La novela del buscador de libros

Juan Bonilla

Zaragoza, Librería Antígona, 12 de diciembre de 2018.

 

 

Comencemos diciendo que este libro de Juan no es desde luego una novela, a pesar de su título. Es un peculiar y maravilloso tratado sobre la bibliomanía y el amor a los libros. Pero no es un tratado teórico, como podría serlo el de Miguel Albero, Enfermos del libro, o como lo fue en su momento aquel La pasión por los libros, que publicó en Espasa Francisco Mendoza Díaz-Maroto, un libro disparatado sólo apto para bibliófilos aficionados a la caza mayor, en la que se decían cosas como que para merecer la calificación de bibliófilo uno debería comprar, entre otras muchas cosas, “media docena de incunables, entre los que debe haber un italiano, un francés y un alemán”. Mendoza permitía -gracias a Dios- que el incunable español estuviera falto, e incluso nos autorizaba a tener un fragmento (o sea, que con dos o tres hojillas igual valía). Y también sería bueno, nos decía, disponer de algún impreso americano del siglo XVI, “incluso mútilo, con mojaduras y algo apolillados”. Esto lo cito literal, para que vean cómo tienen la cabeza algunos.

El libro de Juan no es esto, naturalmente. Es un recorrido personal y vital por los libros que le han marcado; es una descripción de sus andanzas y aventuras en pos de los libros; es un canto a las librerías, los mercadillos, los rastros y las almonedas; y es una reflexión sobre lo que los libros han significado en su vida. Y en ese sentido, está mucho más cerca de las memorias y de la autobiografía que de ningún manual de bibliomanía. Se parecería mucho más, por tanto, a mi Leer para contarlo, al libro sobre El Rastro de Andrés Trapiello o, históricamente, a las memorias de los grandes libreros como Palau, Vindel o Barbazán, aunque, no hace falta decirlo, a diferencia de estos últimos, el libro de Juan tiene evidentemente un pulso y una vocación literarios de los que aquellos carecían. Estamos, claro, ante el libro de un escritor, de un gran escritor, y no ante las memorias de un profesional o de un coleccionista.

Bonilla, más que bibliófilo (en realidad, todos los que gustan de los libros lo son, pues “bibliófilo” no quiere decir otra cosa que amante de los libros) o coleccionista (Juan se reconoce un mal coleccionista), es un BUSCADOR DE LIBROS. Y puede olvidar de lo que trataba un libro raro o la impresión que le causó al poco de leerlo, pero nunca los avatares de su adquisición, la emoción que sintió al verlo y tenerlo en las manos, la alegría al saber que podía llegar al precio que pedían por él. Es decir, en Bonilla es muchas veces más importante el hecho de salir a cazar, el gusto por abatir las piezas, que las codornices o los conejos que luego te llevas a casa. No siempre, claro, porque si has dado con la perdiz o la liebre que buscabas desde hace años, ese día la alegría será inmensa, no sólo por la caza en sí, sino también por la pieza obtenida. Pero no siempre ocurre esto, y uno vuelve muchas veces a casa con un botín que no es precisamente el apropiado para celebrar grandes festejos, aunque nadie podrá quitarnos el placer del rastreo y de la búsqueda del animal, es decir, en nuestro caso, del libro. Yo conozco a varios amigos así, a los que lo que más les gusta es buscar y salir a cazar con el perro por las librerías.

Digo que es un libro autobiográfico y vamos a ver cómo esto es verdad. Juan nos habla casi permanentemente de él y nos cuenta, por ejemplo, cómo contrajo el virus de los libros viejos leyendo las memorias de Cansinos, La novela de un literato, libro apasionante y fundamental para todos nosotros, que nos abrió un inmenso abanico de escritores de los que no habíamos oído hablar en la vida.

Nos cuenta cómo descubrió los libros en su adolescencia con sus amigos de Jerez, y sabemos quiénes eran éstos: Pedro Jesús Luque, Fernando García Taboada, Manuel María Mateos… Y que crearon una revistilla, poco más que un fanzine, Tristemente otoño, con el sólo fin de recibir libros, en cuanto se dieron cuenta de que las editoriales enviaban libros a las revistas para ser reseñados. Era la forma de conseguir libros sin tener que comprarlos. Nos cuenta cómo descubrió a Blanca Andreu, que fue una poeta que nos deslumbró cuando leímos De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, (lo que hablaba muy bien de ella como poeta) y que luego nos sorprendió cuando supimos que había elegido como pareja a Juan Benet (lo que hablaba muy mal de ella a la hora de elegir como compañero ese perfil de escritor, el rey de la Navidad, como lo viene a llamar Juan en el libro, por los “pestiños”).

Nos cuenta cómo cambió una primera edición del Primer Romancero Gitano por la primera de Camino del fundador del Opus Dei (que Juan nos recuerda que no se titulaba entonces así, sino Comentarios espirituales, lo que, confirma, una vez más, que tienes que saber más que el que te vende, pues a buen seguro que quien le vendió a Bonilla esa primera edición de aquellos comentarios no sabía que estaba vendiéndole la la primera de Camino). Todos hemos comprado grandes piezas por saber más que el que nos vende (esa es la clave), y así por ejemplo yo pude comprar la edición zaragozana de 1906 de los Cuentos de vacaciones de Santiago Ramón y Cajal, porque no los publicó con su nombre sino con el seudónimo de Doctor Bacteria, y quien los vendió desconocía quién se escondía tras ese seudónimo.

 Nos cuenta que conoció en Jerez a Félix Grande, a Ángel Crespo, a María Victoria Atencia, a Francisco Bejarano, Miguel Ramos y Fernando Quiñones (a quien los amigos de Juan despreciaban por ser vecino -siempre nos ha parecido que no puede ser muy importante ese escritor al que te encuentras mirando el saldo en un cajero de la Caja debajo de tu casa-  y, sobre todo, por escribir “algo tan espantoso -dice Juan- como la novela histórica”, algo en lo que no puedo sino darle toda la razón).

Nos cuenta cómo descubrió a Bukowski leyendo La Luna de Madrid, y le dedica un buen número de páginas, llenas de inteligencia. Y a Papini, que vino de la mano de Borges.

Y nos cuenta cosas muy personales, que son ya propias de la más íntima autobiografía, como cuando se quedó sin periódicos en los que colaborar y, por tanto, sin ingresos, y tuvo que vender una buena parte de su biblioteca. De bibliófilo pasó a librero de viejo. Esas páginas son verdaderamente conmovedoras. Por ellas sabemos que vendió ocho o diez libros a un italiano, lo que le dio dinero para vivir un año, y que se guardó los libros de Eliot, de Borges y de Lasso de la Vega. (Aquí una reflexión a vuela pluma: o Juan vive muy austera y modestamente, o aquellos ocho o diez libros eran verdaderamente piezas de caza mayor).

Nos habla de su pasión por los catálogos de las librerías de viejo y, sobre todo, por aquel catálogo 100 de Renacimiento, que me tuve que levantar a buscarlo mientras leía su libro. Y por uno de Brescia, L’Arengario, del que yo no había oído hablar en mi vida.

Su recorrido por muchas de las librerías de viejo de su vida es apasionante. Y yo me quedo con las de Sevilla, que yo también he visitado mucho: Trueque, Castro, Los Terceros, El Desván, Rumaiquiya (aquí compró El movimiento VP de Cansinos dedicado a Romero Murube, pero yo compré allí la primera de Iluminaciones en la sombra de Alejandro Sawa por cincuenta pesetas, que está mejor), El Sur, en la calle Martínez Montañés (propiedad de Manolo, un antiguo dependiente de Abelardo) y, sobre todo, Renacimiento, la librería de Abelardo Linares, que yo visitaba en la calle Mateos Gago, al lado de la Giralda. Pero nos habla también de librerías de San José de Costa Rica, de La Habana, de México,… de  los mercadillos de Montevideo, de Tegucigalpa, de Panamá, de Lima, de Santiago de Chile (con el gusto en los años 20, en editoriales como Nascimento, por los libros oblongos, es decir más anchos que altos, que se debió únicamente al criterio de los maquetadores cuando vieron que llegaba el tiempo de los versos libres y largos, de manera que, con buen criterio, para no cortar éstos, decidieron hacer más anchos los libros). También de Bogotá, y en ese apartado nos habla de Luis Vidales y su mítico Suenan timbres, de 1926, y nos cuenta la historia del legendario y fantástico burdel-librería del barrio de Santa Fe, del que no desvelo nada porque mi columna del Heraldo de la semana próxima irá sobre él.

Nos habla de la Strand, cómo no, en Nueva York, en la que yo no encontré nada, y de cómo lo llevó allí mi querido José María Conget. Allí compró dos Gregorio Prieto preciosos y le gastó una broma a su amigo Rafael Ábalos haciéndole creer que lo detenían por haber robado libros.

Como ven, todo autobiografía.

Nos habla de cómo con Internet se han acabado los chollos. Internet es, desde luego, el nuevo Palau.

Y nos habla de algo muy bonito: frente a su Biblioteca Visible, que es la de los libros que tiene, está la Biblioteca Invisible, que es la de los libros que busca, la desiderata permanente, que tiene que crearle una gran desazón, pues difícilmente logrará completarla. Bueno, será del todo imposible. Un bibliómano como Bonilla nunca tendrá bastante con los libros que adquiere, pues siempre será mucho mayor el número de los que le faltan que el de los que posee, lo que le conducirá de forma irremediable a la infelicidad. Lo siento por ti, Juan.  

Reflexiona también sobre el futuro de nuestros libros, que es algo que a todos, de vez en cuando, nos inquieta. Bonilla prefiere que sus deudos los vendan y vuelvan a la calle (es lo mismo que decía mi amigo Félix Romeo), ante de que acaben como los de Julio Cortázar encerrados en cámaras de seguridad en la Fundación Juan March.

Nos habla de los libros de los que tiene muchas ediciones distintas: el Romancero Gitano, El árbol de la ciencia, La ciudad y los perros, la Vida de don Quijote de Unamuno, y, sobre todo, Nueva York de Paul Morand y Lolita.

Habla de su colección de cubiertas de libros insalvables, comprados sólo por eso, por las cubiertas.

Y de los grandes autores que cuidaron sus ediciones: Juan Ramón, Galdós, Valle  (Opera Omnia)

Habla de la revista oral que creó Alberto Hidalgo (paisano de Vargas Llosa, pues nació también en Arequipa) en una cervecería en Buenos Aires. Como recuerdo de cada número se imprimía un cartel con alguna colaboración. Aquellas revistas habladas produjeron uno de los grandes libros de la vanguardia americana: Descripción del cielo, de Alberto Hidalgo.

Habla de lo orgulloso que se siente de tener completa la colección “Palabra e Imagen” de Lumen; y no puede terminar el libro sin hablar del libro electrónico, del que dice algo muy divertido e inteligente: el libro en papel es como la evolución natural del libro electrónico, su versión mejorada. El libro en papel no necesita electricidad ni batería, tiene una hermosa cubierta, cuadernillos cosidos… e incluso los que están intonsos guardan un secreto que hay que esforzarse en abrir… Cuando abrimos un libro nos convertimos en un nuevo Jesucristo, capaz de resucitar a Lázaro: ¡Levántate y habla! La lectura, dice, es siempre la forma de devolverle la vida a alguien.

Le tengo que comentar una cosa sobre un libro del poeta Julio Antonio Gómez, que él desearía encontrar, pero eso lo haré en privado.

Y nos habla de su libro más bonito, que no es un libro, sino un álbum de cromos sin cromos, pintados por un niño en Honduras para celebrar la clasificación de su selección para el Mundial de Brasil.

De todo esto -y de mucho más- habla este maravilloso libro de Juan Bonilla, esta autobiografía libresca, que les hará pasar unas horas inolvidables.

 

José Luis Melero Rivas