Ángel Gracia, El silencio y su canción, Zaragoza, Pregunta Ediciones, 2020.
TURIA, 137-138. Marzo-mayo 2021
LABORDETA EN LA MOCHILA
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La acción de El silencio y su canción, la última novela de Ángel Gracia, sucede en 1991. Jorge tiene 24 años, ha terminado en junio de 1990 sus estudios de Ingeniera de Imagen y Sonido en la Universidad Politécnica de Madrid y decide presentarse a un concurso-oposición del cuerpo técnico de Radio Televisión Española. Obtiene plaza definitiva (qué tiempos aquellos en que un joven podía obtener un puesto definitivo de trabajo a los 24 años), acude a los estudios de Prado del Rey y le asignan su primer destino: un programa que va a comenzar a grabarse y que llevará por título Un país en la mochila. Lo conducirá José Antonio Labordeta. A partir de ahí comenzará la relación de Jorge con el programa y con Labordeta, y nuestro técnico de sonido aprenderá “a escuchar cada mañana el rumor de las hojas, los arrastres del aire, el fulgor de la vida”, porque el poeta magnífico que es Ángel Gracia era imposible que no apareciera en la novela. Labordeta decidirá que el primer episodio de la serie se dedique al Maestrazgo turolense, y la grabación de ese primer capítulo de Un país en la mochila por tierras de Teruel será el marco en el que se desarrolle esta nouvelle extraordinaria, luminosa y serena, mezcla de realidad y ficción, de Ángel Gracia. Lo primero que llama la atención al leer la novela es el impecable retrato que el autor hace en ella de Labordeta. No perteneció Gracia al círculo más íntimo de José Antonio, pero sin embargo demuestra conocerlo tan bien o mejor que el mejor y más próximo de sus amigos, y pone en boca de nuestro técnico de sonido frases como éstas: “¿Es posible que un hombre público como él sea tímido en las distancias cortas?” Pues sí, era tímido. “Todo lo que veo en Labordeta es natural: sus gestos sencillos, sus palabras reposadas. No hay nada plastificado en su forma de ser. Sus opiniones no tienen doblez, son directas, sin zarandajas ambiguas. Está empeñado en reforzar el tópico del aragonés que te lanza su opinión a la cara, aunque no le preguntes”. Así era, efectivamente. “El somarda de Labordeta nos recibe cada mañana con esa socarronería suya que no es faltona ni agravia al receptor, aunque yo al principio me mosqueaba”. Exacto, Labordeta era somarda y socarrón, y la gente que no lo conocía también podía mosquearse al principio. “Labordeta es un tipo habitualmente muy calmado, muy equilibrado, pero en seguida he notado en él un ímpetu, un entusiasmo y una fe que contagian y convencen a todo el equipo”. Preciso retrato, ya que en José Antonio convivían a la vez el hombre tranquilo y el hombre entusiasta, pues no hay sino ver la cantidad de proyectos en los que trabajó en su vida y cómo se comprometía con ellos. Y así, en el libro se habla, por ejemplo, de cómo llega a llamar al presidente de la Diputación Provincial de Teruel para tratar de conseguir un helicóptero para el programa. “Es un hombre escéptico pero nunca cínico. Alberga esperanza. Irradia fe”. También aquí acierta Gracia: creó la fantasmagórica Izquierda Depresiva Aragonesa, pero jamás fue un cínico. Y ya al final del libro todavía se le retrata a la perfección otra vez: es un hombre “enraizado y telúrico”, es “parlanchín y alegre cuando toca fiesta y lenguaraz cuando hay que alumbrar las verdades”. No se puede describir mejor, con más precisión, a J. A. Labordeta de lo que lo hace Ángel Gracia en el libro. El retrato de Labordeta está lleno, además, de respeto y cariño. Tanto es así, que cuando la madre de nuestro protagonista, de nuestro técnico de sonido, le pregunta a éste qué tal es Labordeta, si es tan majo como parece, Jorge le responde que no sabe si canta bien o mal, si es un cantautor bueno o regular, que sólo puede decirle que le “ha conmovido hasta lo más profundo”. Los padres de Jorge son gente con “conciencia social” y muy admiradores de Labordeta desde que acudieron a un concierto de éste y se convirtieron en labordetianos para siempre. El padre hasta canta la jota que le dedicó Sabina (“En Aragón hay tres cosas / que no cambian de chaqueta / Buñuel, Francisco de Goya / y la voz de Labordeta”) y la madre le cuenta que en ese concierto Labordeta cantó “La albada” acompañado de Imanol. En un momento, José Antonio quedó paralizado por la emoción y la gente continuó cantándola por él, pues, como le dice su madre, “todos nos sabíamos muy bien la letra”. Al contrario, he de confesar, que sus amigos de Zaragoza, que tuvimos que dejar de cantar sus canciones en nuestras cenas de Casa Emilio pues ninguno (con excepción de Pérez Lasheras) se sabía las letras más allá de algunos estribillos. Labordeta, en lugar de molestarse por ello, se sonreía a lo somarda como diciendo: “Vaya amigos que tengo, que no se saben ni mis canciones”. En el libro aparecen también otros dos zaragozanos, los productores José Luis Rodríguez Puértolas y Manolo Serrano, amigos de Labordeta, gente “con experiencia y conocimiento profundo del medio televisivo”, que son los que están tras el proyecto de Un país en la mochila. Rodríguez Puértolas fundó en Zaragoza, en los años 60, el Grupo Eisenstein, con objeto de crear una especie de “escuela de aprendizaje cinematográfico” Y Gracia habla de esa Zaragoza de los 60, que imagina “en un blanco y negro cultural, como todas las capitales de provincia de la época”. Esto me gusta especialmente, pues coincide con lo que muchos hemos pensado siempre de Zaragoza: que si la Zaragoza de la época era en blanco y negro, si podía parecer casposa y provinciana, se debía a que así lo eran la época y el franquismo, no porque Zaragoza fuera especial y distinta a otras ciudades. Todas padecieron por igual aquel momento histórico, y pese a ello en todas hubo determinadas minorías que mantuvieron vivas la cultura y la poca libertad de que podía disfrutarse. En Zaragoza, Rodríguez Puértolas y su Grupo Eisenstein, sin ir más lejos, pero también las gentes del Niké que hicieron revistas y colecciones de libros (Orejudín, Papageno, Despacho Literario, Poemas…), los pintores del Grupo Pórtico (con Lagunas y Aguayo a la cabeza), que abrieron camino a finales de los 40 y principios de los 50, y del Grupo Zaragoza, su heredero, con Vera, Santamaría, Sahún y Julia Dorado…, las gentes del cine agrupadas en torno a Moncayo Films (Rotellar, Pomarón, Alfaro, Duce, Víctor Monreal), y tantos otros. Zaragoza, pese a lo que diga tanto hijastro como tenemos con vocación de enterrador, no fue peor que otras capitales similares. Fue lo que le dejaron ser, “como todas las capitales de provincia de la época”, en palabras de Ángel Gracia. El libro tiene personajes extraordinarios, como Miguel Gargallo, el dueño del Hostal de la Trucha; Eustaquio, que es capaz de oír a un conejo a un kilómetro de distancia; Francho Ayora, el masovero; o Ernesto, de Cantavieja, que trabajó 27 años en una fábrica metalúrgica de Zaragoza y al jubilarse regresó al pueblo; y es también un homenaje al Maestrazgo, pues por él desfilan todos esos lugares que Labordeta, Jorge y los demás recorrieron para grabar el programa. Gracia los homenajea y trata con un cariño y una delicadeza extraordinarios: Montoro, Villarluengo (donde hablan con las maestras), el nacimiento del río Pitarque, Tronchón y Cantavieja (con sus curas “roceros”, tan importantes en el libro, que les enseñan reliquias increíbles, les muestran el patrimonio -la peor maldición es que te dejen patrimonio, como decía Gonzalo Borrás- y les hablan de cuando Labordeta iba a cantar gratis a Jorcas), las masías y los masoveros (con sus niños alegres y disciplinados como los que más)… Todo el libro está impregnado de aragonesismos (pajáro, alicate, gayata, beber a morro, estar muy pito, tremolar, escurzón..) y de un delicadísimo amor a Aragón y a sus gentes, sin ostentación, sin aspavientos, como aquí se hacen las cosas. Y el protagonista llega a conocernos muy bien porque Ángel Gracia le hace decir: “he llegado a la conclusión de que los aragoneses cuando se quieren se lanzan todo el rato puyas mitad cariñosas, mitad criminales”. Todos disfrutarán y se emocionarán con esta magnífica nouvelle que nos trae muy vivo y palpitante el recuerdo de Labordeta por tierras turolenses.
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