LAS CHICAS DE LA 305

Ana Alcolea

Paraninfo de la Universidad de Zaragoza, 22 de febrero de 2022.

 

 

Hay escritoras que entregaron sus vidas a la tempestad e hicieron de las tormentas y los ciclones la razón de su existencia. Era una opción de vida, o, tal vez es que no sabían vivirla de otra manera. La historia de la literatura está llena de ellas: Virginia Woolf, Sylvia Plath, Delmira Agustini, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton, Alfonsina Storni, Marta Lynch o la menos conocida Teresa Wilms, bellísima y estrafalaria, sobre la que escribí en alguno de mis libros, a la que Ramón Gómez de la Serna recordaba bebiendo ajenjo en su tertulia y González Ruano paseando por Madrid “sus locuras, su capa inverosímil, la calavera de su primer amante y sus excentricidades de morfinómana”. Wilms se suicidó con una fuerte dosis de veronal con sólo 28 años, y sobre ella escribieron Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez, Cansinos, Guillermo de Torre, y, desde luego, Gómez Carrillo y Valle Inclán, que prologaron dos de sus libros.

 

Otras escritoras también vivieron entre seísmos y turbulencias emocionales, aunque pudieron sobrevivir mal que bien a ellos: Mercè Rodoreda, Rosa Chacel, Carmen Laforet, Carmen Conde, Gloria Fuertes o mi adorada Ana María Matute, que tanto sufrió con su primer matrimonio con el también escritor Ramón Eugenio de Goicoechea, un tipo seductor y acanallado, que vivió, como Pedro Luis de Gálvez, de dar sablazos, que «se suicidaba cada noche y nadie comprendía cómo nunca se nos moría del todo», como escribió Ruano en sus «Memorias», que vendió la máquina de escribir de Ana María y empeñó el cochecito de niño de su hijo, por lo que la Matute tuvo que llevar en lo sucesivo a su bebé en brazos, y que, cuando se separaron, le robó a su hijo Juan Pablo, por lo que la pobre Ana María sólo podía verlo los sábados, cuando su suegra, desde luego sin que lo supiera Goicoechea, se lo permitía. Por Madrid corría la leyenda de que este Goicoechea se había follado a una pantera. Así, como suena. La vida le dio a Ana María una segunda oportunidad y tuvo un segundo marido fantástico, Julio Brocard, con el que pudo por fin ser feliz.

Y luego están las escritoras que decidieron no chapotear en las charcas llenas de limo y optaron, frente a la confusión y el desorden, por la serenidad y la calma, con vidas ordenadas (todo lo ordenadas desde luego que las puede llevar una escritora) dedicadas al cultivo de la literatura. Tenemos muchos ejemplos de ellas: María Victoria Atencia, Rosa Montero, Almudena Grandes, Elvira Lindo, Marta Sanz, Sara Mesa, Elena Medel o nuestras Cristina Grande, Irene Vallejo, Aloma Rodríguez, Elena Laseca o… nuestra querida Ana Alcolea.

Ana Alcolea, profesora de instituto, decidió un día, se han cumplido ya 20 años, dedicarse a la que era su verdadera vocación: la escritura, y desde su primera novela, El medallón perdido, que apareció en 2001, mostró ya una entrega ejemplar, casi monacal, a la literatura. Ha escrito mucho y ha trabajado mucho, por tanto, y al menos nos ha entregado 24 libros que la han situado en un lugar de privilegio en la literatura infantil y juvenil, lo que le ha permitido ganar el Premio Cervantes Chico y el de las Letras Aragonesas, entre otros premios y distinciones, como todos vosotros sabéis muy bien. Lo ha hecho, además, desde la humildad, el cariño hacia todos y la bonhomía, con un envidiable tono amable y conciliador, repartiendo generosidad y afecto entre sus colegas, sabedora de que el mundo es muy grande y de que hay sitio para todos. Por eso todos queremos tanto a Ana.

Ahora nos entrega su última novela, LAS CHICAS DE LA 305, la maravillosa historia de seis chicas de familias humildes -y también de su tutora- que coinciden en la habitación 305 de la Universidad Laboral de Zaragoza en el curso 1967-1968. Angélica, la profesora y tutora, había trabajado en una conservera. Su padre había muerto en la guerra y formaba parte del bando perdedor. La Sección Femenina sin embargo buscaba chicas listas para hacerlas maestras y ella fue una de las elegidas. De las seis chicas, Manolita viene del Roncal, de una familia muy religiosa; Marilines de un pueblo de la provincia de Orense, y llega a Zaragoza siguiendo a su novio, que va a estudiar en la Academia General Militar; Sofía pertenece a una familia de campesinos pobres del interior de Alicante y su madre la anima a irse a estudiar para que no se case con un gañán, como le ocurrió a ella; Asun llega de un pueblo de Segovia, en el que malvive con su padre y sus hermanos; Roberta viene de las montañas del Alto Aragón; y Hortensia de Badalona, aunque sus padres son extremeños. Las vidas de todas ellas se mezclarán en la Laboral, después de que al comienzo de la novela se nos sitúe a cada una de ellas en sus respectivos lugares de origen y se nos expliquen las razones por las que acaban marchándose a estudiar a Zaragoza. El pretexto para contar la historia es que después de cuatro décadas esas compañeras van a juntarse de nuevo en Zaragoza.

Debo decir, ya desde el principio, que no creo que LAS CHICAS DE LA 305 sea una novela juvenil, por mucho que la publique Anaya en una colección destinada a los más jóvenes. A mí me parece una novela para adultos que pueden leer los jóvenes. Y tampoco creo que sea, aunque pueda parecerlo, pues Ana estudió también en la Laboral, una novela autobiográfica, ya que Ana, en la época que se narra, el curso 67-68, era apenas una niña de cinco o seis años. Faltaban casi diez años para que Ana Alcolea fuera a estudiar a la Universidad Laboral.

La tutora decide representar con ellas en la Laboral una obra de Shakespeare, La tempestad, y la novela va contándonos todo lo que va ocurriendo allí hasta que llegue el momento del estreno, en junio de 1968: los enamoramientos y desenamoramientos de algunas de ellas, sus escapadas a Zaragoza (con sus visitas al Sepu y su recordada escalera mecánica, la presencia de La Reina de las Tintas, aquella preciosa papelería de la calle Torre Nueva de la familia Ferrer, cuyo hijo Pedro Luis es uno de los más destacados periodistas deportivos zaragozanos y zaragocistas, los bares del Tubo, el Plata, el Pilar…, lo que la hace una novela extraordinariamente zaragozana, en la línea de otras que había escrito Ana antes como Napoleón puede esperar o El brindis de Margarita), y todo ello enmarcado en un determinado momento histórico, por lo que las protagonistas viven el triunfo de Massiel en Eurovisión con el “La, la la”, la muerte de Luther King, la de Robert Kennedy…

La novela tiene muchos momentos de ternura, pero también muchos momentos muy duros y no es nada complaciente: se habla de unos abusos que ha venido sufriendo una de las muchachas, que concluirán de una manera fulminante que no debo desvelar; se habla de amores prohibidos (de Angélica con un marinero casado, de una de las chicas con un seminarista), y de cómo el sacerdote que les da clase de religión salvó de milagro la vida en la guerra, porque el joven seminarista en Tortosa que era entonces se encontraba en un burdel cuando los milicianos entraron en el seminario. La madame lo escondió en el lupanar y allí estuvo los tres años de la guerra emboscado hasta que pudo escapar con un dinero, por cierto, que le entrega la propia madame. De ahí que la novela, como he dicho antes, me parezca una novela para adultos que pueden y deben leer los más jóvenes, que conocerán y aprenderán mucho tanto de la historia del mundo como de la historia de España (por ejemplo, de ese consultorio radiofónico de Elvira Francis, al que sorprendentemente llega a escribir Angélica, del actor Josep Maria Flotats, de la negativa de Serrat de cantar en castellano en Eurovisión y de tantas cosas más).

Está muy bien reflejado el clima moral de la época, que muchos conocimos de primera mano. Para poder representar a Shakespeare, por ejemplo, la tutora tiene que hablar y pedir permiso al rector de la Laboral, porque ya en Santander, en el Círculo Medina de la Sección Femenina donde había desarrollado su tarea antes, intentó representarlo y la dirección se lo prohibió. O por ejemplo se nos cuenta cómo todos los días a la hora del recreo había misa; y también, por la tarde, a las 6, cuando se terminaban las clases y las actividades deportivas, había rosario y luego otra misa. O se describen los pisos del Opus Dei, donde se trataba de llevar a jóvenes y hacer proselitismo. Y también se refleja el clima político, con el PCE infiltrando profesores como submarinos en centros como la Laboral.

Luego, al final del libro, con ese recurso tan cinematográfico, se nos desvelará cuál ha sido el futuro de esas chicas y en qué han devenido sus vidas.

LAS CHICAS DE LA 305 nos aseguran pasar un rato inolvidable, amable, divertido y muy didáctico en ocasiones. Un gran libro de Ana Alcolea, por tanto, para comprar y leer ipsofactamente y de una sentada. Porque no podréis levantaros. Me llamaréis para darme las gracias por el consejo.