PEPE CERDÁ: EL ORDEN, LA LUZ Y LA BELLEZA
José Luis Melero
Rolde. Revista de Cultura Aragonesa, 162-163, junio diciembre de 2017
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En una especie de manifiesto que el “Grupo Zaragoza” publicó en 1964 y que tituló El arte como elemento de vida, la opinión que aquellos pintores zaragozanos tenían de los críticos no era especialmente favorable: “El arte no precisa intermediarios enjuiciadores que olvidan su función con actitudes desmenuzadoras o manías clasificadoras, que quieren imponer sus predilecciones”. Y seguían: “Es mucho el daño que hacen”, a la vez que protestaban por tratar de explicar la nueva pintura “como algo sofisticado y complicado”. Yo, la verdad, tampoco entiendo casi nunca a los críticos. Creo que muchos de éstos tienen escritas unas cuantas frases que van utilizando indistintamente sin que les influya para nada el tipo de pintura que están enjuiciando. Por ejemplo, podrían escribir de la pintura de Pepe Cerdá lo siguiente: “La pintura de Cerdá crea atmósferas límpidas y versátiles, en las que la apuesta por la luz y el color rivaliza con una decidida y fértil puesta en escena de los mejores y más sólidos argumentos pictóricos”. O también: “Pepe Cerdá emprende con esta exposición un largo y fecundo viaje, con su maleta cargada de sueños y colores, para transportarse y transportarnos a un nuevo escenario creativo revestido de luz y de armonía”. O sea, nada. Decir cosas sin decir nada. Palabrería. Igual valdrían para Cerdá que para cualquier otro, para un roto que para un descosido, para una pintura fauvista o expresionista, que para otra hiperrealista. Esto lo hemos visto todos decenas de veces. Y a mí me enferma. Hablemos con claridad para que todos nos entendamos. ¿Por qué nos gusta la pintura de Pepe Cerdá? Pues porque es la pintura de la verdad y de la autenticidad. ¿Y qué quiere decir que es la pintura de la verdad y de la autenticidad? Pues sólo que estamos ante un pintor de verdad, de los que no necesitan coartadas teóricas para explicar lo que no se ve en sus cuadros, de los que ponen orden, luz y belleza donde antes no había nada, de los que uno sabe en cuanto está frente a su obra que allí no hay impostura, que allí no se falsea nada, que allí todo es de verdad. Nada más y nada menos. Y sobre todo: que no pretende engañarnos, ni darnos gato por liebre. Tan de verdad es la pintura de Cerdá, que yo creo que cuando la ha ido cambiando a lo largo del tiempo (como tan bien se ve en la sala del Paraninfo que antologa su obra) no lo ha hecho tanto por buscar nuevas formas de expresión como por no aburrirse. Y ahí está la clave: un pintor lo último que puede permitirse es aburrirse. Se pueden aburrir los conserjes de los museos o los vigilantes nocturnos. Un pintor, nunca. Si eliges un oficio como éste, al menos no te aburras. Y dado que a Cerdá, como confiesa tantas veces con su incomparable retranca, le falta vocación, la elección de nuevos temas sobre los que pintar (de la pintura histórica al paisaje, de las gasolineras o los árboles a las cosechadoras) le sirve al menos para hacer el oficio más llevadero. Cerdá pinta como habla, sin morderse la lengua y sin importarle una higa lo que los demás piensen. Trabaja, trabaja mucho (pese a su pose de perezoso) y le cansan los debates teóricos sobre el arte y la pintura: “Pintor, pinta y calla”, tituló su libro en 2006. Podría pensarse entonces que no es un pintor obsesionado por reflexionar sobre su obra. Pero nos equivocaríamos. Porque Cerdá es todo menos un descreído. Mientras otros debaten, él pinta, pinta sin parar, para poner orden, luz y belleza donde antes no había nada. A mí me parece la mejor poética para un pintor. En las salas del Paraninfo podrán comprobarlo.
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