COJINES

(Heraldo de Aragón, 1 de noviembre de 2018)

 

 

El otro día visité con un grupo de amigos la Biblioteca Nacional. Como Ana Santos, su directora, es zaragozana y quería agasajar a sus amigos y paisanos, la visita iba a ser muy especial. Así que el responsable del departamento de Manuscritos, Incunables y Raros nos había preparado algunas piezas memorables para nuestro disfrute y solaz. Disfrute y solaz visual, como no hace falta explicar, pues aquellas joyas (el incunable zaragozano del Libro de las mujeres de Bocaccio, editado por Pablo Hurus, manuscritos de Quevedo, María de Zayas y Lorca, un breviario que perteneció a Isabel la Católica, un excepcional Libro de Horas…) no podíamos ni debíamos tocarlas. Los libros y manuscritos seleccionados reposaban sobre unos mullidos cojines que se hundían ligeramente bajo su peso. Eran unos cojines grises, elegantísimos y delicados, en los que uno se empadronaría para siempre. De pronto me fijé en que aquellos libros me miraban ladinamente. Los más nobles con conmiseración, tal vez; pero la mayoría, de forma aviesa. Era como si me dijeran: «Tú te marcharás un día, pero nosotros nos quedaremos aquí para siempre, tan ricamente. A ti te meterán en una caja de madera, pero nosotros seguiremos aquí, dándonos la gran vida, encima de estos cojines de plumas, mimados y admirados por todos, sin dar palo al agua». Y es verdad: todos nos iremos, pero los muy canallas serán eternos. Y porque lo saben, me miraban así. Por eso les estoy empezando a coger manía. Creo que me voy a aficionar a los bienes fungibles. Y que les den a los libros viejos.