Las confesiones de un bibliófago
de
JORGE ORDAZ
Editorial Pez de Plata. Oviedo, 2014
Prólogo de José Luis Melero
Leí Las confesiones de un bibliófago de Jorge Ordaz un sábado 10 de junio de 1989. Y por las notas que tomé en el libro (desde luego a lápiz, que nadie se rasgue las vestiduras), y que ahora vuelvo a releer casi veinticinco años más tarde, me causó una extraordinaria impresión. El libro es mucho más que una novela: es un pequeño manual sobre los ritos de una religión -la bibliofilia- y sobre los hábitos de sus sumos sacerdotes -los bibliófilos-, y Ordaz demostró saber muy bien de lo que hablaba y en qué terreno se movía. Su descripción de los tipos de bibliófilos y bibliómanos es casi conmovedora, por lo cálida y ajustada. Así, nos habla de esos bibliómanos que solo quieren acaparar y acaparar volúmenes, como aquel famoso Richard Heber (1773-1833), de quien Bartolomé José Gallardo aseguraba que era el digno sucesor de Fernando Colón, que llegó a atesorar “más de cien mil volúmenes repartidos en ocho casas” y que defendía la tesis de que el buen bibliófilo debía tener tres ejemplares de cada título: uno, el más hermoso, para enseñarlo y provocar la envidia de todos, otro para prestarlo a los amigos e investigadores, y el último para uso propio (en puridad la biblioteca de este Heber tampoco fue para tanto: solo tenía en realidad, en caso de haber atendido él mismo a sus propias recomendaciones, treinta y tres mil libros diferentes); o como aquel conde de Estrées, citado por Saint-Simon, que llegó a tener más de cincuenta mil libros empaquetados que nunca se molestó en abrir. Y nos presenta una tipología de bibliófilos que prueba el perfecto conocimiento que Ordaz tenía de esta grey de bibliólatras tan disparatada como pintoresca: aquellos que coleccionan exclusivamente libros de un solo tema, o de un editor, impresor o encuadernador determinados, o solo los de un preciso tamaño; los que únicamente buscan los censurados o prohibidos; los que dedican todos sus afanes a la caza y captura de ediciones príncipes, libros intonsos o sin desbarbar, góticos o incunables, ejemplares con dedicatorias autógrafas…, vamos todos esos para los que cualquier pretexto es bueno con tal de no tener que leer los libros que compran, que es lo que ha sido la práctica habitual entre estos estrafalarios personajes. Demostraba Ordaz también conocer muy bien las debilidades, manías y enfermedades de los bibliófilos. Y así nos habla de uno que sentía pasión por Virgilio y cuya máxima aspiración era llegar a reunir “tantos virgilios como días del año”; de ese otro amante de las encuadernaciones suntuarias que nunca consideraba que un libro lo fuera de verdad si no estaba vestido con los mejores ropajes y atavíos; o del propio protagonista anónimo de la novela, que pasaba las horas recorriendo con la mirada los plúteos de su biblioteca y repasando la disposición y el estado de los lomos de los libros, cambiando éstos de sitio y agrupándolos con otros, quitándoles el polvo... Todos hemos conocido en el mundo de la bibliofilia sujetos de estas características y tal vez ni yo mismo, ni muchos de los que lean estas páginas, andemos muy lejos de ellos. Sus observaciones sobre lo que significa la pasión por los libros son igualmente muy certeras y precisas, y cualquiera que viva dominado por ella se sentirá en sintonía absoluta con lo que Ordaz nos cuenta: los libros proporcionan a los bibliófilos alegrías desbordantes, pero también les causan un inmenso sufrimiento cuando se llega tarde a la compra de ese ejemplar que uno lleva toda la vida buscando, cuando no podemos hacernos con él porque escapa a nuestras posibilidades económicas, cuando lo adquiere por poco dinero alguien que sabemos que no lo merece, mientras que nosotros, que naturalmente lo merecemos más, hubiéramos pagado una fortuna por él… De ahí que esa pasión “tiránica y absorbente” haya conducido a más de uno a la locura o a la ruina. De esto saben mucho los bibliómanos -esa desviación perversa de la bibliofilia caracterizada por el afán de tener muchos libros, más por el placer de almacenar que por el de instruirse con ellos-, que acaban abocados a ser víctimas de lo que más quieren: los libros. Estos enfermos de bibliomanía (a los que Miguel Albero dedicó un libro magnífico en 2009, Enfermos del libro. Breviario personal de bibliopatías propias y ajenas) nunca tendrán bastante con los libros que adquieran, pues siempre será mucho mayor el número de los que les falten que el de los que posean, lo que les conducirá de forma irremediable a la infelicidad. Y aunque tengan treinta, cuarenta o cincuenta mil libros nunca estarán satisfechos por ello, sino en permanente desconsuelo al ver los millones de libros que nunca van a poder adquirir. Ordaz lo dice muy bien en el libro: “A diferencia del bibliófilo, el bibliómano no posee los libros, sino que se ve poseído por ellos” Y lo resume muy gráficamente: “No escoge los libros, los amasa”. El libro, en el que los personajes de ficción conviven con verdaderos protagonistas de la cultura española de la época como Vicente Salvá, Antonio Bergnes de las Casas o José Mor de Fuentes, podría haberse titulado perfectamente “Aventuras y desventuras de un bibliófago viejo natural de Barcelona”, a la manera de aquellas Aventuras y desventuras de un soldado viejo natural de Borja que escribió el general Romualdo Nogués -aquel a quien doña Emilia Pardo Bazán convirtió en personaje de uno de sus libros, La Quimera, de 1905-, pues el protagonista nos cuenta, ya al final de sus días y en primera persona, todos los avatares de su vida: desde su nacimiento en los primeros años del siglo XIX, su pronta orfandad, el descubrimiento de su pasión por los libros en la tertulia que se celebraba en casa de un tío suyo bibliófilo que fue quien lo prohijó y educó, y su exilio en Inglaterra donde aprenderá a encuadernar, terminará seducido por la bibliofagia (que no deja de ser la máxima expresión de bibliofilia, la comunión total con el libro) y formará parte del muy elitista Book-eater’s Club, hasta su regreso a España y su retiro final en una torre de su propiedad en Gràcia. Todo está contado con un extraordinario sentido del humor, que hace que leamos el libro con una permanente sonrisa en los labios. Ese humor es especialmente notable en las páginas del libro en las que se nos habla de la bibliofagia y del Book-eater’s Club, al que no podían pertenecer ni clérigos ni escoceses y en cuyos menús estaban vedados “los libros papistas, franceses y de Samuel Richardson”. Aprendemos, entre otros muchos e hilarantes conocimientos bibliofágicos, que los libros nuevos acostumbran a ser jugosos y tiernos, aunque insípidos, y que los libros viejos, pese a tener mucho más sabor, son en cambio correosos y resecos, y que son muy recomendables los libros de piel de cabritillo, “muy sazonada y con cierto deje picantillo”. Y en el momento en que nuestro protagonista tenga que preparar un plato de creación propia para poder ser admitido en el selecto club de los comedores de libros elegirá “un sencillo salpicón de hojas de respeto y puntas de tela sajona al aceite de trementina”. Cuando Espasa-Calpe publicó este libro en 1989 apenas nadie escribía sobre estos temas. Si uno quería leer ficción relacionada con la bibliofilia tenía que acudir a los tomitos de la “Pequeña Colección del Bibliófilo” de la Librería de los Bibliófilos Españoles de la madrileña Travesía del Arenal, que dirigió Ramón Miquel y Planas en los años veinte, a algunas ediciones del librero catalán Josep Porter (por ejemplo La Batalla entre Llibres Antics y Moderns de Jonathan Swift, que abrió la colección “El bibliofil curios” en 1946, traducida del inglés por el general Luis Faraudo de Saint Germain, que utilizó el seudónimo de Lluís Deztany, como nos recordó Juan Perucho en Detrás del espejo) o a los libros que Castalia publicó en Valencia a finales de los cuarenta y primeros cincuenta en las colecciones de opúsculos para bibliófilos “Ibarra” y “Gallardo”. Aún era fácil por entonces encontrar ejemplares de esas series (hermosísimas todas ellas y magníficamente editadas), pero apenas había nada más. Solo Nuria Amat, que uno recuerde, había publicado en Muchnik en 1988 un ensayo relacionado con la bibliomanía: El ladrón de libros y otras bibliomanías, y la editorial Montesinos iba a reeditar en 1991 El librero asesino de Barcelona del irreemplazable Miquel y Planas. Ordaz fue pues un adelantado a su tiempo. Luego llegarían otros muchos libros de ficción relacionados con el amor a los libros, algunos de ellos inolvidables como el de Helene Hanff, 84, Charing Cross Road, o esa pequeña maravilla reeditada por Acantilado que es Mendel el de los libros de Stefen Zweig. Ahora, al volver a leer estas confesiones de bibliófago tantos años después, he tenido la misma sensación que en 1989: la de que estamos ante un libro magnífico, tierno y divertido, imprescindible para bibliófilos, bibliópatas y coleccionistas y de lectura obligatoria para todos aquellos que, sin serlo, quieran conocer y adentrarse en los entresijos de este apasionante mundo de quienes han perdido la cabeza por los libros. Pocas reediciones conoce uno tan justas, atinadas y convenientes.
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