Presentación de Aragón en la Literatura de Juan Domínguez Lasierra

 

Librería Los Portadores de sueños, Zaragoza, 25 de octubre de 2016

 

 

Todos estamos en deuda con Juan Domínguez. La cultura zaragozana en particular y aragonesa en general está en deuda con JDL. Juan procede de una estirpe de aragoneses ilustrados que han dedicado a las cosas de Aragón sus mejores afanes. Procede de la estirpe de José Valenzuela La Rosa, de Mariano Baselga, de Ramón de la Cadena y Brualla -el Marqués de la Cadena-, de Luis Horno Liria, de José García Mercadal y, sobre todo, de don Juan Moneva. Yo veo en JDL la misma independencia de criterio, la misma personalidad, la misma vocación heterodoxa que en Juan Moneva. Le gusta a Juan ser políticamente incorrecto (sus ataques a Zapatero, cuando éste era presidente del Gobierno, fueron épicos), decir cosas que ni están de moda ni gustan a los que mandan… Y eso es lo que hacía Moneva. Recordemos que en plena represión, Moneva se presentó ante el Gobernador Civil exigiéndole “en nombre de Dios” (él que era un católico a machamartillo y que tenía credibilidad para hacerlo, pues no en vano era uno de los suyos) que cesaran los fusilamientos, lo que naturalmente estuvo muy mal visto por quienes los organizaban, o por quienes lo sabían y miraban para otro lado. Moneva nunca dejó de decir lo que pensaba, aunque ello supusiera la pérdida de su cátedra en la Facultad de Derecho, como le ocurrió por un tiempo, o que buena parte de la sociedad bienpensante zaragozana lo considerara un raro o un excéntrico. Yo creo que JDL pertenece a esa tradición de aragoneses de orden (porque Juan, no se olvide, es un hombre de orden) un punto heterodoxos, poco amigos de cenáculos y capillas, nada gregarios, para los que decir la verdad -su verdad- es sagrado (lo hace semanalmente desde hace años en sus “Sacos rotos” de Heraldo), y que no se casan con nadie. Es decir, que pertenece a la mejor tradición de los mejores aragoneses, desde Server, Molinos o Goya hasta Cajal o Buñuel. Y para que la comparación sea perfecta, JDL, además de estudiar Ciencias de la Información, es también licenciado en Ciencias Químicas, como lo fue Moneva (que también era doctor en Derecho); y como Moneva tampoco ejerció nunca esa carrera. Yo tengo en casa un folleto rarísimo de cuando la promoción de químicos de Moneva celebró los 25 años de haber terminado la carrera (1922-1947), y llamaron a éste para que les diera la lección que iba a impartirse con motivo de tal celebración. Editaron el texto (una necrología de los más grandes catedráticos de Química de nuestra Facultad, desde Bruno Solano y Savirón hasta Calamita o Antonio de Gregorio Rocasolano), que es personalísimo, como todo en Moneva, y no tiene desperdicio. Al hablar de Calamita, que fue Rector, como todos ustedes saben, después de decir que era muy feo, escribe Moneva, : “Ello fue que murió soltero, mas no por no aceptado sino por no solicitante”. Así que la promoción de Químicos de JDL debería pedirle, para que el paralelismo con Moneva fuera perfecto, que les dé la conferencia de sus Bodas de Oro (que estarán a punto de celebrarse si no se han celebrado ya).

Procede también JDL de la gran estirpe de periodistas cultos del Heraldo: desde el bilbilitano Darío Pérez, el nombrado Valenzuela La Rosa, o aquel Filomeno Mayayo, que fue durante casi dos décadas director del periódico (y cuyo epitafio legendario he repetido muchas veces para tratar de hacerlo célebre: “Mereció brillar. Lo evitó obstinadamente”), pasando por otro bilbilitano como Andrés Ruiz Castillo (Calpe), el eterno subdirector del Heraldo (trabajó en él hasta octubre de 1988, cumplidos los ochenta años) y el último representante del periodismo de antes de la guerra, a quien Antonio Mompeón se había llevado al periódico en 1929 y que había cubierto como enviado especial los consejos de guerra de la sublevación de Jaca y entrevistado a Luis Buñuel en 1930 tras el estreno en Zaragoza de Un perro andaluz, Pascual Martín Triep (Fabio Mínimo), el gran comentarista de política internacional, a quien el Régimen había represaliado y despojado de la dirección del periódico, José Vicente Lasierra Rigal (el recordado JAVAL), Joaquín Aranda o Ricardo Vázquez-Prada, y hasta llegar al gran Javier Rueda, Guillermo Fatás, Mariano García o Antón Castro. El Heraldo ha sido escuela de formación de grandes periodistas de una cultura extraordinaria, y dentro de esa escuela JDL ocupa un lugar preeminente.

Otra gran peculiaridad de JDL, que no comparte con nadie, es que es el más aragonesista de nuestros estudiosos. Ni yo, aragonesista enfermizo desde que me recuerdo, me he atrevido a tanto. Él tal vez no haya sido nunca consciente de esto, pero su dedicación a las cosas de Aragón no tiene parangón (y perdonen el pareado). No encontraremos uno solo de sus libros o trabajos de investigación, que son muchos, que no esté dedicado a Aragón. He contado que cuando una vez le pregunté a Ana María Navales por Juan, pues hacía mucho que no lo veía ni sabía de él, me contestó algo que no he olvidado nunca: “Por ahí anda, con sus baturros”. Era la época en que Juan estaba trabajando sobre las diferentes colecciones de cuentos aragoneses de finales del siglo XIX y principios del XX, y sobre autores tan olvidados como Romualdo Nogués, Alberto Casañal, Gregorio García-Arista y compañía, cosa que a la muy anglófila y “bloomsburiana” Ana María le debía de escandalizar sobremanera. Publicó su selección de cuentos infantiles aragoneses y otra de relatos aragoneses de brujas, demonios y aparecidos, una antología de cuentos aragoneses, que tituló con gran acierto Cuentos, recontamientos y conceptillos aragoneses, luego reeditada como ¡Chufla, chufla…! Cuentos, recontamientos y conceptillos aragoneses, sus dos tomos sobre el Aragón legendario, su estudio sobre las revistas literarias aragonesas, su bibliografía sobre Jarnés, su trabajo sobre la literatura en Aragón y sus fuentes. En 2003 editó un libro fundamental para Zaragoza: Visión de Zaragoza (Testimonios literarios de una ciudad bimilenaria), que se complementaría con su libro sobre los viajeros por Aragón de 2014. Y así, sin pretender agotar su extensa bibliografía, siguió publicando más libros aragoneses: Los biznietos de Gracián. Las letras en Aragón (2005), El cuentacuentos aragonés para leer a los niños (2011), Aragón en el país de las maravillas (2012) o Los cisnes aragoneses. De Marcial a los penúltimos poetas (2013), una exhaustiva antología de la poesía aragonesa. Y mientras tanto y a la vez, estudió el Pedro Saputo, editó a José Manuel Blecua, dedicó monografías a José García Mercadal, Julio Bravo o José Llampayas, y se encargó de la edición facsímil de la zaragozana revista Pilar. Nadie ha dedicado toda a su obra, absolutamente toda, a estudiar, siempre con el máximo rigor, asuntos aragoneses. Hasta su librito más raro y el único de ficción, que a lo mejor sólo guardamos media docena, es de tema aragonés: un folletín en cuarenta y nueve entregas que publicó en Heraldo de Aragón entre julio y agosto de 2003 y que tituló Juan Palomo y el verano filosofal. Yo recorté aquellas entregas y las vestí y encuaderné con decoro para conservarlas y que tuvieran, en verdad, forma de libro.

Ahora, Juan nos entrega este Aragón en la literatura, compendio de muchos de sus estudios anteriores, a los que completa con gran cantidad de datos nuevos o desconocidos. Es un ejercicio de erudición asombroso, en el que comparecen todos los que han hablado de nosotros en sus libros: desde el marqués de Santillana al Duque de Rivas, de Lope de Vega o Tirso de Molina a Víctor Hugo o Bretón de los Herreros, de María de Zayas a José Martí, de Quevedo a Orwell, o de Clarín a García Márquez, Bryce Echenique o Peter Handke. Un inventario excepcional de escritores y, en muchos casos, una antología de textos que se leen con pasión y con el interés añadido por saber qué han escrito sobre nosotros algunos de los más grandes escritores de todos los tiempos. Con pocos libros podremos disfrutar más los aragoneses amantes de nuestra historia y de nuestras letras.

Entre otras muchas historias bonitas, es preciosa la historia de las almojábanas, esa especie de rosquillas propias de Albarracín de origen árabe, que yo sigo comprando cada vez que voy a Albarracín y que me vuelven loco, pues uno es muy laminero. Pues bien, esa tradición de las almojábanas fue llevada al otro lado del Atlántico, como lo prueba el hecho de que aparezcan citadas en algunos libros de Gabriel García Márquez como Los funerales de la Mama Grande o El amor en los tiempos de cólera. Así que cada vez que vayan a Albarracín compren esas almojábanas, como homenaje a la cultura árabe que nos las dejó y a García Márquez que las popularizó en sus libros.

No es éste un libro sólo para especialistas o filólogos. Es un libro apasionante que interesará a todos sin distinción, y que nos cuenta, desde Marcial o el Cid Campeador hasta hoy mismo, qué se ha dicho de Aragón en la literatura, qué escribió Shakespeare sobre nosotros, cómo vio Bécquer el Moncayo, cuándo visitó Virginia Woolf Zaragoza, qué hizo Quevedo en Cetina (aparte de comer salchichas), cuándo vivió Clarín en Zaragoza, o qué versos inspiró el Monasterio de Piedra a Gerardo Diego. Cualquier interesado en saber qué presencia tiene lo aragonés en la literatura mundial, española o propiamente aragonesa, va a gozar con este regalo impagable que nos hace Juan Domínguez. Creo que nunca se lo agradeceremos bastante.