AMAR LOS LIBROS
Reseña de Los reinos de papel, de Jesús Marchamalo. Revista Turia, número 123. Junio, 2017
José Luis Melero
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Si Ernesto Giménez Caballero inspeccionaba alcantarillas, podríamos decir que Jesús Marchamalo husmea y examina bibliotecas. En los últimos años ha visitado las bibliotecas de algunos de sus escritores preferidos y de esas visitas han salido dos libros extraordinarios, publicados ambos por Siruela: Donde se guardan los libros, que apareció en 2011, y cuyo origen está en la serie “Bibliotecas de autor” que Marchamalo fue publicando en el suplemento cultural del diario Abc a partir de 2007, y este Los reinos de papel. Bibliotecas de escritores, con título que le regaló Vicente Molina Foix y que se publicó el pasado año 2016. Nada nos gusta más que ver los libros de los amigos cuando vamos a sus casas. Todos los que amamos los libros nos comportamos del mismo modo: cuando visitamos a alguien, lo primero (prácticamente lo único) que miramos es la biblioteca (qué libros tiene nuestra amiga o nuestro amigo, cómo los ha ordenado, si le gustan en rústica o bien vestidos y enjaezados, si los cuida con decoro o los tiene esguardamillados…), qué recuerdos o bibelots guarda en ella... y cuántos de esos libros no están en la nuestra. A mí esto es lo que más nervioso me pone. “¡Pero cómo puede haber comprado éste tal y cual libro y no tenerlos yo!”, me digo mientras finjo la mejor de las sonrisas procurando que no se me noten los deseos de estrangularlo. En realidad, en esas bibliotecas está la biografía de lector de su dueño “expuesta al escrutinio de las visitas”, que diría el propio Marchamalo. Ahí vemos qué ha leído (o al menos qué ha querido leer, que ya sabemos que ninguno podemos leer todos los libros que tenemos) y cuáles son sus intereses y sus autores admirados, y así, al descubrirlos, entendemos mejor su propia vida. Marchamalo se ha metido en casa de veinte escritores y ha fisgoneado en sus bibliotecas, las ha fotografiado y ahora nos lo cuenta todo en este Los reinos de papel que hará las delicias de cualquier amante de los libros y que es, avancémoslo ya, de lectura imprescindible para letraheridos, bibliómanos y demás ralea. Las bibliotecas de estos veinte escritores son desde luego muy diferentes entre sí: las hay elegantes y distinguidas, propias de bibliófilos refinados; las hay de aluvión, que es la característica que revela que su dueño ha ejercido la crítica durante años; y las hay de buenos lectores sin más, que nunca se han preocupado (nadie es perfecto, ya lo dijo Billy Wilder) de si la edición que tienen entre las manos es primera, segunda o vigesimoquinta. Vayámoslas viendo. Bernardo Atxaga guarda en su biblioteca libros que le protegen de gente que le cae bien. Entre esos autores que le dan cobijo y protección, se encuentra, cómo no, nuestro común amigo Pisón. Ignacio me presentó a Bernardo, con él pasamos un inolvidable fin de semana en su casa de Asteasu y de ahí nació mi cariño y admiración por el escritor guipuzcoano. Recuerda Atxaga que Bertolt Brecht le cambió la vida al leer sus Poemas y canciones en esa edición de “El libro de bolsillo” de Alianza Editorial y que Onetti tiene una balda entera para él. Así, pensé yo, estará siempre cómodo y relajado, sin apreturas, como cuando estaba en la cama tan ricamente. Llamazares no se considera bibliófilo, pero guarda sus libros más queridos en un gran armario del pasillo de su piso de Madrid, del suelo al techo, “como si fuera el guardarropa de un gigante”. Los almacena también en dos sitios más: en la casa del pueblo y en un piso en León. Comenzó como muchos leyendo novelas del Oeste (Silver Kane, Goodman o Lafuente Estefanía), luego pasó a la Colección Reno y un día lo deslumbró aquel libro de Antonio Gamoneda, Descripción de la mentira, que había aparecido en la Colección Provincia. Esa colección de poesía fue una de las mejores de la época y en ella publicaría el propio Llamazares La lentitud de los bueyes en 1979. La firmó como Julio Alonso Llamazares. Me conozco bien la casa y la biblioteca de Martínez de Pisón. Por algo es uno de mis mejores amigos desde hace casi 40 años. Compré con él en Barcelona algunos de mis primeros libros de viejo (en la calle de la Paja, en el mercadillo de la calle Diputación, en el Mercado de San Antonio…) y pacientemente me dejaba hacer pero no me seguía. La fiebre del bibliófilo nunca hizo mella en él. Lo que no recuerdo es si alguna vez hemos hablado de nuestras lecturas adolescentes de Martín Vigil, a quien Ignacio confiesa haber leído mucho y de quien tiene una buena opinión como escritor. Yo también lo leí (creo que todos sus libros, aunque mi preferido fue siempre La vida sale al encuentro) y creo que fue este libro, junto con La vida nueva de Pedrito de Andía de Rafael Sánchez Mazas, el que me hizo acercarme a la literatura. Manuel Vicent sí reconoce que tuvo una época de bibliómano y de buscador de primeras ediciones, y algunas de las que descubre Marchamalo en su biblioteca (ochomiles, las llama) despiertan nuestra codicia. Muchas las encontró en rastros y mercadillos, abandonadas a su suerte, en lo que Jesús denomina, con feliz imagen, la “intemperie de los libros expósitos”. Y recuerda la entrevista que Vicent le hizo a Dámaso Alonso, quien al ser preguntado sobre lo que hacía un día normal le contestó divertido: “Pues nada, hijo, me levanto, desayuno, me visto y me pongo ahí, en la puerta, con los brazos abiertos, para que no entre un solo libro más en esta casa”. Eso deberíamos hacer muchos de nosotros. Elvira Lindo cuenta dos historias hermosas: una, la de las placas de plata que le regalaba su padre, y otra que tiene que ver con los libros de Muñoz Molina que se encuentran en la Academia y que no desvelaré para que sean ustedes quienes la lean. Lindo le regaló a su marido un libro firmado por Capote, que me da mucha envidia. Luis Goytisolo conserva su ejemplar de Nostromo desde 1951, y Félix de Azúa tiene ordenada su biblioteca por orden cronológico de autores. Por ello, a veces encuentra Marchamalo escrito ¡a bolígrafo! en los lomos de los libros el año del nacimiento del escritor. No haré comentarios sobre esta agreste costumbre propia de gentes sin romanizar. Contrasta esto con lo que dice Marchamalo de que todo está ordenado, pulcro e impecable, con “los libros alineados con los bordes de las baldas”. La joya de esa biblioteca de Azúa es el manuscrito de Volverás a Región, que Benet le regaló un día por su cumpleaños. El tradicional finísimo humor de Marchamalo está presente a lo largo del libro y cuando ve que Azúa tiene preparados unos libros para quitárselos de en medio, a punto ya de salir de su casa, dice que mira “de reojo, con aprensión, por si hay alguno mío”. Marta Sanz muestra debilidad por Henry James, a Ángeles Caso le envidio sus libros de Rulfo y Bowles dedicados y a Antonio Colinas que llegara a visitar a Pound y consiguiera que le firmara un ejemplar. David Trueba muestra su pasión por Hrabal, del que tiene todos sus libros y que acabó suicidándose el mismo día en que nació su hija Violeta. Violeta y yo acabamos de salir juntos en el último episodio de la serie “Qué fue de Jorge Sanz”. Tiene en su mesa, como yo, una fotografía de Ava Gardner, aquella que le hizo su cuñado cuando con 18 años fue a visitar a su hermana en Nueva York. El cuñado, que era fotógrafo profesional, puso esa fotografía en el escaparate de su tienda, y allí la vio un productor de la Metro, que se quedó deslumbrado. Esa foto la convirtió en una estrella para siempre. Y Javier Gomá asegura que no quiere participar en la “beatería del libro”, porque los libros no son el mundo. Anda sobrado de razón, pero ¿cómo explicar el mundo de muchos de nosotros sin los libros? Villena es de todos los entrevistados quien tiene sin duda la mejor biblioteca. Y una fotografía de ésta, que se reproduce también en el interior, es la que ilustra la cubierta del libro. Marchamalo recuerda que tiene una carta autógrafa de Verlaine enmarcada. A lo mejor es la que yo vi en mi librería favorita de París, “L’Abbaye-Pinault”, de la rue Bonaparte, especializada en autógrafos y que solo tiene un defecto: hay que haber heredado a Rockefeller para comprarse una carta de Verlaine o de Mallarmé. Uno mira su escaparate como los niños pobres mirarían las pastelerías en la posguerra. Manuel Longares le recuerda su costumbre de esconder el dinero en los libros. Debería hacerlo, como hice yo en tiempos, dentro de Dinero, la novela de Martin Amis. Así nunca olvidaba donde estaba guardado. Vicente Molina Foix, que está orgulloso de haber sido uno de los que llevaron el féretro de Aleixandre, también le ha puesto un piso a sus libros. Y Rosa Montero es la única que confiesa leer en ebook. Lorenzo Silva asegura que solo tiene un libro valioso: una Guía de conversación español-árabe marroquí, que fue de su abuelo. Hombre, valioso, lo que se dice valioso… Y veo que tiene también las muy interesantes Memorias del cautiverio del sargento Basallo, del que me habló por primera vez Martínez de Pisón cuando quería hacer una tesina sobre la Guerra de África. A Basallo lo sacó Valle Inclán como personaje en Luces de Bohemia. En la biblioteca de Armas Marcelo reina el caos y el desgobierno y tiene “un aire de almacén, de mercado de pulgas, de chamarilería”, muy propio de alguien que ha ejercido la crítica literaria durante tantos años y que ha recibido miles de libros. Y confiesa sin pudor que, en la Biblioteca Nacional José Martí, de La Habana, estuvo una vez tentado de robar el manuscrito original de Paradiso y que si no lo hizo fue solo por miedo. Luis García Montero guarda como un tesoro un ejemplar de la primera edición de Marinero en tierra de Alberti. Esa edición la tenemos algunos cuantos, pero la que él conserva es muy especial: lleva pegada en la guarda, o en la página de respeto, el voto de Antonio Machado, que formó parte del jurado que premió a ese libro con el Premio Nacional. Luego Alberti se lo regaló con un dibujo a María Teresa León, quien lo convirtió en un álbum familiar y escribió glosas en él, guardó fotografías en su interior… y ese fue el único libro que se llevó al exilio. Creo que le ha puesto un guardia de seguridad para que se lo vigile. Y me entero que el padre de Rosa Montero fue torero y que ésta tiene enmarcado en el pasillo un dibujito -una cabeza de toro- que Picasso le pintó a aquél en una postal que le llevó para que se la firmara, un día en la Costa Azul en que lo descubrió sentado en una terraza. Termina el libro con la biblioteca de Delibes y sus libros ordenados por editoriales. Tanto le gustaba la colección “Áncora y Delfín” de Destino, que era la única que tenía asegurada. Los reinos de papel es una de esas joyas que no pueden faltar en la biblioteca de cualquier amante de los libros. Uno de los grandes regalos que nos ha hecho a todos Jesús Marchamalo.
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