William Blake: “El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”. “Menos Fanta y más alcohol” le pedía Calvo, y tal vez haya decidido Fernando hacerle caso. En los libros de Sanmartín, siempre generoso con sus amigos, hay sitio para éstos. Y por este libro nos encontramos a unos cuantos de sus amigos aragoneses: Antón, Félix, Adolfo Ayuso, Manuel García Guatas, Conget, Pepe Cerdá, Lina Vila, Cuchi…; y también a algunos de más lejos, como el poeta Álvaro Valverde, que “nos da textos inolvidables”. Inolvidable es también lo que Fernando escribe cuando no sabe si estará a la altura de sus lectoras: “Temo defraudarlas. Y ese temor es un acantilado al que me asomo”. Y me gusta mucho que hable de Dylan Thomas (también nosotros estuvimos en el hotel Chelsea donde murió después de beberse aquellos legendarios 18 whiskies), de Anne Sexton (de quien recuerda su suicidio y su Premio Pulitzer de poesía, aunque ese premio no recompensa, porque “un premio no puede sustituir a los psiquiatras ni es un fármaco que evita la desolación”, escribe), de Emil Zátopek (aquel corredor checo que acabó de barrendero después de seis años de trabajos forzados por oponerse a la invasión de los soviéticos en la Primavera de Praga, y que cuando la gente lo reconocía le aplaudían y le cogían el escobón para evitar que él limpiara las calles) y de Fernando Arrabal, a quien describe muy bien. Dice de él que tiene “aspecto de carmelita que ya no reza” y que en sus libros hay “talento, egocentrismo y luces intermitentes”. Esa es la verdad. Hay también en el libro destellos de humor memorables, de ese humor de Sanmartín tan característico: “A mí me gustaría ser hábil con una lanza y clavarla en una sandía colocada a 50 metros de distancia. Y, después, comerme la sandía. Pero no entera, claro”. Una vez sale Mar, su mujer, citada en el libro, porque “define lo cotidiano sin las ceremonias que usamos los intelectuales inútiles, quienes escribimos para salir de una habitación cerrada cuanto la habitación cerrada somos nosotros mismos”. De esto, de tener una mujer que define lo cotidiano sin ceremonias, también sé yo bastante. Pero Mar sale una segunda vez, aunque sin ser nombrada: cuando una arquitecta (cuyas ideas se mueven en su cabeza como un balón de fútbol) le propone a Fernando cenar juntos. Es atractiva y nuestro hombre evita los peligros de esa cena. Fernando debe de ser en estos temas un hombre homérico y tumultuoso, pues se ve en la obligación de evitar cenar con una mujer atractiva para que eso no acabe como el Rosario de la Aurora. Ahí Mar (o la lealtad a Mar, o el terror a la reacción de Mar) también está presente. Y eso que Fernando es valiente, porque no le importa hacer público que siempre ha soñado con acariciar a una mujer tumbado en una mesa de billar. Cada uno tiene sus fantasías y el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y hablando de nuestras mujeres, me vino muy bien leer cómo Fernando se compra un día en Madrid el “Reglamento para la Organización y Servicio de los Torreros de Faros”, de 1851, libro, como cualquiera puede imaginarse, fundamental en cualquier biblioteca que se precie. Por si esto fuera poco, añade que “no fue barato” y que además lo mandó encuadernar en tela para que se conserve mejor en su biblioteca. Me apresuré a que mi mujer leyera estas líneas y le dije, liberado ya de cualquier temor: “Luego dirás que soy yo el que compra libros raros y perfectamente inútiles. Fernando los compra más absurdos, caros y encima los encuaderna”. Aquello la tranquilizó y le hizo ver que tampoco era tan desgraciada. Siempre hay mujeres que lo pasan peor. Yo, tan viajero también, me he visto muy reflejado en este Días en Nueva York y otras noches, pues he viajado a todos los sitios de los que Fernando habla en el libro. Yo también como él sólo cojo los catálogos de la librería de L’Abbaye, de la rue Bonaparte, en París, esa maravillosa librería -que conocí hará unos treinta años- especializada en autógrafos y manuscritos. Nos conformamos con llevarnos el catálogo porque no podemos llevarnos otra cosa. Los precios son, claro, prohibitivos. Una vez, hace unos cuantos años, escribí en Heraldo que yo miraba el escaparate de esa librería como los niños pobres de la posguerra mirarían los escaparates de las pastelerías. Yolanda, los chicos y yo también seguimos el rastro del arquitecto Frank Lloyd Wright en Chicago y también visitamos la Robie House. Y también cenamos en Tavern on the Green, en el corazón de Central Park, donde por primera vez en nuestra vida vimos a los camareros cantar a pleno pulmón el “Cumpleaños feliz” a un comensal. Todo el libro me es, pues, muy familiar, (especialísimamente desde luego las partes del Pirineo aragonés y francés) y lo he ido recorriendo con una gran nostalgia por los viajes hechos y que ya no sé si volveré a hacer. Hay en el libro alguna cosa que debería corregir, creo yo humildemente. Como cuando dice que en París “he alquilado un apartamento que está cerca del Museo Rodin”. Puede ser, no digo que no, pero apostaría a que la frase correcta sería: “Mar ha alquilado un apartamento que está cerca del Museo Rodin”. Y también cuando, por discreción o prudencia, desaprovecha la ocasión de sacar pecho y de contar que en esa cena que narra, en Casa Pascualillo con Rafael Argullol e Irene Vallejo, después de una de las conversaciones que Fernando organiza en la Aljafería, fue donde se gestó el nacimiento de El infinito en un junco. Fernando Sanmartín, ese abogado con alma de contrabandista, como le llamó una vez Julio José Ordovás, ese hombre con alma de calígrafo y que posee la tranquilidad del lanzador de cometas, como lo ha calificado Antón Castro (yo, después de todo esto, renuncio a definirlo, pues cualquier cosa que pudiera decir no podría competir con lo de contrabandista ni con lo de lanzador de cometas, ni con nada parecido), Fernando Sanmartín, digo, nos ha entregado su mejor libro de viajes hasta el momento, un regalo para los sentidos que no deberán dejar de leer y de comprar. Una prueba más, como si hiciera falta, de que Sanmartín es uno de los más grandes escritores españoles del momento. Y, a veces, uno de los más fabuladores.
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