Álvaro Valverde, Porque olvido (Diario 2005-2019), Badajoz, Editora Regional de Extremadura, 2019.

 

Reseña publicada en Turia, 136, noviembre 2020

 

EL DIARIO DE UN HOMBRE BUENO

Álvaro Valverde tenía una abuela de Trujillo. En los años 20, tres de los hermanos de ésta emigraron a América: dos se fueron a Argentina y el tercero a Cuba. Este último apenas dio ya señales de vida, pero sí los otros dos. Uno de ellos, Paco Martínez, volvió ya muy mayor a visitar a la familia. Corría el año 1974 y Álvaro Valverde aún no había cumplido los 15. Llegó el momento esperado de repartir los regalos y vieron que entre ellos había dos libros: uno era para los padres de Álvaro y el otro para una de sus tías. Los libros eran de Jorge Luis Borges y se titulaban El Aleph -reeditado ese mismo 1974- y El oro de los tigres, que había aparecido dos años antes. Estaban, por increíble que parezca, firmados por el autor (con su pobre caligrafía de ciego), lo que era en verdad algo sorprendente e inesperado, casi mágico. Valverde conserva naturalmente ambos ejemplares, y a la lectura del segundo, que es el que le tocó a sus padres, ha atribuido en buena medida su pasión por la poesía y el haber decidido dedicar a ella la mayor parte de sus afanes literarios.

Historias tan apasionantes como ésta aparecen en el libro Porque olvido (Diario 2005-2019), que comprende una selección de las entradas que el poeta fue publicando en su blog a lo largo de esos años. Valverde, uno de los poetas fundamentales de la poesía española de los últimos treinta años, que también ha publicado un par de novelas, una selección de artículos y reseñas y un libro de viajes, se adentra con este libro en el género del diario -desde siempre un género muy querido por él como lector- y pasa a engrosar la larga nómina de escritores que nos han dejado retazos de su vida en esta fiesta de las confesiones, en esta “literatura del yo” que tantos lectores lleva encontrando desde hace años. Pero no todo lo que cuenta Valverde brilla como esa historia de los libros de Borges. Es más bien al contrario. Valverde cuenta casi siempre cosas sencillas y humildes, menudas y desprovistas de épica, el día a día de un poeta placentín (pues en su Plasencia natal continúa viviendo), que acaban atrapándonos sin remedio, porque nada hay más universal que lo local y porque todos nos sentimos atraídos por la pulsión que los demás sienten por sus cosas más próximas. De ahí que a nadie de fuera de Extremadura vaya a incomodar el carácter -tan extremeño- del libro, sino todo lo contrario.

García Martín calificó a Valverde como “el más educado, correcto, profesional, de los poetas españoles contemporáneos”, el hombre “cordial, que nunca se olvida de dar las gracias”, aunque, según él, en esa virtud anida quizá su mayor defecto, pues “al hombre de genio le conviene despeinarse de vez en cuando, perder los papeles”. Pero no siempre es así: hay poetas serenos y poetas tormentosos (a los que también podríamos denominar transgresores, indómitos o turbulentos). Estos dos grupos se enfrentan en su forma de afrontar la vida. Los primeros suelen ser gente prudente y llevar una vida burguesa y ordenada. Son tal vez los menos, pues la propia condición de poeta es más proclive a la tempestad que a la calma. Los segundos, los tormentosos, suelen ser casi siempre más seductores, aunque también en ocasiones pueden convertirse en los más peligrosos (para ellos y para los que los rodean) si deciden recorrer hasta el final esas sendas que en no pocos casos conducen a la misantropía y en ocasiones al caos, la intemperie o la autodestrucción. No supone su pertenencia a uno u otro grupo ninguna jerarquía en cuanto a calidad poética: hay grandes poetas en los dos grupos y hay también en ambos poetastros detestables. En la Generación del 27, todos estaríamos de acuerdo en que Aleixandre, Diego, Moreno Villa, Guillén, Salinas y Dámaso Alonso serían poetas serenos, mientras que Cernuda, Alberti, Prados, Villalón y Altolaguirre serían tormentosos. Se pueden poner en la poesía española otros muchos ejemplos: Mª Victoria Atencia, Jaime Siles, Eloy Sánchez Rosillo, Juan Manuel Bonet o Luis Alberto de Cuenca serían poetas serenos, y Pedro Luis de Gálvez, Alfonso Costafreda, Eduardo Haro Ibars o Leopoldo María Panero, transgresores e indómitos. En la poesía inglesa Eliot sería sereno y Dylan Thomas sería tormentoso. En la poesía francesa todos diríamos rápidamente que Rimbaud, Mallarmé o Baudelaire son poetas turbulentos y que Paul Valéry, Claudel o Saint-John Perse pertenecerían a la tipología de los serenos. En la poesía americana Ezra Pound o Allen Ginsberg serían tormentosos y Auden o Cummings serían más bien serenos. Jorge Luis Borges sería un poeta sereno y Alfonsina Storni o Delmira Agustini serían poetas tormentosas. A la muerte de Juan Luis Panero, Álvaro Valverde escribe en su diario que siempre se inclinó por éste antes que por su hermano Leopoldo María, porque “uno siempre ha preferido el orden al galimatías. O la lucidez al caos”, con lo que resulta evidente por qué categoría de poetas opta nuestro diarista.

No por vivir para la poesía, Valverde ha dejado de ser un hombre discreto (Jordi Doce le recrimina que en las presentaciones lee siempre “demasiado poco y como con prisa, temiendo molestar”), un buen hijo, un buen padre y un buen esposo, como se desprende de las páginas de este diario; un hombre que apenas bebe alcohol -frente a la dipsomanía de no pocos de sus colegas-, sobrio (confiesa que no le gusta disfrazarse) y elegante (pues, para no hablar mal de nadie, pasa por alto los avatares de su destitución de la Editora Regional y escribe: “mejor no entrar en la casquería”). Pero a la vez es un hombre que defiende posturas progresistas (me emocionó leer su pasión por mi amigo Labordeta), que confiesa no frecuentar las iglesias y que se encoleriza con los políticos cuando, en temas de política cultural, no actúan como él desearía.

El diario rebosa de crónicas viajeras (pese a que pudiera pensarse que es un hombre de vida retirada, Valverde está siempre de viaje y, aunque dice que es “muy casero”, he apuntado no menos de 50 ciudades y localidades a las que se desplaza), de necrologías de sus amigos (muchos escritores, pero también muchas personas anónimas, lo que les añade valor pues iguala a unos y otras), de semblanzas de escritores (Felipe Núñez, Ángel Campos, Santiago Castelo…), de historias de sus clases y sus alumnos, de sus paseos y excursiones (incluida una al meandro del Melero, lo que no puedo entender sino como un homenaje) y de su amor por la naturaleza, de los actos literarios a los que asiste y, sobre todo, de asuntos relacionados con la poesía, tan importante en su vida. Y su sencillez y falta de impostura se manifiestan en que cuenta cosas sin glamour, cosas que nadie que quisiera construirse un personaje literario contaría: que se toma “una cerveza sin alcohol y una croqueta”, que se aprovisiona en Ibiza “de crema solar y toalla”, o que “abona su consumición” tras la presentación de la revista Turia en Badajoz. Eso demuestra que estamos ante un hombre “de verdad”, que no quiere parecer otra cosa distinta de la que es. Porque olvido es el diario de un hombre bueno y de un poeta sereno, de los mejores y más auténticos de su generación.