JAVIER GOÑI IN MEMORIAM
José Luis Melero
Turia, número 145-146, marzo-mayo de 2023
Javier Goñi nació en Zaragoza en 1952, ciudad en la que residió hasta los trece años, y se formó en El Norte de Castilla de Valladolid que dirigía Fernando Altés Bustelo, donde entró a trabajar como becario y en el que firmó su primera crónica en agosto de 1975, un reportaje sobre las librerías de viejo -en realidad sobre la única librería de viejo que había por entonces en Valladolid, la librería “Relieve”, de Pepe Rodríguez, fundada en 1951 en la calle Cánovas del Castillo, que yo visité algunas veces- en el que ya estaba presente su pasión por los libros. El hecho de haber nacido y haberse formado en la periferia, fuera de los circuitos culturales madrileños, hizo tal vez que se convirtiera como prescriptor de libros en un firme y generoso valedor de los escritores que circulaban por las carreteras secundarias de la literatura, en uno de los pocos que se ocupaban de ellos. Los escritores de arrabal, los que no accedían a las grandes editoriales, los que carecían de contactos en Madrid o Barcelona, sabían que siempre les quedaría Goñi. Escribió Javier Rodríguez Marcos que más de un escritor de provincias “se sorprendió al abrir El País un sábado y encontrarse con la reseña del libro que, sin otra referencia que su rigor, le había enviado a Javier Goñi como el que lanza una botella al mar. Así fue hasta el final: curioso y generoso”. Y añadiríamos nosotros, un lector apasionado, perspicaz e intuitivo como pocos, un reseñista del que fiarse porque nunca estuvo sujeto a los vaivenes y servidumbres del mercado. Estudió Filología Hispánica y Ciencias de la Información y sus periódicos, tras El Norte de Castilla, fueron Informaciones, Diario 16 y El Mundo, hasta que llegó a El País en 1992 y comenzó su larga andadura como crítico literario en “Babelia”. También en los últimos años, y gracias al ofrecimiento de Antón Castro, colaboró en el suplemento “Artes y Letras” de Heraldo de Aragón, el periódico que se leía en su casa de niño, el “diario-sábana”, como él lo llamó, que leyó hasta 1965, y en él dejó para la posteridad algunos de sus mejores recuerdos zaragozanos: el equipo de los cinco Magníficos capitaneado por Carlos Lapetra, del que habló en un conmovedor artículo memorialístico titulado “El terrible Griffa”, publicado el 6 de julio de 2002 (su hijo Mateo se hizo también seguidor acérrimo del Real Zaragoza), o los avatares literarios del mítico Café Niké, en la entonces calle del Requeté aragonés, hoy del Cinco de marzo, con sus poetas legendarios (los Labordeta, Manuel Pinillos, Julio Antonio Gómez, Ignacio Ciordia, Luciano Gracia, Guillermo Gúdel, Rosendo Tello…) sus pintores y sus cineastas: Orús, Borreguero, Pedro Calvo, Alfaro, Rotellar… Trabajó a comienzos de los años dos mil en una novela que lleva por título Pinares de Venecia, cuya acción se desarrolla en Zaragoza, en 1964. Esa novela, cuya última versión, revisada y corregida, está fechada en octubre de 2012, permanece inédita, y habría que editarla más pronto que tarde. Escribió también en revistas como El Urogallo, Turia o Mercurio y trabajó hasta su jubilación en el gabinete de comunicación de la Fundación Juan March, donde lo visité en alguna ocasión. Fue en ella el responsable de la revista Saber/Leer, publicación mensual que recoge comentarios originales sobre las últimas novedades editoriales, y allí tuvo la fortuna de poder recibir la biblioteca de Julio Cortázar (sobre la que Jesús Marchamalo escribiría un libro inolvidable). En las páginas del Heraldo escribió también sobre Max Aub, junto con Valle Inclán y Baroja uno de sus escritores favoritos, aunque también fue lector entregado de Miguel Delibes, Miguel Torga o Manuel Vázquez Montalbán. Fue vicepresidente de la Asociación Española de Críticos Literarios y jurado, entre otros, del Premio de la Crítica y del Premio Nacional de las Letras Españolas. Y trabajó también para la 2 de TVE, en un programa que se llamó “Tiempo de papel”, en el que le tocó hacer una entrevista a Delibes por algunos montes y tierras de caza próximos a Valladolid. En sus últimos diez años tuvo que luchar contra un cáncer que le hacía entrar y salir del hospital con frecuencia, pero que jamás acabó con sus ganas de leer (aunque al final sólo podía hacerlo ya con los libros no muy extensos y con un cuerpo de letra grande) y de vivir. Murió en abril de 2022, a los 69 años, dejando poca obra propia pero un sinfín de amigos a los que siempre favoreció con generosos gestos de cariño. En 1985 publicó en Anjana Ediciones su conocido libro de conversaciones con Delibes, Cinco horas con Miguel Delibes, que reeditaría Fórcola en 2020 con dos textos nuevos: un prólogo personal titulado “Delibes, El Norte de Castilla y yo”, que habla de la relación de Goñi con Valladolid, con el periódico y con Delibes, y un epílogo en el que trata de los libros que escribió después de 1985 hasta llegar a El hereje, su última novela. La primera edición del libro (que tenía un claro precedente en aquellas Conversaciones con Miguel Delibes que César Alonso de los Ríos publicó en 1971 en la colección “Novelas y Cuentos” de la editorial Magisterio Español) apareció en la colección “De palabra”, que recogió las entrevistas o chácharas de diferentes escritores, profesores o periodistas con autores como Juan Gil Albert, Fernando Savater, Juan García Hortelano, Fernando Fernán Gómez, Rosa Chacel, Francisco Umbral, Gabriel Celaya, Fernando Sánchez Dragó y el propio Miguel Delibes. Cada una de aquellas cinco horas estaba dedicada a una parte significativa de la biografía de Delibes: la primera a sus orígenes, al territorio de la infancia; la segunda a su pasión por la caza, que se tituló “Con la escopeta al hombro por los campos de Castilla”; la tercera a su faceta como periodista; la cuarta al Delibes burgués, liberal, progresista y provinciano; y la última a su pasión y su compromiso con el ecologismo, ese “ecologismo humanista” como Goñi lo denominaba. Esas conversaciones las mantuvo con Delibes en su casa de Valladolid en enero de 1985, diez años después de aquel primer artículo sobre el librero José Rodríguez, Pepe “Relieve”, también editor de libros raros de Francisco Pino (Félix Romeo me trajo uno de allí, dedicado por Pino para mí), José María Luelmo o Justo Alejo. Goñi grabó la conversación y transcribió las cintas. Esa transcripción fue repasada por Delibes, quien, dice Goñi, la corrigió “concienzudamente”. El resultado es un libro en el que el escritor vallisoletano aparece tal y como era, con su pesimismo existencial, sus intuiciones, principios y convicciones (“era de pocas ideas –dice Goñi- pero éstas firmes”), con su ausencia de interés por la sociedad literaria, a menudo tan fatua y narcisista, con sus inquietudes y preocupaciones inalterables. Fue en 2014 cuanto recogió en la sevillana La Isla de Siltolá una selección de las entradas de su blog “El pizarrín” (en recuerdo de la pizarra que un periódico de Valladolid, Libertad, sacaba a la calle con las noticias del día escritas a tiza) que tituló Milhojas de sentido, una especie de dietario que hablaba muy bien de cómo era Javier Goñi: afectuoso, disperso, a veces montaraz, humilde y bondadoso, barroquizante en no pocas ocasiones, con gusto por los buenos libros, cuanto menos conocidos mejor. Este Milhojas de sentido (cuyo título tomó Goñi de una greguería que utilizó Ramón Gómez de la Serna para definir a los libros), que juntaba materiales muy diversos, es, en sus propias palabras “un barullo de lecturas, de vivencias, de experiencias, de nostalgias, de obsesiones, de caprichos y de finas melancolías”. Entre esas lecturas hay siempre una atención expresa a los nuevos escritores que iban apareciendo en el panorama literario nacional, fueran de donde fuesen, aunque procedieran del rincón más recóndito de España. En Milhojas de sentido hay algunos textos memorables. Para los aragoneses tiene un gran interés el titulado “Zaragozana gusanera”, en el que Miguel Labordeta, Julio Antonio Gómez y el Café Niké son los protagonistas. Recuerda que Labordeta fue contemporáneo del postismo, “ese singular barniz que un puñado de poetas deslenguados y heterodoxos -Carlos Edmundo de Ory, y otros- le pusieron a la más negra baldosa de la posguerra” y que Gómez paseaba, “simpático, gordo, cordial, imponente”, con muchachos jóvenes “de pago o no” o “con boxeadores en ciernes”, y recuerda que eso le costó pasar alguna temporada en la zaragozana cárcel de Torrero por escándalo público. Pero lo mejor del texto son sus recuerdos personales: su primera comunión en el Pilar y el consiguiente desayuno (chocolate con nata y suizo) en el Café Niké con la familia y algunos vecinos. Con los años quiso pensar que “tal vez la víspera de ese desayuno hubiera habido en la mesa del fondo tertulia y que hubiera estado, esa noche de humos, alcoholes, sueños y discusiones literarias, Miguel Labordeta”. Pero por aquellos años, Miguel Labordeta, como después recordaría Goñi, iba ya más al Café Levante, que entonces estaba en el Paseo de Pamplona, muy cerca del actual Edificio Paraninfo y entonces Facultad de Medicina y Ciencias. El Café Levante tiene también una notable presencia en el texto, pues Goñi cuenta cómo su madre lo llevó allí una tarde de febrero de 1964, el mismo año, recuerda, que el Zaragoza ganó su primera Copa del Generalísimo al vencer por 2 a 1 al Atlético de Madrid. También ese año aquel muchacho de apenas doce años obtuvo el primer premio provincial en el concurso escolar de los XXV Años de Paz. Y también hay referencias zaragozanas en “Un bollo de mermelada”, con Franco recorriendo el Paseo de Fernando el Católico para ir a inaugurar la Feria de Muestras y el recuerdo de las bombas que cayeron sobre el Pilar, y en “Viejo álbum de sombras”, donde se acuerda de Antón Castro y de Daniel Gascón. El libro recoge también otros muchos artículos sugerentes, como los que dedica a Arthur Cravan e Ignacio Aldecoa (“El llanto de los boxeadores”, título que le toma prestado a Fernando Sanmartín), a Silverio Lanza, el raro de Getafe, a Mauricio Wiesenthal, Max Aub, o a los poetas suicidas Félix Francisco Casanova, hijo del poeta postista Félix Casanova de Ayala; Justo Alejo, que abrió una ventana y se tiró desde la cuarta planta del Ministerio del Aire; y nuestro Chusé Izuel, el amigo y compañero de piso en Barcelona de Félix Romeo, que también se arrojó desde una ventana con sólo 24 años y a quien aquél le dedicaría un libro estremecedor, Amarillo, que tardó muchos años en poder escribir y que no vería la luz hasta 2008 (Del único libro de Chusé Izuel, Todo sigue tranquilo, hay una reedición reciente en Caballo de Troya, con prólogo clarificador de Jonás Trueba). Y finalmente, en 2019, Goñi publicó A contrapelo (Ipso, colección “Baroja & yo”, 2019), un libro que le gustaba mucho y en el que trató de recoger toda su enorme pasión por Baroja. En la biblioteca de su padre, donde empezó a formarse como lector y a amar la literatura, no había ningún libro del escritor vasco. De ahí que Goñi confesara ser “un barojiano de vocación tardía”, pues hasta los 17 o 18 años no empezó a comprar y a leer sus libros. Pero, desde entonces, siempre tuvo un Baroja cerca o en las manos. Recuerda Goñi aquella encristalada biblioteca paterna en Zaragoza, en la que había muchos libros en piel de Aguilar (crisoles, crisolines, obras selectas, completas…, que su padre adquiría en “Libros”, la librería y sala de exposiciones fundada por Tomás Seral y Casas en la calle Fuenclara) y otros de la colección “Universal” de Calpe. Por el libro desfilan también otros barojianos como Juan Benet, Hemingway, Marino Gómez-Santos (que llevaba fama de gafe), Castillo-Puche, Pérez Ferrero, Delibes, José Carlos Mainer, Quiñonero…, y por supuesto la familia de Baroja: su tía doña Cesárea Goñi, que había conocido a Aviraneta, su sobrino Julio Caro… El libro es sin duda un magnífico compendio de las lecturas que Goñi hizo de Baroja o sobre Baroja, a la vez que un delicado ejercicio memorialístico. Además de los tres libros en los que nos hemos detenido, Javier Goñi coeditó con Elena Butragueño tres libros colectivos de cuentos, que se publicaron en Plaza & Janés: Relatos para un fin de milenio (1998), en el que colaboraron Eduardo Mendicutti, Rosa Montero, Gonzalo Torrente Ballester, Juan Manuel de Prada… y los aragoneses Soledad Puértolas y Félix Romeo; Gentes del 98 (1998), en el que participaron Andrés Trapiello, Manuel Vázquez Montalbán, Luis García Montero, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Longares o Francisco Nieva; y ¿Quién mató a Harry? Diez escritores resuelven un enigma (2000), al que entregaron sus originales Elvira Lindo, Ana María Moix, Enrique Vila Matas, Felipe Benítez Reyes, Juan Bonilla, Luis Mateo Díez… Algunos de sus colegas y amigos que lo han recordado estos días a petición mía, entre ellos especialmente la profesora Carmen Valcárcel, destacan su avidez, curiosidad e inquietud lectoras, que le llevaban a viajar de los autores clásicos a los modernos, de los nacionales a los extranjeros, sin solución de continuidad, con una fidelidad inquebrantable a ciertos autores españoles como los ya citados Baroja, Valle-Inclán, Delibes y Max Aub. Muchos señalan su entusiasmo por el ejercicio de la crítica literaria, para la que echaba mano tanto de su fina y sutil ironía como de su afilada retranca aragonesa, y opinan que fue un hombre de enormes saberes literarios y artísticos (la pintura y el cine fueron otras de sus grandes pasiones), de los que daba muestras con naturalidad y modestia, a la vez que sorprendía su original estilo, barroco, sincopado y sinuoso -con múltiples meandros, ondulaciones y recovecos-, tan personal y tan propio. Sin duda, Javier Goñi fue un raro ejemplo -por singular y escaso- de honestidad intelectual: todo un caballero de las letras. José Luis Melero
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