UNA DECLARACIÓN DE AMOR
José Luis Melero
Heraldo de Aragón, 23 de abril de 2019
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Esto no es un artículo: es una declaración de amor. A pesar de que cada día hay más gente, ya sin complejos, que confiesa amar a Zaragoza, durante mucho tiempo el decir esto estuvo siempre muy mal visto. Era como cateto y reaccionario, y el que declaraba su pasión por la ciudad nunca ganaba fama de moderno, progresista y, mucho menos, de cosmopolita, aunque quien lo confesara hubiera recorrido medio mundo. Estaba permitido decir, eso sí, que te gustaban Madrid o Barcelona, incluso San Sebastián. En esas ciudades, al parecer, se disfrutaba de una gran libertad y no había burguesía aburrida y convencional, curas trabucaires o militares de cantina y espadón. No debía de haberlos porque, para nuestra desgracia, los teníamos todos nosotros. Lo escribió en un libro, en 2006, un destacado representante del sector menos optimista de la cultura zaragozana: «Zaragoza es una ciudad de curas y militares, una ciudad mitad monja, mitad alférez, una auténtica madrastrota». Yo cuando leí aquello me compadecí mucho de él: pobrecico, pensé, toda una vida viviendo aquí, con esa infame madrastra, rodeado de curas y militares golpistas por todas partes. Aunque debí de tener mala suerte, porque el día que leí esa frase (casi 30 años ya de democracia) salí a la calle a contar clérigos y militarotes y no me encontré con ninguno. Si Zaragoza fue durante el franquismo una ciudad tosca o provinciana, lo fue porque existía el franquismo, no porque Zaragoza disfrutara de especiales cualidades para serlo. Y las miserias que sufría Zaragoza eran las mismas o parecidas que las que padecían Madrid, Barcelona o San Sebastián. ¿O es que en Madrid la gente no se concentraba en la plaza de Oriente para vitorear a su caudillo, no llevaba en Barcelona el nombre de ‘La Vanguardia Española’ su periódico más emblemático, o no se organizaban en San Sebastián Congresos Eucarísticos? En todas partes cocían habas, y culpar a Zaragoza de que aquí se llevaran al puchero mayor cantidad de ellas que en otros lugares era un puro desatino, propio tal vez, pienso yo, de quienes habían viajado más bien poco, y creían que sólo en Zaragoza a la gente se le caía la caspa y que en el resto de ciudades las hombreras de las chaquetas estaban siempre impolutas. Zaragoza está hoy llena de grandes creadores, y hay músicos, escritores, actores, pintores, ilustradores, fotógrafos y cineastas de una enorme calidad, que no se avergüenzan de trabajar en su ciudad y que desmienten diariamente ese viejo tópico de que Zaragoza no está a la altura de otras grandes ciudades. Se lo decía estos días Sergio del Molino a Fernando Aramburu en una entrevista: “Conozco bien España, me la he recorrido del revés y del derecho, y ni en ciudades de tamaño similar o mayores, como Sevilla, Valencia o Bilbao, he visto una escena literaria tan agitada como la zaragozana”. Necesitaría el espacio del que no dispongo para comentar todos los libros que en los últimos años desarrollan su acción en Zaragoza, para enumerar los pintores a los que no se les caen los pinceles por retratar su ciudad, para hablar de todas las películas en las que en algún momento o por alguna razón Zaragoza es protagonista. Querer a Zaragoza es en realidad querernos a nosotros mismos, porque la ciudad no es un ente abstracto: es lo que es en función de quien la habita. Y si los que vivimos en ella somos gente atractiva, Zaragoza será siempre una ciudad atractiva. Por eso yo quiero a mi ciudad: porque sé que en ella trabajan muchos amigos extraordinarios, que entregan lo mejor de sí mismos para hacer de Zaragoza una ciudad libre, moderna y acogedora.
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