Presentación de

Esto se acaba. Cartografía de lo efímero, de Miguel Albero

José Luis Melero

Librería Cálamo, miércoles, 16 de enero de 2019

 

 

Es un milagro que en estos tiempos dominados por los tuits, por las fotos de Instagram, por los “me gustas” de Facebook, por la multitud de correos electrónicos que uno ha de responder (porque cualquiera se cree con derecho a escribirte, casi siempre desde luego para pedirte algo), es decir en estos tiempos dominados por la inmediatez y lo efímero, y a menudo por lo insustancial, alguien como Miguel Albero se decida a escribir este maravilloso ensayo de 268 páginas nada efímeras para tratar de cartografiar precisamente eso: la sociedad de lo efímero. Y será un milagro -que ojalá se produzca por el bien de Miguel, de su editor y de la cultura española- que encuentre lectores entre esta batahola de adoradores de la cultura de lo fugaz y lo transitorio, de la cultura de lo pasajero, de la cultura de la “multitarea”. Porque como Miguel sugiere muy expresivamente hablando de esta última: si lees tweets cada cinco segundos, mensajes de Facebook cada minuto, correos electrónicos cada media hora, a la vez subes fotos de tu viaje del fin de semana y aún te da tiempo de contar en la red cuántas veces vas al baño, es difícil que mientras tanto leas también Guerra y Paz o Ana Karenina. O este Esto se acaba que hoy presentamos. Al menos es ciertamente improbable. Pero los milagros a veces se producen, y yo creo que esta cartografía de lo efímero de Miguel Albero, por su solidez intelectual, por su brillantez, por su extraordinaria forma de narrarse y por su humor incomparable (ese humor que ya es marca de la casa, y que hace que siempre leamos los libros de Albero con una sonrisa en los labios, cuando no entre carcajadas), va a encontrar muchos lectores, al menos un número suficiente de ellos, para seguir creyendo que la alta cultura (alta cultura sin solemnidad ni pedantería, que eso también forma parte de la marca Albero) aún tiene cabida en esta sociedad que se nos abre por las costuras del conocimiento y aun se nos resquebraja.

El libro de Albero es en realidad una guía, un manual para manejarse en el mundo de lo efímero, de lo breve, de lo pasajero. Y apabullan los saberes inútiles (esos son siempre los mejores) y no inútiles que el libro atesora, que nos dejan mudos, sobrecogidos y expectantes por saber más y más: igual se habla de etimología, que de enfermedades (la fiebre efímera); de insectos, que de plantas (ese lirio hediondo conocido como efémero). Igual se cita la Ética de Spinoza, que a Borges, Platón, Freud (y su famoso paseo con Lou Andreas Salomé y Rilke), Thomas Mann, Bergson, William Blake, Steiner, Goethe, Horacio, Marinetti, Virgilio, Montaigne… Son éstos sólo unos pocos de los muchos autores leídos y citados.

Vivimos un tiempo en el que lo efímero manda. Vivimos en la sociedad del consumo y éste, por su propia naturaleza, exige que todo sea efímero: comprar, usar y tirar. Lo temporal, por tanto, lo breve, lo fugaz, lo pasajero, triunfa frente a lo duradero o permanente. Por eso, Miguel Albero ha creído que escribir sobre lo efímero sería una manera de explicar la sociedad en la que vivimos.

El término “Efímero” es un término relativo, pues como nos dice Albero, el carácter breve en lo temporal no será igual según el ámbito tratado. Así, un rey sería efímero si durara 3 días, pero su vida lo sería si viviera diez años. Su antónimo sería lo duradero y no lo eterno. El hombre tiene conciencia de lo efímero, de su propia finitud y es el único que sabe que su existencia es pasajera. El dicho romano de Memento mori (acuérdate que te mueres) es muy significativo de ello. De ahí que necesite dotar a su existencia de sentido, lo que le conduce a la trascendencia, a la idea de pensar que hay algo después de la muerte, porque no puede asumir que esto se acaba.

Hay en el hombre dos diferentes valoraciones de lo efímero: lo efímero como algo positivo que defendía Freud (el hombre se dice: disfrutemos de esto porque es flor de un día, porque mañana a lo mejor ya no está, y entonces el hecho de ser pasajero hace que lo apreciemos más, que lo pongamos en valor, cosa que no haríamos si fuera eterno) y lo efímero como algo negativo (que era lo que defendía Rilke, pues al saber que va a dejar de existir, que tal vez no vuelva a verlo nunca, eso nos produce angustia e impide que disfrutemos. Estamos anticipando el duelo).

Entre los que lo ven como algo negativo está Bergson, que niega lo efímero, niega su propia existencia. Hay cosas efímeras que ni siquiera podemos percibirlas: el aleteo del colibrí, la nota musical más breve (que es la garrapatea). Lo efímero es pues poco valioso y sale perdiendo frente a lo duradero: el placer es efímero y sale perdiendo en su comparación con la felicidad, que es duradera. La moda sale perdiendo frente al arte: la primera es pasajera y el arte es eterno. La información sale perdiendo frente al conocimiento: la información apenas dura unas horas o unos días y el conocimiento, en cambio, implica reposo y destilación. La mentira sale perdiendo frente a la verdad: la mentira acabará descubriéndose, pero lo duradero es la verdad.

Una de las visiones más negativas de lo efímero es el spleen, la melancolía, el tedio de la vida: si nada dura, si todo es efímero, para qué vivir, para que esforzarse en nada. La conciencia de nuestra brevedad nos lleva a la inacción, al aburrimiento vital. Veo la rosa, es hermosa, pero no puedo disfrutar de su belleza porque sé que perecerá. Ese sentimiento nos lleva incluso a sentir dolor: pobre rosa, dentro de nada morirá. El  spleen dice Albero es la apatía existencial, un estado de desencanto, de aburrimiento: como sé que soy finito, efímero, y como no creo en el más allá, nada me importa, nada me interesa. Vivo en una suerte de “molicie sin afán”. El spleen es por tanto una reacción ante lo efímero.

Por el contrario hay quienes creen que lo efímero es bueno y que hay que valorarlo. “Es cuanto tenemos, no hay más”, vendrían a decir éstos, y por tanto “valorémoslo”.

En lo cotidiano, lo efímero es bueno. Y aquí el humor de Albero empieza a hacer estragos: una obra de teatro mala, mejor que sea breve. Porque todo lo que provoca sufrimiento -si es breve- lo toleramos mejor. Es lo de Gracián: “Y aun lo malo, si poco, no tan malo”. Las visitas, por ejemplo. Si son breves nos resultan gratas y nos recuerda Albero la frase atribuida a Benjamín Franklin: “Las visitas son como el pescado: a los tres días huelen”. Yo aportaría aquí una copla tradicional del rico cancionero aragonés que tantos conocemos: “Los huéspedes en las casas / dos alegrías nos dan / la primera cuando vienen / y la otra cuando se van”. En esta categoría se encontrarían también algunos géneros musicales: los mariachis por ejemplo. Si tus amigos te han contratado unos mariachis para tu fiesta sorpresa de cumpleaños, la primera vez que te cantan las mañanitas a lo mejor hasta te emocionas. A la tercera o cuarta canción ya querrías que se fueran, y si siguen cantando directamente llamas a un sicario para que los asesine. 

Los defensores de que lo efímero es bueno creen que lo ligero, lo leve, es grácil y agradable, frente a lo permanente, que es pesado y plúmbeo. Es decir, prefieren la delicada rosa frente al enorme olivo centenario. Y es verdad que muchas cosas bellas duran poco: desde la puesta de sol hasta la juventud, desde la rosa hasta el arcoíris. El Hanami, en Japón, sería también un ejemplo de cómo disfrutar de los pocos días de los cerezos en flor. Yo estuve esos días en Japón el año pasado y es verdaderamente espectacular y conmovedor, aunque Albero precisa que ahí no hay exactamente una exaltación de lo bello breve, sino un lamento de esa brevedad, una melancolía, una tristeza japonesa. Yo debo confesarle que no vi tristeza por ninguna parte. Estaban los japoneses tan felices y contentos.

En este grupo de los defensores de la bondad de lo efímero están quienes, naturalmente, defienden el CARPE DIEM, el primo hermano de nuestro “que me quiten lo bailao”. El carpe diem, o “aprovecha el momento” está sacado de una de las Odas de Horacio. Horacio escribe: “Vive el día de hoy. Captúralo / No te fíes del incierto mañana”. En ese “Vive el día de hoy”está el carpe diem. El pícaro Horacio escribe su poema, en realidad, para seducir a una dama, de nombre Leuconoe, y, como dice Miguel, “llevársela al huerto”.

 El Tempus fugit  (el tiempo huye irreparable) de Virgilio en Las Geórgicas sería el diagnóstico o la constatación de un hecho cierto (el tiempo se nos va) y el corolario sería el carpe diem: si el tiempo no regresa, aprovéchalo. Ambos conceptos estarían relacionados con el  Memento mori (acuérdate que te mueres) del que hemos hablado, o sea, no olvides que eres fugaz. Nos recuerda Albero que el carpe diem estaba ya en el Poema de Gilgamesh antes que en Horacio. Y estaba en Séneca (esa aproximación positiva hacia lo efímero del Hanami de la que hablábamos estaría cerca de la preconizada por Séneca, y sería la menos hedonista, la más moderada de las versiones del carpe diem), y en Garcilaso y en Góngora y su famoso “Mientras por competir con tu cabello”.

Albero dedica unas cuantas páginas a hablar de lo efímero en la naturaleza, porque la naturaleza es un filón de lo efímero: el arcoíris (símbolo de lo breve por excelencia, ya estudiado por Descartes y Newton), el fuego (que es también breve y pasajero y no dura eternamente, pese a lo que nos enseñaron de niños), el agua (en sus formas más sólidas: la nieve, el hielo, el rocío, la escarcha, siempre efímeros, con el muñeco de nieve como símbolo perfecto) y el aire (y nos habla de las espumas, que son aire en lugar inesperado).

Para que se perciba bien el excepcional nivel del libro, les diré que sólo para hablar de la escarcha y el rocío, Albero leyó  un artículo sobre “el rocío y la escarcha en Lorca” publicado en la Universidad de Columbia pues ambos conceptos tienen en Lorca al parecer significados y simbologías distintos: para hablar del muñeco de nieve nos cita a Juan Bonilla (a quien tuvimos hace unos días en Zaragoza) y su maravilloso haiku: “Un muñeco de nieve está tomando el sol. / Ya se arrepentirá”; y para hablar de las espumas (aprendemos que la espuma que corona la cerveza se llama “cabeza”) nos ilustra con Palacio Valdés, con Boris Vian y con Octavio Paz, entre otros. Así todo el libro.

Después de lo efímero en la naturaleza viene lo efímero en el hombre. El hombre, que es efímero, crea cosas efímeras. Y ahí vienen unas extraordinarias páginas sobre la pompa de jabón, uno de los nombres de lo efímero humano, tal vez la metáfora más perfecta, pues representa mejor que nada el trayecto breve como destino y es perfectamente inútil, como su pariente el arcoíris. La metáfora de la pompa de jabón es perfecta porque reúne en ella las dos visiones de lo efímero: la de la admiración extrema por su belleza frágil, y la de quienes anticipan el duelo y la miran con dolor porque saben que su final está al caer. De nuevo la erudición es asombrosa y Albero nos habla de quienes han tratado la pompa de jabón a lo largo de la historia: Varrón, el primero, y Luciano, y Erasmo. Y Pieter Bruegel, con su cuadro “Juego de niños”. Y nos habla del género de las VANITAS, o Vanidades, esos bodegones que se pusieron de moda en el Norte de Europa y en los que se recogía lo efímero: frutas pasadas, relojes de arena, velas que se consumen y, por supuesto, pompas de jabón. Y nos habla de la literatura, que ha reproducido la metáfora de las pompas de jabón en múltiples ocasiones: Juan Ramón, Pessoa o Antonio Machado, en aquellos versos que musicó Serrat: “Yo amo los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles, como pompas de jabón”.

Luego nos habla Albero del Arte efímero y se extiende sobre el happening, la instalación, la intervención, la performance… Y lo liga con el arte de acción (en el que lo relevante es el acto de creación y no la creación misma) y el arte conceptual (en el que lo importante es el concepto, la idea y no el objeto). Son todas acciones necesariamente efímeras, aunque el carácter efímero a veces no es tal pues todo acaba grabándose o filmándose para la posteridad. Y también nos habla de las Artes efímeras, que no deben confundirse con el Arte: la jardinería, la gastronomía, los fuegos artificiales, las fallas, las alfombras de flores…, del arte efímero corporal (peluquería, maquillaje, pintura de uñas, tatuajes -que tienen la misma fecha de caducidad que el cuerpo-,  moda…) y de la arquitectura efímera (los pabellones de la exposiciones, la arquitectura conmemorativa…)

Las páginas sobre la pasión amorosa son memorables. La pasión amorosa es siempre efímera y, cuando desaparece, sólo permanece el amor. La greguería de Ramón lo explica bien: “El amor nace del deseo repentino de hacer eterno lo pasajero”. Las risas que nos echamos sobre cuánto dura la pasión amorosa son también memorables: un canadiense que cita Albero, del que no había oído hablar en mi vida, dice que dura entre 14 y 16 meses porque se trata de una cuestión hormonal. Para Lampedusa, dura un año.

Son preciosas las páginas dedicadas a la Ephemera, término usado para definir a los documentos  concebidos para no durar. Hoy cada biblioteca que se precia tiene su colección de Ephemera, la Biblioteca Nacional desde 1991. Son cosas que tienen la vocación de efímeras, pero al ser coleccionadas arruinan esa vocación e incumplen su promesa de brevedad: entradas de cine, programas de mano... Por tanto, al coleccionarlas ya no serán efímeras y su propio nombre -EPHEMERA- es inapropiado para definirlas.

No falta en el libro una referencia a lo efímero sobrenatural: los ovnis, las apariciones (sobre todo, las marianas), en las que la brevedad es un elemento indispensable. Dice Albero que la Virgen casi siempre se aparece a los niños (por la cosa de la inocencia) y no a los asesinos o a los concejales de urbanismo.

Y termina el libro con unas reflexiones sobre la sociedad de lo efímero en la que vivimos, en la que todo cuanto antes era duradero hoy es efímero (las relaciones de pareja, el canon cultural…). Vivimos con velocidad, con pulsión, y todo indica que la alta cultura pierde vigor y da lugar a culturas más efímeras. Hay un desprestigio de la posteridad. Antes la posteridad era el resultado de saberse efímero y, o bien el hombre creaba teorías que le garantizaran el más allá, o bien trabajaba para dejar recuerdo de su paso por la vida. Hoy sólo lo breve triunfa: apps, GIFS, instagram… El formato pequeño gana terreno.

Pero Albero es optimista para el futuro. Su pronóstico se basa en dos postulados: la pulsión del hombre por no cambiar y su necesidad de albergar certezas.

Albero, como pasa siempre con sus libros, combina a la perfección la profundidad de lo académico con la amenidad de lo divulgativo. Y pocas veces se disfruta tanto de la inteligencia, de la cultura y del sentido del humor como en sus ensayos. Albero tiene una especie de táctica que no le falla nunca: junto al lenguaje preciso, ajustado e impecable, utiliza a la vez el lenguaje coloquial como técnica para romper en un momento la solemnidad del ensayo de forma abrupta y provocar la distensión y la sonrisa. Lo ha hecho en todos los ensayos que de él conozco. Por ejemplo, cuando habla de que la vocación de ser efímero no supone obligatoriamente la desaparición temprana. Así, una entrada de la Ópera de Viena, que es algo nacido en principio para no durar, puede dejar de ser efímera cuando entra a formar parte de la colección de un coleccionista de entradas. En ese momento, “el objeto llamado entrada sí perdura” y Albero pasa entonces al lenguaje coloquial: “De hecho, tú lo tienes bien guardadito y lo enseñas a tus amigos para fardar de colección”. “Guardadito” y “fardar”, rompen de forma abrupta el hilo argumental y aparecen en ese momento en el que el lector puede empezar a sentir síntomas de fatiga.

 Como ya empezamos a sentir fatiga de verdad y este es un libro sobre lo efímero, bueno será que terminemos aquí.