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HORAS LENTAS. DÍAS FUGACES de Ricardo Berdié Presentación de José Luis Melero Librería Cálamo. Zaragoza, 19-XII-2011
Si como decía Rilke «la verdadera patria es la infancia», este libro de Ricardo es un libro rilkeano de los pies a la cabeza, una auténtica inmersión en la infancia, un libro que nos cuenta las aventuras, venturas y desventuras, las vivencias, las travesuras y los anhelos, de un grupo de niños y adolescentes en la Lérida de finales de los años cincuenta y primeros sesenta. Nunca se nombra a la ciudad por su nombre, por lo que las aventuras narradas bien pudieran haber ocurrido en cualquier ciudad española de la época, pero Ricardo deja, como al desgaire, tres datos o pistas que nos lo confirman: nos habla de una calle dedicada a Francisco Boldú, de quien sabemos que fue el jefe local de Falange en Lérida; nos habla de El Choperal, que fue el antiguo campo de fútbol donde jugaba el Lérida, y nos dice que los chicos van a la Iglesia románica de San Martín. Tres datos suficientes para saber que la acción se desarrolla en Lérida. Nunca en cualquier caso podríamos haber pensado que se desarrollaba en Zaragoza, pues cuando Ricardo nos cuenta con gran detalle cómo los chicos jugaban al Churro va, llama a este juego salvaje de nuestra infancia el juego del Salten, que sería como en Lérida llamarían al juego en cuestión, pero en Zaragoza jamás se le llamó así. Aquí era el Churro va y por lo tanto la localización geográfica del libro no podía ser Zaragoza. El libro, como decía, nos cuenta en primera persona las aventuras, gamberradas y travesuras de una pandilla de niños en Lérida, que se conocieron en la calle cuando tenían cinco o seis años cazando lagartijas, y de su paso a la adolescencia: de Lenton, que bien podría ser el propio Ricardo, pues el libro parece tener un gran componente autobiográfico, a quien llamaban así porque era lento en tomar decisiones, sobre todo en el juego del Churro va, en el que dudaba largamente sobre dónde poner el brazo; en el churro, en la mediamanga o en la mangaentera; de su primo Mánsez, de su amigos Cuerno (que era el pensador) y Ratón, del Caparra, que era fuerte como un toro, de Ursus, del Japonés, de Sanabrieta… Todos los amigos de la infancia de este Lenton-Ricardo, de los que se nos va contando todo tipo de gamberradas a cual peor, casi inimaginables en la infancia urbana e hiperprotegida de cualquiera de nuestros hijos: el intento de asesinato, por dos veces, de la abuela de Ricardo, Mamantonia en el libro, una vez con unos alfileres que estaban dispuestos a envenenar y que lanzaban con unas cerbatanas, y otra arrojándole una raqueta mientras bajaba las escaleras; o el incendio que provocan en la casa de unos vecinos solo porque no les son simpáticos, después de haber intentado envenenarles, entre otras muchas gamberradas. Pero el libro, y aquí radica su verdadera importancia, no es solo la narración de estas aventuras. Estas están envueltas en un halo misterioso, en una atmósfera tan seductora, que llega a importarnos mucho más cómo nos están contando estas aventuras que las propias aventuras en sí, con ser éstas verdaderamente apasionantes. Es decir el modelo no es, desde luego, el Mark Twain de Tom Sawyer o de Huckleberry Finn, sino en mi opinión, y tal vez sin que el propio Ricardo lo sepa, el de dos de los libros sobre la infancia y la adolescencia más importantes que conozco de la literatura española: La vida nueva de Pedrito de Andía de Rafael Sánchez Mazas y Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta, a la altura de los cuales está este magnífico libro de Ricardo, uno de los mejores libros que uno ha leído en los últimos meses. Importa pues más en el libro de Ricardo el cómo que el qué, como ocurre en todos los grandes libros. Yo en esto pienso como Martínez Sarrión, que ha escrito que «con los años, y si el gusto literario ha sido educado, en vez de atravesar, a paso de carga, una página con rumbo a la siguiente», sólo por el gusto por la peripecia, la aventura o la intriga, el buen lector, el auténtico lector, se demora y saborea lo leído, disfrutando del estilo, de la armonía, de la poesía de cada página. Y aprovecha Sarrión para zaherir nada más y nada menos que al mismísimo Vargas Llosa, cuya narrativa, dice, «no pasa de ser la de un romo estajanovista, la de un ducho capataz de obras». En el libro de Ricardo (que se iba a llamar por cierto Colas de lagartija, por eso de que los amigos se conocieron cazando lagartijas y haciéndoles a las pobres auténticas barbaridades, aunque después de que Ricardo y yo habláramos hace meses y recordáramos que ya Marsé había titulado Rabos de lagartija a una de sus novelas, Ricardo decidió cambiarle el título por este Horas lentas. Días fugaces), cada página nos envuelve y nos atrapa y nos hace reflexionar mucho más allá de las aventuras que se nos narran: ¿los niños se comportan de acuerdo a un código de valores?, ¿juzgan sus acciones desde un punto de vista moral?, las preocupaciones de los niños (el miedo a lo desconocido, la religión, la inquietud ante la muerte…) ¿son homologables entre unos niños y otros?, ¿por qué surgen diferentes aficiones en la infancia? (la lectura por ejemplo, que Lenton y sus amigos realizan subidos en un manzano, la cabaña de su infancia) Estas aficiones ¿son fortuitas?, ¿son dirigidas?, ¿cómo se recuerda la infancia en la madurez? ¿con nostalgia?, ¿con melancolía? ¿se juzgarían hoy las acciones de esos niños con la misma indulgencia que entonces? Todas estas preguntas y muchas más nos sugiere la lectura del libro de Ricardo, que anda sobrado de buena literatura (hay hallazgos geniales como llamar al ortopeda Gorda fabricante de hombres mecánicos o asegurar que “los méritos bélicos siempre fueron igual de demeritorios”), de prosa narrativa y de prosa reflexiva. Yo creo que le gustaría tanto a Sarrión como a Vargas Llosa. Terminaré, para no ser tan solemne, con algunas conclusiones ligeras que extraigo de este libro: 1ª Que las autoridades catalanas, en su legítima cruzada por defender a los animales, además de prohibir las corridas de toros, deberían prohibir también la cremación o asado de lagartijas vivas y el ensartamiento con juncos de los pobres renacuajos, sargantanas o cucharetas, tradicional fiesta al parecer a la que se dedicaban Ricardo y sus amigos de infancia en Lérida. 2ª Que los tópicos de los catalanes se cumplen: Ricardo y sus amigos de infancia alquilaban películas de Charlot y de El Gordo y el Flaco y las proyectaban en el sótano de su casa, cobrando entrada a los otros niños de la urbanización. Eso sí, a los más pequeños (que imaginemos cómo eran, si ellos eran a su vez muy pequeños) les cobraban solo media entrada. 3ª Que Ricardo y sus amigos fueron unos niños mucho peores que mis amigos y yo. Yo, al menos, nunca intenté asesinar a mi abuela dos veces como Ricardo, ni quemar a un amigo como hacen con Quinito, ni intenté envenenar a mis vecinos (con una pasta asquerosa hecha de tinta, agua putefracta, una lombriz aplastada y carne de paraguayo), ni pegarle fuego a su casa, como hacen Ricardo y sus amigos con la casa de los Gorda, chamuscando la puerta y dejando negras las paredes. Por eso tal vez, porque eran mucho más díscolos y traviesos, Ricardo se fue al MC y yo, de costumbres más morigeradas, estuve siempre en la socialdemocracia aragonesista. Aunque con el paso del tiempo, Ricardo comprendió que era mejor ser bueno que travieso, y acabó también en la socialdemocracia como yo. 4ª Que la crueldad de los niños puede ser muy refinada. Como cuando el primo de Ricardo, Mánsez en el libro, el día que se casa el Calvo se presenta frente a su casa a gritarle: «Calvo, calvo, aquí estoy, toma mi peine», mientras le muestra el peine que lleva en el bolsillo. 5ª Que la Lérida de la época es una Lérida en castellano. Apenas los dos curas franquistas cuando juegan a las cartas hablan en catalán; y solo pronuncia algunas palabras en catalán la madre del Cuerno, que por lo demás les habla en castellano. 6ª Que a los soldados hay que arengarlos en alemán para que obedezcan. En uno de los capítulos más humorísticos del libro, Cuerno, el amigo de Ricardo, arenga a una fila de árboles, como si fueran soldados, en alemán, porque -dice, Cuerno- «siempre hablo en alemán a los soldados, es la mejor forma de que obedezcan. Cuanto menos entienden, más obedecen, no puedes dejar que se detengan a pensar un solo instante, y para ello no debe haber una sola orden inteligible». Quizá Rajoy debiera arengar ahora a la Merkel en un mal alemán, a ver si no entiende nada y obedece. Y 7ª Que hay varios tipos de políticos escritores. En un extremo estarían Martínez Candial y Ángel Cristóbal Montes. Luego hay un segmento muy digno en el que figuran Ángela Abós, Joaquín Leguina (autor de una magnífica novela ambientada en Aragón, El rescoldo), Manuel Pimentel, Luis García Nieto, Chesús Yuste…, escritores-narradores que nos cuentan en sus libros historias y episodios que nos atrapan y entretienen. Y luego hay un tercer grupo, el de los elegidos, formado por Malraux, Azaña, Semprún… Con este libro Ricardo llama con brío a la puerta de los elegidos y se abre paso en el Olimpo de los políticos escritores.
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