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PANORAMA DESDE LA CORBERA Antón Castro
En Los sitios de la Zaragoza inadvertida. Fotografías de Andrés Ferrer. Zaragoza, 2016
En algunas ocasiones se ha escrito que Zaragoza es una ciudad de magníficos bibliófilos. Vicente Martínez Tejero, Alfonso Fernández, José Manuel Pérez Latorre, Geraldo Alquézar, Ángel Artal Burriel o José Luis Melero son casi siempre los más citados. Quedémonos un instante con Melero, Pepe Melero para los amigos, escritor también, rastreador de textos raros y olvidados, fetichista y coleccionista de rarezas: libros dedicados, cartas, folletos. Es un buscador de tesoros, más o menos polvorientos, con un único afán: leerlos. A él lo llaman a menudo para ofrecerle una biblioteca o algunos volúmenes selectos. Y eso le ocurrió también esta vez. Recibió primero una carta a su sección semanal en Heraldo, ‘Fábulas con libro’, y más tarde un correo electrónico. Lo invitaban a visitar una casa que iba a ser desmantelada tras una defunción. Allá se fue. Al Rabal, en concreto al Camino del Vado, uno de esos nombres que siempre intrigan e invitan a preguntarse, ¿de qué vado hablarían, del Ebro, del Huerva, de aquellas acequias que recorrían las afueras de la ciudad para regar las huertas y los jardines? Lo recibió un hombre más o menos maduro, más cerca de los 50 que de los 40, y le mostró cuanto había. Dos o tres mil volúmenes: bien escogidos, sin duda, mucha literatura griega en variadas ediciones con un buen fondo de lírica contemporánea (Seferis, Ritsos, Elytis o Cavafis), libros del mar, algunas monografías de pintura; Melero diría después que estaba casi toda la bibliografía reciente de Ingres, Friedrich, Turner y Gericault, y que había muchos catálogos de artistas aragoneses como Jorge Gay, Pepe Cerdá, Mapi Rivera, Rafael Navarro, Natalio Bayo, Pedro Avellaned, Andrés Ferrer, Lina Vila y Ricardo Calero, entre otros. También había una parte importante de escritores aragoneses, sobre todo ensayistas: José-Carlos Mainer, Agustín Sánchez Vidal, Eloy Fernández Clemente, José Luis Calvo Carilla, Amparo Martínez, Julián Casanova, Pedro Rújula, Aurora Egido, José Luis Rodríguez García (de este tenía los dos volúmenes de Hölderlin llenos de notas)... No dejó de sorprenderle que tuviera todos los títulos de Acantilado y de tres sellos como Olifante, Contraseña y Xordica. Por curiosidad, Melero repasó los libros que él mismo ha publicado en la editorial de Chusé Raúl Usón. Uno de ellos, el último, Leer para contarlo, estaba dedicado a Andrés Zalaya. Le preguntó a su anfitrión si se trataba del dueño de la casa. Sí, claro. Melero quiso saber quién era, a qué se dedicaba, cómo era posible que nunca hubiese reparado en él o que se hubiese olvidado de cuándo le firmó sus memorias de bibliófilo. El hombre le dio todo tipo de explicaciones, ajustaron el precio de algunos volúmenes, alrededor de 30 (algunos ya los tenía Melero, pero se los regalaría a la Biblioteca ‘Félix Romeo’ del Parque Goya II y a algunos amigos entrañables con los que recorría las ferias del libro de viejo y ocasión). Cuando el bibliófilo ya se marchaba cargado con su bolsa, el otro le dijo: «Andrés me encargó que le diese esto. Dijo que nadie podría entenderlo como usted». José Luis Melero cogió el tomo encuadernado y miró el título: Camino del vado. Visiones desde los márgenes (Diarios 1978-2015). Lo abrió por la primera página y leyó: «Soy feliz en Zaragoza y nadie debe saberlo».
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